El oro blanco. Historia de una obsesión; de Edmund de Waal

 Obsesión

Los curiosos que siguen estas páginas saben que me gusta empezar comentando cómo llego a los libros, por si sirve para que cada quien obtenga sus propias pistas. En este caso la razón es clara y basta con leer mi comentario en este mismo blog (septiembre de 2013) sobre su obra anterior, La liebre con ojos de ámbar, para entender por qué, en cuanto me enteré de la aparición de la segunda obra del autor, me apresuré a comprarla. Tenía además una referencia crítica elogiosa y una entrevista con el mismo escritor que me la hacían atractiva. WAAL, EDMUND DE. El oro blanco. Historia de una obsesión. Barcelona: Seix Barral, 2016; trad. de Ramón Buenaventura, 523 págs. Ya el libro objeto es una preciosidad en su cuidada edición, blanco sobre blanco, con una imagen que parece no caber en la cubierta, pero a la que podemos imaginar con facilidad lo que le falta. Tan sólo el color rojo de las letras del nombre del autor rompe el contraste entre el predominio albo y el título negro. En su interior se incluyen una serie de fotografías en B/N que ilustran las diferentes etapas que se recorren a su través y que pienso que están explícitamente reproducidas sin demasiada definición.
No es frecuente que alguien con una profesión manual tan absorbente como la cerámica o como la pintura, encuentre el tiempo necesario para escribir, y hacerlo además con obras de largo aliento. El autor, con apellido de reminiscencias holandesas, es sin embargo británico (Nottingham, 1964) y escribe en inglés. Por cierto, chapeau a la traducción, tan precisa en su especificidad. Parece que él mismo reconoce que tras el éxito inesperado de su anterior ¿novela?, ¿libro memorialístico familiar?, empezó a dar vueltas a algo sobre su propia tarea de ceramista, que comenzó siendo un adolescente, lo que supone toda una vida dedicada a lo mismo. Y puedo entender este enamoramiento de la materia, que cobra forma entre las propias manos y que se trasmuta tras la cocción de forma a veces inesperada, si pienso en mi amiga Monona, que con apenas 18 años empezó a visitar alfares castellanos que trabajaban a la antigua usanza, sentándose con ellos en el taller o a la puerta de la casa para aprender de sus técnicas y procedimientos. Todo ello fue enriquecido con estudios de química y con horas de torno y de cocción, a la búsqueda de su propio sello. La he visto trabajar, modelar, abrir un horno, sacar y limpiar las piezas con mimo y buscarles un lugar dónde mostrarlas. Si no hubiera visto de cerca todo este proceso, es posible que muchas partes del libro me hubieran resultado incomprensibles. 


El libro se inicia con un prólogo en el que se da cuenta de las razones del viaje que el autor inicia al cumplir sus cincuenta años. "Llevo mis buenos cuarenta años haciendo cacharros blancos, veinticinco haciendo porcelana. Tengo el propósito de visitar los tres lugares en que se inventó [...] tres colinas blancas, una en China, otra en Alemania y otra en Inglaterra [...] Este viaje es como pagar lo que debo a quienes me precedieron" (pág. 17/18). Y aunque ese recorrido lo va a llevar al pasado, para él "la arcilla es presente de indicativo y presente histórico" (pág. 19). Y lo inicia en Oriente, porque para él "la porcelana es China" (pág.20). Y no sólo es un recorrido histórico ya que "el acto de volver a imaginar [un cuenco] es el acto de volverlo a hacer" (ibidem). Y así, con la lectura de estas páginas, uno empieza a saber o a recordar, que la porcelana lleva mil años haciéndose [...], en Europa  800 años. [...]. Porcelana es sinónimo de lejos" (pág. 21/22). Marco Polo en 1291, tras su venida de Oriente, habla de la porcelana como un material bello, delicado y precioso, que los de allá tienen en alta estima y se la regalan como muestra de respeto y gratitud.


Durante quinientos años en Occidente nadie supo cómo se hacía por lo que "la porcelana es el Arcano. Es un misterio" (pág. 27). El autor es consciente de que tratar de descifrarlo se puede convertir en una obsesión. Buen lector como es, conoce Moby Dick, la enorme ballena de color claro que imaginó Melville, y sabe " los peligros de lo blanco [...] los peligros de una obsesión" (pág. 43). En algunas conferencias que ha dado va "explicando por qué los objetos requieren historias y por qué los artistas y creadores necesitan escribir" (pág. 136). Él lo hace con un estilo limpio, claro preciso: "El día está gris y promete un intenso calor igual de gris" (pág. 45). Y así, en su viaje a China descubre la técnica de fabricación y los materiales de los que se obtenía, el famoso caolín, nombre de un monte de la zona que visita siguiendo la pista que un jesuita del XVIII da en unas cartas escritas allá. Y se entera de "la brutalidad de un planteamiento económico en que el operario tiene que pagar lo que rompa descontándolo de su salario" (pág. 88). Y continúa su "viaje por la senda de la porcelana" (pág. 161), que lo lleva a Versalles y de allí a Dresde, donde se empezó a fabricar la variedad conocida como Meissen y donde se da cuenta de que "la porcelana se ha vuelto burguesa [---] la aterrador idea de lo blanco ha sido sofocada" (pág. 279). Conocemos en su recorrido a los personajes que se empeñaron en encontrar los materiales (un tal Tschirnhaus, matemático amigo de Leibniz, de finales del XVII), en diseñar las piezas que el príncipe elector Augusto reclamaba cada vez en más cantidad. Algún gracioso de la corte las denominó "oro blanco".

