Viet Nam II. Agosto 2016: El Centro.


 Crescendo total

El viaje cambió por completo con la incorporación de Binh (Ana, para los amigos españoles) como guía del grupo, una chica de 34 años, de la primera promoción de la Universidad que estudió español (lo que supuso que sus familiares le retiraran el saludo por su exotismo; tiempo hubo en que se dieron cuenta de las posibilidades de futuro que el idioma encerraba y tuvieron que disculparse) y que lo maneja con soltura, gracia y un tono vietnamita que le da un color especial a su entonación. Dicen las páginas de viajes que es la más competente de su agencia (Asiatica Travel, en marcha desde 2001 con gran éxito, la que habíamos contratado desde España). Y así lo demostró. Con ella iniciamos el recorrido de la ciudad de Hué. Mucho más humana que HCMC, desde lo alto del hotel divisamos el río de los Perfumes, que la atraviesa en medio de un paisaje boscoso, casi de jungla, denso y verde. Fue casi destruida por franceses, estadounidenses y los propios vietnamitas. Hoy está bastante bien restaurada gracias a la UNESCO, y de ello vemos actividad al recorrer la Ciudad Imperial. A ella se accede a través de una de las puertas que atraviesan la muralla maciza de sorprendente espesor, la de Mediodía. La rodea un foso, no sé si hondo, pero sí ancho y cuajado de plantas de loto. A lo largo de todo el recorrido Ana demuestra que conoce el terreno y elige siempre los lugares más umbrosos y aireados para darnos las explicaciones pertinentes. Y se agradece porque, a pesar de lo temprano de la hora, el calor húmedo se hace presente de inmediato. Nada más entrar a la ciudadela hay un promontorio donde se alza un mástil con la bandera del país, de 37 m. de altura, y nueve cañones inmensos de bronce cuya historia no escucho por atender a las fotos. Observamos que no sólo hay turismo extranjero, sino también interior, lo que percibimos por la ropa de ellas, tan diferente a la del sur.



























Salta a la vista que la restauración de patios y edificios, que albergaron a la última dinastía autóctona (que acabó exiliada en París, claro) antes de la llegada de los colonizadores franceses, se está haciendo con sumo cuidado y vigilando materiales y decoración de manera especial, lo que da a todo el conjunto un aire de autenticidad extraordinario. Dentro del recinto se encuentra la Ciudad Prohibida, en la que sólo vivía el emperador, sus concubinas, los eunucos y los funcionarios cortesanos. A ella llegaban los peticionarios de favores o los que debían pagar los impuestos en especies. Eran recibidos de lejos. ¿Qué pensarían los campesinos antes tanta magnificencia? (Que efectivamente el emperador tenía todo el derecho del mundo a estar sentado donde estaba). Las tejas de colores están esmaltadas con colores brillantes y en el interior de los salones las columnas que sostienen los techos son de madera lacada con decoración de dragones rojos. Imponentes. Las inundaciones son frecuentes (¿a pesar de la distancia del río?) y el año pasado las aguas alcanzaron en su interior la altura de un metro, lo que nos resulta algo increíble. Las puertas y ventanas son todas practicables para dejar pasar el aíre y poder así sobrevivir.






























Una de las opciones es quedarse a presenciar un espectáculo de danzas en un teatro de hermosísima decoración, sin embargo la humedad es tal que algunos decidimos continuar la visita con tal de que nos dé el aire. Otros se quedan a verlo (luego supimos que funcionaba el A.C.). Mi grupo se encamina al Pabellón de la lectura (¿adónde si no tenía yo que ir?). En su interior hay vitrinas llenas de libros, algo que parece una enorme mesa de patas torneadas y que nos explican que es una cama sobre la que se colocaba una especie de atril en el que dejar apoyados los libros que se leían. Todo tiene un aire decadente, muy fin de siècle, muy bello también. Los trabajadores siguen las labores de reconstrucción de los distintos pabellones. Queda mucho por hacer. El calor es tan intenso que, a la salida por una puerta diferente a la que habíamos entrado (es la de la foto inferior), la guía decide pagarnos a todos los miembros del grupo un taxi, es decir, tres, para volver al hotel a la salida del recinto, tal vez con miedo a algún desvanecimiento.



























