Matar a un ruiseñor, de Harper Lee

 De nuevo, el profundo Sur

En una entrada cercana dedicada al Gatopardo, ya reflexioné sobre los inconvenientes de haber visto una película antes de leer su original literario. Las imágenes de Visconti eran tan imponentes que vibraban en mi memoria al mismo tiempo que leía las páginas del libro. Vuelvo a reincidir en un título cuya historia conozco a través del cine. Sin embargo en este caso la peli de R. Mulligan la he visto sólo un par de veces y hace ya muchísimo tiempo, es de 1962, dos años posterior al libro en el que tuvo su origen. Guardo en mi memoria unas imágenes en blanco y negro atrayentes y una interpretación intensísima del gran Gregory Peck, premiada con un Oscar y perfectamente a la altura de Lancaster en el papel de D. Fabrizio. La muerte de la autora es lo que me ha llevado a la lectura de su obra. LEE, HARPER. Matar a un ruiseñor. Madrid: HarperCollins, 2015, con una nueva traducción, anunciada en la cubierta, de Belmonte Traductores, en una edición en rústica de más pena que gloria. La primera edición apareció en 1960, fecha importante para entender el momento en que se escribe. Fue galardonada con el Premio Pulitzer.


La novela se escribió en 1960; llego, pues, algo tarde. Es uno de esos curiosos casos de obra casi única (conozco pocos antecedentes: el Arcipreste, Rojas, o ya en inglés E. Brontë, o la Mitchell, por no citar de nuevo a Lampedusa). Digo "casi", porque recientemente la autora, antes de morir, publicó una secuela, escrita anteriormente al libro que comento y de la que parece ser resultado, pero que sucede después de lo que ocurre en ésta: Ve y pon un centinela (2015); este firibulillo editorial permite ver cómo han evolucionado los personajes desde los años 30 hasta los años 50 del pasado siglo. Se discute si la autora, ingresada entonces en una residencia de ancianos, tenía la lucidez suficiente para dar un consentimiento suficientemente informado, o se trata de un pelotazo editorial. Como no conozco este segundo título, lo dejo estar para centrarme en el que se considera en las escuelas e institutos estadounidenses un auténtico clásico actual y que sigue estando en los programas de Literatura como lectura obligada. Harper Lee (1926 - 2016) nació y murió en Monroeville, Alabama, pueblo en el que se inspiró para levantar su literario Maycomb. Fue muy amiga de otro clásico contemporáneo, T. Capote, a quien ayudó a recopilar información para su obra A sangre fría (1966), y que también fue quien la animó a escribir la que comento ahora y en la que aparece él como uno de sus personajes, Dill.



 



















Estamos en plena Depresión, a mediados de los años treinta del siglo XX. El hondo Sur, tan lejos de las producciones típicas de la costa Este o las del Oeste. Es cierto que tiene su gran momento en Lo que el viento se llevó, y que algún otro director lo ha elegido para situar sus historias (R. Altman para su Cookie's Fortune o bien C. Eastwood en Medianoche en el jardín del bien y del mal), pero tenemos un conocimiento escaso de esos territorios sureños, tan apegados a la tradición, a las religiones de todo tipo ("Ellos no iban a la iglesia, que era el entretenimiento principal de Maycomb", pág. 20) y sobre todo  tendentes a mantener cierto grado de segregación racial (más en esa época, tan lejana aún de la igualdad de derechos legislativa alcanzada en 1964; no en balde los estados sureños mantuvieron la esclavitud y les costó una guerra civil prescindir de ella. Sin todos estos antecedentes es difícil entender cómo puede alterar una pequeña problación la denuncia de una muchacha contra un hombre negro, acusándolo de violación. En esa época, 1935, no eran tan infrecuentes los linchamientos y en la novela Atticus, el padre abogado de la niña de nueve años que cuenta la historia, Scout, consigue detener uno de esos ataques con su temple y la intervención inocente de la niña, que presencia el incidente. En esa sociedad las diferencias no sólo eran raciales, sino de clase, más marcadas si cabe por la gran crisis (las fotos infra son auténticas y de época).


