Los Buddenbrook, de Thomas Mann

Saga familiar


Dicen que hay algunos títulos de la literatura europea, auténticas cumbres narrativas, que no pueden obviarse. Como mis lagunas son mayores que las de Ruidera, aprovecho mi jubilación para ir llenando huecos. Y éste es uno de ellos. MANN, THOMAS. Los Buddenbrook. Barcelona: Edhasa, 2008; trad. Isabel García Adánez, de nuevo cuño y correctísima, a pesar de las dificultades de trasladar, no sólo el alemán finisecular, sino el plattdeutsch, dialecto de la zona, que manejan trabajadores y gente de clase social inferior que la de los protagonistas, que acostumbran a emplear con soltura también la lengua de cultura de la época, el francés. 884 páginas de limpia y apretada prosa, que diría mi amiga Pepa. El formato es "de bolsillo", y menos mal, porque aún así pesa lo suyo. 


De Mann (Lübeck, 1875- Zurich, 1955) leí en su momento Muerte en Venecia (1912), claro; y en un verano despaisajado escalé hace ya tiempo su La montaña mágica (1924).  Fue premiado con el Nobel en 1929, pero la novela que voy a comentar está entre las primeras que escribió, allá por 1901, tras su estancia en Italia. Me llega, pues, con cierto retraso; pero la grandeza de los libros grandes es que resultan imperecederos y que siguen siendo válidos tras más de cien años. Los clásicos, que le dicen. A pesar de ser de una familia de tradición hanseática, inicialmente conservadora, sus opiniones sobre el nazionalsocialismo de los años veinte y treinta le hicieron pasar a Suiza cuando Hitler llegó al poder y, una vez iniciada la guerra, emigrar a EE.UU. donde se nacionalizó. Su bisexualidad más o menos velada en algunas de sus obras, tampoco le debió de poner las cosas fáciles. Es un representante más de la conocida como literatura del exilio, a la que perteneció también S. Zweig. Volvió a Suiza para morir. Dejo la foto de la época en que escribió el libro que comento.


Como toda buena saga familiar, el libro abarca un extenso periodo temporal, entre 1768, fecha de la fundación de la empresa que da nombre al libro y 1877, año en que muere el único heredero varón, quien debía haberse hecho cargo de la misma. Así es posible que veamos la sucesión de tres generaciones de Buddenbrook y su lenta caída en la inexistencia social, desde una posición de poderío económico y relevancia comunitaria, cosa que se nos anticipa desde el inicio de la narración a modo de fatuum: "Para que se cumpliese el destino" (pág. 32). El patriarca, Johann, es todo un personaje, un vejete capaz de burlarse de lo más sagrado con ironía y descremiento. La burguesía de esa ciudad que no se nombra, pero que parece ser la Lübeck natal del autor,  es descrita pormenorizadamente hasta en los más pequeños detalles: decoración de la casa, atuendo de los personajes, mobiliario, comidas, hábitos y distracciones, veraneos en el Mar del Norte... Parece que Mann se inspiró de alguna manera en su propia familia al retratar a la de su novela, aunque trasmutando la realidad desde la vida hasta el arte de la escritura, una de sus preocupaciones como autor en éste y otros de sus libros. Las herencias, como luego los matrimonios, son componentes esenciales para estas personas, en un estamento social, la burguesía, a la que son conscientes de pertenecer, en el que se aúnan cristianismo (protestante) y negocios sin chirriar. Y esas herencias peleadas son el germen de desavenencias y desgracias futuras: "Una familia debe mantenerse unida [...] si no, el mal llama a su puerta" (pág. 63). He citado antes los matrimonios como el otro puntal en el que se sustentaba esta clase social: "Esta unión no había sido precisamente lo que se llama un matrimonio por amor" (pág. 71).


