El padre, de Florian Zeller

 Vejez

Final de representación: cinco minutos con todo el teatro puesto en pie entre aplausos, vítores y pitos laudatorios, esa moda extraña. Convendría señalar que la media de edad de los presentes no bajaba de los cincuenta, luego explicaré por qué. A veces uno va a ver una obra atraído por la fama del autor. En otras ocasiones el director tiene tanto prestigio debido a sus anteriores trabajos, que no queda más remedio que asistir. Por último están los espectáculos que se sustentan por el nombre del actor protagonista, como es el caso. Héctor Alterio es siempre un marchamo de calidad, aunque desconozcamos en qué aventura se ha metido. 


Florian Zeller es un escritor parisino de apenas 36 años, que empezó en plena juventud escribiendo novelas de gran éxito y terminó sus estudios universitarios de Sciences-Po. Ya ha recibido el premio de mayor consideración teatral, el Molière (2011). Ha sido traducido al inglés, al alemán, al italiano y al español y representado en Londres, Buenos Aires y ahora en España. No es muy frecuente. El último autor teatral francés de la actualidad cuyo nombre recuerdo es Yasmina Reza, por haber visto hace un montón de años Arte, de la mano de Flotats. Resulta un fenómeno curioso que, aunque el teatro sigue ocupando un puesto fundamental en la cultura francesa, mucho más que en nuestro país, no tenga últimamente el eco que antaño obtuvo por estos lares. Se trataría pues de una especie de niño prodigio, que algunos sitúan dentro del movimiento de la postmodernidad y que parece que, con su matrimonio, su hija y su marcha a vivir al campo, está tratando de sentar la cabeza. Aún le queda mucha vida por delante. Si sigue escribiendo del modo que lo hace, habrá que recordar su nombre.


La obra arranca en un tono de comedia, al modo en que puede resultar gracioso escuchar los despistes, las manías, los desplantes de un viejo en pijama frente a su hija, que viene a reconvenirle por haber conseguido que la enfermera que lo cuidaba se despidiera ante las acusaciones de robo y maltrato verbal. Sin ser presentado de forma ridícula, Andrés nos hace reír por sus salidas de pata de banco. Poco a poco, al desarrollarse la trama, empezamos a dudar de si la confusión es del abuelete o viene provocada por los que lo rodean. La estructura ayuda a configurar una realidad fluctuante entre lo que el anciano vive y tal vez lo que cree vivir. Aparecerá luego el yerno, la nueva enfermera, un duplicado de la hija, y una ausencia lacerante, la de una segunda a la que el padre dice amar más que a nada. Los problemas de la cotidianeidad se van haciendo más complejos con la necesidad de tomar medicación y con la angustia ante lo que el viejo cree ver que se oculta bajo tanto cuidado. La comedia ha desaprecido y estamos ante el drama de la vulnerabilidad de los ancianos, incluso de aquellos que están acompañados y cuidados. Quien haya pasado por una vivencia de este tipo verá que son situaciones absolutamente reconocibles. Quienes no, si tienen ya una edad, no dejarán de inquietarse ante escenas que podemos protagonizar cada uno de nosotros en un futuro. Andrés irá ascendiendo por un crescendo dramático que concluirá, como suce muchas veces, en un llanto infantil. 


La puesta es de una de las personas que más sabe de teatro en este país: José Carlos Plaza, a quien sigo desde los tiempos del Pequeño Teatro Magallanes, donde desarrolló su actividad el famoso TEI (Teatro Experimental Independiente) allá por los años 70. Recuerdo cómo me puso el vello de punta su Terror y miseria del Tercer Reich, de B. Brecht. Aquella fue cuna de estupendos actores del famoso Método y cantera de lo más granado de la dirección del teatro de vanguardia y calidad en nuestro país. Entre ellos estaba Plaza, que tuvo actividad en ambos campos. Su magisterio hace que la representación no venga nunca cargada de tintas, sino dentro de una mesura contenida que potencia su dramatismo. No sé si habrá dado indicaciones al escenógrafo, F. Leal. Lo que sí resulta cierto es que el desnudamiento progresivo del espacio escénico, perfecto elemento dramático, trajo a mi cabeza la conversión progresiva que se operaba en La Fundación, de Buero Vallejo. La luz crea distintos ambientes en el mismo espacio y ayuda a definir estados emocionales. 





Alterio, a sus ochenta y siete años, da el papel y se sale del mismo. Desde 1975, tras ser amenazado por la Triple A, banda fascista argentina,  reside en España este actorazo sobradamente conocido en su país de adopción. Sentó cátedra en teatro con su Divinas palabras de 1976 y en cine con A un dios desconocido (1977), y más todavía en La historia oficial (1985), donde estaba magistral y que consiguió el Oscar a la mejor película de habla no inglesa de ese año. Es capaz de pasar del despiste al rezongo, del requiebro al enfado al verse tratado infantilmente, de la chulería última al desvalimiento más absoluto. Está muy bien acompañado por un grupo de actores y actrices que me son totalmente desconocidos. Ana Labordeta en el papel de hija marca muy bien los cambios que el personaje le exige y los demás acompañan justamente a los dos protagonistas. Lástima que, una vez más, el comentario caiga en el vacío, puesto que la representación sigue sus bolos y deja Alicante. Dejo aquí, pues, un recuerdo de teatro bien hecho y conmovedor sin llegar a la lágrima fácil del melodrama.

José Manuel Mora.   

P.S. Se estrena ahora (finales de septiembre en el Romea de barcelona. A lo mejor el comentario sirve de orientación.












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