La cartuja de Parma, de Stendhal

 De otra época
 
Después de Echenoz y, por seguir con la literatura francesa, he querido rellenar otra de mis lagunas de formación y me he ido a un clásico del que en su momento leí El rojo y el negro, por traducir más literalmente que con el título con el que se conoce comúnmente, sin los artículos. Se trata de Henry Beyle (Grenoble, 1783 - París, 1842), que adoptó como nombre "de pluma", STENDHAL. La cartuja de Parma. Barcelona: Penguin Random House, 2015, quinientas y pico de páginas con un estupendo prólogo de MICHEL CROUZET, y una traducción algo anticuada, con más de un galicismo de rondón. Qué lástima conocer la lengua de origen para ver los calcos lingüísticos tan molestos ("No, no es por grandeza de alma que no pienso en..." pág. 401). La novela apareció por primera vez en 1846.


Estuvo a las órdenes de Napoleón, a quien admiraba vivamente y viajó por Italia en numerosas ocasiones, tierra a la que acabaría considerando su segunda patria, buen conocedor como era de de su pintura (Historia de la pintura en Italia, 1817), de sus músicos (era un enamorado de Rossini, de quien escribió Vida de Rossini,, 1823) y de sus ciudades (Paseos por Roma, 1829). Acabó siendo cónsul en Civitavecchia y allí fue donde en apenas cincuenta días escribió el novelón que paso a comentar. Fue muy bien considerado por Balzac y, ya en el XX, A. Gide pensaba que se trataba de la novela francesa más grande de todos los tiempos. Es posible que, de haberla leído con 20 años, la hubiera valorado de otro modo. Y me explico. Fue un escritor a caballo de dos épocas, el Romaticismo ya casi periclitado cuando escribió su novela, y el Realismo triunfante en el momento de publicarla. Veía con ojo crítico a la nobleza que había perdido la partida con la Revolución, pero que volvió a encaramarse a los palacios con la Restauración. Y al mismo tiempo menospreciaba la burguesía incipiente. Para él había dos tipos de público: "Les gens comme il faut et les épiciers millionaires". Él estaba convencido de que los escritores de su tiempo sólo gustarían a una parte del posible público lector. Seguramente formo parte de la mitad a la que no podía llegar a encantar.


La novela está protagonizada por el joven Fabrizio del Dongo, de rancia familia aristocrática del norte de Italia, en esa época bajo la dominación austrohúngara (lo que hubiera disfrutado Berlanga) y con un conflicto familiar con su padre, que incluye posturas ideológicas encontradas (" El marqués profesaba un odio vigoroso por la Ilustración", pág. 82, por lo que el muchacho no puede menos que ser 'liberal'; cuando "lo que los liberales entienden por virtud es buscar la felicidad de la mayoría" (ág. 365), auténtica herejía para los absolutistas, en una Parma donde "todo lo que no es noble o devoto está en la cárcel", pág. 179), lo que lo lleva a estar bajo los cuidados de su tía Gina, una mujer de rompe y rasga, casada varias veces por convencionalismo o interés, con un amante consejero del tirano, pero secretamente enamorada de su sobrino, quien "era uno de esos corazones demasiado delicados que necesitan de la amistad de aquellos que le rodean" (pág. 114). Con este arranque no sé si se percibe ya el tono de la historia. El muchacho, ávido de aventuras, se va a Francia para luchar junto a Napoleón y llega a tiempo de ser espectador, que no partícipe de la derrota de Waterloo.Descubrirá así que "La guerra no era, pues, ese ímpetu noble de almas amantes de la gloria que él se había figurado"" (pág. 118). Parece que su despiste en el campo de batalla, no saber por dónde lo van a atacar ni cómo defenderse en su caso, inspiró a Tolstoi para la escena semejante de su Guerra y paz. Lo que puede pasar por un fresco histórico en los inicios del libro, acaba complicándose, tras aventuras sin cuento de lo más inverosímiles, con una histroia de amour fou con la hija del carcelero que lo tiene preso en la torre de la fotaleza parmesana. Celos, asesinatos, condenas a muerte, venenos, huidas, reencuentros imposibles, todo se va trenzando en una historia múltiple de la que el escritor es maestro absoluto en todo momento, como muestra la primera persona del plural inclusiva: "Confesaremos que  [...] hemos comenzado la historia de nuestro héroe..." (pág. 75; la cursiva es mía, claro); o bien esta otra cita: "Nos tomamos la libertad de encontrar bastante graciosas" (pág. 94). Y para no cansar: "Por qué entonces favorecerle más que a cualquier otro personaje" (pág. 226), se pregunta el escritor. El dominio del narrador es total; con una conciencia crítica de lo que se escribía en su tiempo y que él valoraba como "novelerías".


Resulta curioso que, siendo tan "de época", pueda uno encontrarse con referencias que siguen de palpitante actualidad: "El estado no hacía un contrato por 1000 Frs. sin que a la marquesa le tocara un recuerdo" (en cursiva en el original, pág. 186). Y al hablar de la época no me refiero tanto a descripciones, casi ausentes de ambientes y personajes, cuanto a los sentimientos que se expresan, ya tardorrománticos: "[ A Fabrizio] el recuerdo de la duquesa se le presentaba envuelto en una infinita ternura; le parecía que de lejos sentía por ella ese amor que no había sentido jamás por ninguna mujer" (pág. 226). Algunas veces sorprende una crítica más acerba, aunque sea de pasada: "Tal es el triunfo de la educación jesuítica: uno adquiere la costumbre de no prestar atención a cosas más claras que el día" (pág. 280). Las intrigas palaciegas resultan a los ojos de hoy día, o al menos a los míos, tremendamente aburridas y reiterativas. Insisto en que con dardos certeros: "Lo único real que sobrevive a caer en desgracia, es el dinero" (pág. 506). Con todo lo dicho anteriormente, no sé si se nota que la excesiva extensión de la historia unida a cuestiones periclitadas o a enfoques narrativos y emocionales demasiado anclados a su momento, no ha llegado a arrastrarme a una lectura absorbente. Es cierto que soy disciplinado y que la he concluido para encontrar con sorpresa en la última página la mención a la famosa "cartuja", que podría igualmente no haber aprecido. Un capricho más del autor. Definitivamente hay novelas que conviene leer en su momento, y éste no era el adecuado para mí.

José Manuel Mora.




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