1848 trae los desórdenes consecuencia de la reclamación del sufragio universal (para varones mayores de 23 años, claro) y la familia los vive con tremenda inquietud por formar parte de los privilegiados, al tiempo que un segundo Johann (Jean) ha ocupado el puesto del difunto cónsul, y que su hermana, Tony, uno de los personajes más fascinantes de la novela, comienza su serie de matrimonios desdichados, siempre preocupada por no perder la "distinción" a la que, según ella, su clase la hace acreedora: "Con la misma calma habría podido afirmar que era frívola, irascible y vengativa [...] cualquier rasgo de su personalidad, sin importar su índole, era algo heredado y un exponente de la tradición familiar que, como tal, era venerable y merecía ser respetado por encima de todo" (pág. 251). Conforme trascurre el tiempo es consciente de que "la vida nos hace cada vez más modestos" (pág.408), a pesar de lo cual sigue intentando vivir a lo grande, aunque sus divorcios la lleven a depender de la caridad de los suyos. El nuevo cabeza de familia posee otra peculiaridad, más de carácter externo: "La norma principal del cónsul era " (pág. 376) y a ella somete todas sus actuaciones, aunque en muchas ocasiones le cueste un renuncio. El contrapunto entre los dos hermanos es espléndido y ninguno de los dos responde a un estereotipo, sino que son personajes con claroscuros, vivos, muy humanos. El tercer hermano en discordia (y la frase hecha viene bien, puesto que no es capaz de someterse a ninguna de las convenciones que en esa familia son habituales), Christian, es un tarambana, poco amigo del trabajo y que, a pesar de haber viajado por Chile y Londres, de donde vuelve hablando esos idiomas, "sus negocios estaban al borde del desastre [...] se divertía como un rey en los restaurantes, el circo, el teatro, y vivía muy por encima de sus posibilidades" (pág. 467). 

   
Al celebrar el centenario de la empresa, momento cumbre para la familia y que es disfrutado por todo su entorno social y laboral, hay ya indicios de que eso no durará para siempre, a pesar de la nueva casa y el dinero derrochado en la fiesta. "Los símbolos de la felicidad y el éxito aparecen cuando, en realidad, todo eso comienza a decaer" (pág. 515). En todo el minucioso declive que la novela nos cuenta, hay aciertos narrativos excelentes: la elipsis sugerida por una tormenta incipiente que arruinará una cosecha entera, símbolo de algo peor; un capítulo presentado íntegramente en forma espistolar (capítulo X de la tercera parte) en el que oímos las voces de los personajes sin la mediación del narrador omnisciente que domina todo el relato; las descripciones con lexías recurrentes para identificar a cada personaje por su atuendo, sus tics o sus expresiones (y aquí también hay sabiduría, puesto que unos ojos pueden ser "azules como el agua", o bien "tan azules como los de los gansos", con lo que se resalta o se degrada a quien los posee; la prolongación de la agonía de la consulesa para trasmitir lo que cuesta morirse y las reacciones de cada uno de sus hijos; y, por no cansar, el capítulo II de la 11ª parte, que trascurre por entero en el colegio del pequeño Hanno (último de la dinastía y con una casi enfermiza sensibilidad musical), que le sirve a Mann para retratar de forma degradante mediante un humor corrosivo a la sufrida clase profesoral. El vaivén entre lo externo perfectamente dibujado y lo interior de los protagonistas, en ocasiones haciendo uso del estilo indirecto libre, se hace de modo imperceptible. "Aquella idea de que había dejado de sonreírle la suerte y el éxito era más una sensación suya que una realidad demostrable" (pág.559); seguido de esta otra: "En el fondo - había dicho Christian aquella vez -, en el fondo, todo comerciante es un estafador" (pág. 566). El espíritu crítico del escritor, incluso con la clase a la que pertenece, es demoledor.


Una herencia peleada con la madre de cuerpo presente, la necesidad de vender la vieja casa, las desavenencias entre hermanos, todo va llevando hacia "aquel proceso de desintegración" (pág. 820), hacia un cansancio y un hastío infinitos. El final, cantado desde el principio, es tristísimo. Mann no tiene piedad con la clase social en la que nació, aunque sea capaz de ver virtudes en algunos de sus individuos. El viento de la Historia ha pasado sobre ella y la ha barrido por completo, por sus errores y necedades y por la incapacidad de adaptarse a los nuevos tiempos. Cuesta escalar estas cumbres literarias, pero el paisaje que se divisa desde ellas es magnífico. El esfuerzo ha valido claramente la pena. Hay versiones fílmicas, que no he visto, desde los años cincuenta del pasado siglo. Dudo mucho que alcancen a trasmitir el aliento decadente de esta familia hanseática presentada por el de Lübeck de forma magistral.

José Manuel Mora.

P.S. Ahora ya conozco la versión de 2008, alemana, dirigida por Heinrich Breloer. Y una vez más se pone de manifiesto que las películas son "versiones" de las obras originales; con mayor motivo en esta ocasión, dada la extensión de la novela. El director se ve obligado a seleccionar determinados momentos y personajes y dejar otros. Tampoco la profundidad en el retrato de los caracteres puede ser la misma, aunque en este caso se trata de una puesta en escena magnífica, una ambientación cuidada y una excelente interpretación. De cualquier modo, pálido reflejo del libro original. Dejo el tráiler.
 


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