El recorrido turístico continúa con la visita a la pagoda de Thien Mu. Se encuentra situada frente al río, en un otero, lo que obliga a subir toda una serie de escalones hasta alcanzar su base. Probablemente su emplazamiento la convierte en un auténtico símbolo de la ciudad. Anexa a la torre, que disminuye conforme gana altura hay también un templo. Todo es aquí más sencillo que en otros lugares visitados. Acuden monjas y monjes, vestidos de un extraño color gris, y también gente piadosa que se detiene a rezar ante el consabido altar o a depositar en él sus ofrendas de incienso. En la parte exterior hay un jardín que se caracteriza por una gran variedad de bonsáis. Hay quien sostiene que no dejar que crezcan de forma natural es torcer el curso de la Naturaleza y que se les hace "sufrir". No sé yo. Lo que sí sé es que estos arbolillos liliputienses tienen un encanto especial, aunque el sol sea tan terrible que haya que pasar de prisa entre ellos a la busca de una sombra. Como casi todos los lugares sin demasiadas pretensiones, el lugar tiene un encanto especial, a lo que ayuda la escasa presencia de turistas.





















































El calor empieza a ser un auténtico problema junto con la humedad, al menos para algunos de nosotros. Mojados como vamos, subir al autobús con su aire acondicionado puede ser un reto a nuestro estado de salud. Pero aún queda un templo más que visitar, además de un monumento funerario adjunto. Éste tiene la particularidad de estar rodeado de un lago repleto de lotos y unos tejadillos esmaltados de color naranja que descienden hasta el borde mismo del agua y que dan al lugar un aire como de cuento, no sé si más chino o japonés que vietnamita. Cómo será la sensación de agobio que, cuando nos proponen caminar siete minutos más para llegar a la tumba que corona el espacio, muchos nos sentimos tan derrotados que nos quedamos a la sombra del templo. Sólo cuatro sacan fuerzas de flaqueza para llegar. Dejo constancia de la foto de Agustín, que da fe de la belleza del paraje.  



























Felizmente el resto de la tarde está planificado de modo mucho más tranquilo. Cerca, relativamente, de la ciudad hay una enorme albufera, del estilo de la de Valencia, aunque más despejada de cañas y arbolado, la Laguna Dam Chuon. Es una inmensa extensión de agua en calma, a la que llegamos con un sol menos agresivo y donde se respira una tranquilidad total. Los pescadores que viven de las capturas, dejan las nasas preparadas y pasado un tiempo prudencial vuelven a revisarlas para ver qué es lo que ha caído. Viven en la población vecina, llena de niños, con luz eléctrica y un aparente buen pasar, a pesar de la humildad de sus ropas; y a tenor de las construcciones sobre troncos de bambú tejidas de paja, parece que también duermen en ellas de vez en cuando. Creo que somos las dos únicas embarcaciones de turistas que recorren este atardecer plácido. 

 



 




















La muchacha que nos acompaña en nuestra barca va dejando caer una red blanca y sutil y tras el paseo, al recogerla, vemos que hay algún pececillo, algún cangrejo... Lo mejor de todo es el recorrido lento y dorado bajo un sol que ha suavizado su inclemencia y que se pone silencioso y magnífico entre redes y perfiles de montañas lejanamente azules. Con el sol ya desaparecido, pero todavía con una luz suave, nos conducen a una construcción en forma de palafito elevado, donde hay un restaurante en el que nos han preparado una cena con productos de la laguna. Mientras sale una luna llena espectacular hay otros comensales que cantan. Acaba haciéndolo Gabriel, e incluso yo me animo después de tanto tiempo.


