Y sigue de Waal viajando del pasado a su presente de trabajador de la cerámica, a sus exposiciones, a su familia, en un vaivén naturalísimo que lo lleva un año a Japón para estudiar la porcelana blanca y que le cambia su modo de hacer. "Había torneado unos cilindros enormes [...]Luego los miré al trasluz [...] La luz se filtraba en cantidad suficiente. Era una luz como de polvo, ligeramente amarillenta, muy pobre, pero luz. Me veía la mano a través de la materia, oscuramente" (pág. 276). Alguien que escribe con esta finura se puede considerar no sólo un ceramista sino un escritor. O que es capaz de describir la decoración de una pieza con la siguiente delicadeza: "Ahí tenemos un plato con un pino escarpado. Es un árbol viejo y ya no le queda más que un tronco nudoso, con el follaje reducido a una cuantas nubecitas de verde que parecen puestas  ahí en lo alto por casualidad [...] Un fénix cruza el plato en la parte superior izquierda. Y el resto es una nada lechosa"  (pág. 210).  Y así llega a Inglaterra, a Plymouth, hacia 1719. Esta vez persigue la figura de un tal William Cookworthy, boticario, "químico cuáquero serio y meticuloso" (pág. 317), que anda en busca de la tierra blanca necesaria para fabricar porcelana. Sigue el escritor estableciendo paralelismos entre lo que investiga y su propia realidad: "Tiene cincuenta años. También a mí se me echan encima" (pág. 337). El paisaje que descubre al sur de Cornualles es pasto de la especulación. "Las minas son el inframundo" (pág. 308): peleas, envenamiento por plomo, tahúres...

 Será Wedgwood quien acabará dando el nombre a esta porcelana y que terminará industrializándose con la llegada del siglo XIX, justo lo contrario de lo artesanal que había caracterizado a los alfares. Se establecen cadenas de producción; los niños trabajan desde muy pronto. Siguen la explotación y las enfermedades en torno a tanta belleza. Las tierras y las piezas cotizan al alza; todo el mundo parece querer tener un juego de café o té. El autor prepara, al mismo tiempo que investiga este periodo, una exposición en el Victoria & Albert londinense en 2012, que parece ser su consagración. Pero aún le queda una última etapa de su viaje: 1919, la Alemania de la Bauhaus, que pretendía revalorizar lo que de artesanal hubiera en los procesos industriales. Y que se encontraba a un paso de la explosión que supuso el III Reich.




















En 1934 se presenta la primera exposición que pretende dar una visión de la nueva Alemania. "La exposición celebra el trabajo y el trabajo consiste en repetir, y repetir es lo que salva lo individual, aproximándote al perfecto olvido del bien colectivo" (pág. 453). Los jerifaltes del nazismo son almas "sensibles" y también quieren tener su fábrica de porcelana, que finalmente se instala en Allach, muy cerca de Dachau, donde los presos del campo de concentración terminan por ser reclutados para su elaboración. Lo horrible del asunto, se suaviza cuando se sabe que trabajar en la factoría los alejaba de los malos tratos de los vigilantes del campo. "La tierra alemana se transfigura mediante el fuego, " (pág. 454). Incluso se les permitía llevar calzado de cuero en vez de zuecos de madera. Algunos sobrevivieron gracias a su trabjo junto al kiln.





















La conclusión a la que llega el ceramista / escritor es terrible: "Esta porcelana blanca tiene un coste. La obsesión tiene un coste" (pág. 503). Acaba él en Nueva York, montando su última exposición a la que titula breathturn, cumbre del aliento. El que le habrá hecho falta para viajar, investigar, leer, trabajar, escribir, exponer, vivir... Es lo que implica obsesionarse. A veces la belleza final de estas obsesiones (la enfermedad de la porcelana, la llamaron los alemanes) esconde mucho dolor y auténticos horrores. "La porcelana pertenece a la categoría de los materiales que truecan los objetos en algo distinto. Es alquimia. Es un misterio", dice de Waal.


Ahora tal vez entiendo mejor el temblor de mi amiga Monona cuando se dispone a abrir el horno sin saber cómo habrán reaccionado las piezas que modeló con tanto cariño. Una auténtica aventura que se repite con cada cocción.

José Manuel Mora.





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