Recibir ayudas del condado para sobrevivir y trampear con ellas para no trabajar ("Los Ewell [blancos] vivían como huéspedes del condado"; pág. 214), asistir o no a la escuela sin más problema que una reconvención ("ningún agente del orden podía mantener a su numerosa descendencia en la escuela"; íbidem), saber o no, leer, aceptar las normas discriminatorias con respecto a la mujer, fuente de pecado ("Como me había ocurrido en mi propia iglesia, volví  a oír la doctrina de la Impureza de las Mujeres que parecía preocupar a todos los clérigos"; pág. 155) y lo que era de "buen tono" o no era aceptable en absoluto entre las "damas" (no sé si yo hubiera traducido mejor "señoras"; del mismo modo que me molesta ese "confiable" para traducir reliable, en vez de algo más español como "de confianza"). Las cosas siempre habían sido así y no había que darles más vueltas. "Los baptistas están tan ocupados preocupándose sobre el otro mundo que nunca han aprendido a vivir en éste" (pág. 64). Todo eso es el ambiente en el que se desarrolla la historia, en el que ni el propio abogado es capaz de entender a veces "por qué personas razonables empiezan a delirar como locos cada vez que ocurre algo que implique a un negro" (pág. 116). A pesar de ello Atticus considera que "una turba siempre está formada por personas, a pesar de todo [...] y es posible detener a una panda de salvajes simplemente porque siguen siendo humanos" (pág. 198).


La novela tiene, a mi modo de ver, dos grandes aciertos: la perspectiva narrativa única de la niña, Scout, que cuenta en primera persona, desde una infancia adánica, los veranos llenos de aventuras nimias y apasionantes y de miedos nocturnos pavorosos provocados por unos vecinos tan extraños que tienen aire de mitológicos. Sobre ella y su hermano Jem y Dill, el amigo veraniego, sobrevuela la sombra protectora del padre, un abogado viudo de unos cincuenta años, viejo a ojos de la cría, y de Calpurnia, la mujer negra que se encarga de llevar la casa. Este hombre se sale de lo que es habitual en su pueblo; tiene unas opiniones que lo acercan a la modernidad y que contrastan enormemente con las de sus vecinos "Nunca llegarás a entender realmente a una persona hasta que consideres las cosas desde su punto de vista" (pág. 45). El lenguaje de la niña, su visión del mundo, para la que resulta incomprensible a veces la vida de los mayores, o que se la explica a su modo o bien a través de las palabras del padre, es magnífica y muestra un dominio por parte de la escritora, excepcional. Como lo es también el progresivo hacerse mayor que la irá llevando a convertirse en una señorita, a pesar suyo. Contrasta la figura de Atticus, con la de su hermana, la tía Alexandra, que había nacido, en palabras de la niña, "en modo acusativo" (pág. 164) y para la que la bondad de una familia dependía de "cuánto tiempo hubiera estado ocupando una tierra, más excelente era" (Ibidem). A pesar del ojo crítico con que se nos muestra a la tía soltera, la ironía que la autora maneja nunca es descarnada, sino que encierra afecto y cierto entendimiento, no de sus ideas, sino de su manera de estar en el mundo.


El segundo gran acierto de la novela, y tal vez la razón por la que se sigue leyendo y comentando en los institutos estadounidenses, es la defensa que esta mujer hace de valores que muestran una absoluta traza de modernidad para cuando el libro fue escrito y que siguen vigentes todavía hoy, valores por los que sigue siendo necesario luchar. La igualdad entre los seres humanos ("Llorar por el infierno que los blancos hacen vivir a los de color, sin pensar que también son personas", pág. 252); la coherencia entre lo que se piensa y la conducta que se sigue ("Si no lo defendiera [al negro], no podría ir con la cabeza alta por la ciudad [...] no podría volver a deciros a Jem y a ti cómo tenéis que comprtaros", pág. 101); el valor ("valentía es cuando sabes que estás vencido antes de comenzar, pero de todos modos comienzas", pág. 143); la propia conciencia como garante de nuestros actos, más que el qué dirán ("para poder vivir con los demás, primero tengo que vivir conmigo mismo, lo único que la mayoría no rige es la propia conciencia", pág. 135, porque "el centinela de cada uno, es su conciencia").  La delicadeza con que hay que tratar a los seres diferentes, el famoso "ruiseñor" del título, que aparece al final del libro.

La dignidad y la valentía del abogado, que pretende ser ejemplar ante sus hijos, irá siempre ligada en mi mente a la magnífica figura de Peck, quien acabaría haciéndose gran amigo de la escritora, e incluso dio su nombre, Harper, a uno de sus hijos. Ese Atticus Finch que, en un momento en el que el racismo era todavía moneda de cambio en muchas zonas de los USA, era capaz de formular la siguiente afirmación: "Creo que hay solamente un tipo de personas: personas" (pág. 283; el subrayado, claro, es mío.   
José Manuel Mora.






 






























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