Continuamos el viaje con una clase de sociología histórica (o Historia sociológica) por parte de Ana. Padre militar, madre maestra, en tiempos del colectivismo estaban obligados a entregar al común los productos del trozo de tierra que poseían. A cambio, la ración de arroz consiguiente y dos huevos por semana para los cuatro. Completaban con las verduritas que su hermano y ella cultivaban antes  de ir a la escuela. Tiempos duros. En los noventa llegó a su familia el primer televisor del pueblo y la gente se reunía en el patio a seguir la telenovela mexicana "Los ricos también lloran". Con ella llegaría también al pueblo el primer móvil en 2002. Ejemplos del cambio acelerado que el país continúa experimentando. Los trabajdores pagan el 25% de su salario por el seguro médico (para los funcionarios es gratuito). Los campesinos no tienen posibilidad de seguro y han de pagarlo todo cuando enferman. Siempre, y en casi todas partes, el eslabón más débil. Políticamente, con un partido único, se trata de una sociedad encorsetada y con un culto a la personalidad (de tío Ho, claro) que se pone de manifiesto en el enorme mausoleo que veremos en Hanoi y que guarda la momia embalsamada del dirigente, que se visita con un silencio reverencial, impuesto, claro, al estilo del de Lenin en Moscú. El bus va llaneando y, justo antes de empezar a ascender, Ana nos señala la que dice es una de las mejores playas de Vietnam, protegida y casi virgen. Llegamos desde allí al Paso de las nubes. Cuando está nublado no se ve nada, pero hoy hace un sol espléndido y subimos a las atalayas que quedan en el antiguo Camino Ho Chi Ming, tantas veces bombardeado y gaseado con napalm por ser el paso de armas y soldados a través de la frontera con Laos..





















 Allá abajo Da Nang se adivina como lo que luego vemos que es, una ciudad grande y populosa, llena de vida y de contrastes. Nos llama la atención un puente cosntruido hace poco, con forma de un llamativo dragón, justo enfrente del Museo Cham, que alberga esculturas de la cultura india, una de las primeras en colonizar la zona. Todo me resulta familiar, el simpático Ganesha, o las deidades femeninas de pechos generosos y "anchetas de caderas", que diría el Arcipreste de Hita. Hay estelas, esculturas exentas y otras adosadas a paneles de pared, todas esculpidas en piedra aparentemente volcánica por su color.  Incluso dentro del museo el calor es agobiante y la gente busca los pocos ventiladores diseminados por las salas que, esta vez sí, están llenas de turistas, muchos de ellos españoles.



























La siguiente parada en las Montañas del mármol nos depara otra sorpresa. Muchas de las familias del pueblo viven del trabajo de la piedra, abundante en la zona. Lo más curioso es que sus esculturas, algunas absolutamente kitsch, se exportan a precios extratosféricos, dado el monto del envío por barco. Las piezas pequeñas que se exponen son casi inasequibles. A la hora de llegar a las Montañas del agua el sol está vertical y derrite la sesera. Además, para llegar al lugar que hay que visitar, vuelven a ser necesarios un montón de escalones. Es cierto que al llegar arriba y tras atravesar una pequeña gruta, nos enfrentamos a una concavidad enorme, alta y profunda a la vez y en la que entra la luz porque parece que la montaña hubiera sido bombardeada. Las escaleras de descenso están protegidas por unos guerreros que no desentonarían en el museo del ninot. Hay mucha chiquillería estudiantil visitándola y los "altares", cada uno con una buda bondadosa, son poco propicios para la oración. El lugar es sin embargo colosal. A la salida hay otro templo que creemos que alberga una comunidad monacal, dadas las salas de refectorio y biblioteca.





La última etapa en la parte central del país será Hôi An, a la que llegamos con muchas ganas, pues nos han hablado muy bien de ella nuestros amigos Antonio y Pilar. El hotel se halla frente al río que estructura la ciudad. Desde su terraza exterior vemos cómo diluvia a cubierto, el de las cuatro de la tarde, puntual. La suerte nos acompaña y cuando decidimos salir a patear sólo quedan charcos del diluvio y parece que ha "refrescado" algo, aunque el calor sigue siendo el mismo. Atardece entre malvas insólitos en el cielo contra los que se perfila una red en forma de sombrilla dorada invertida, casi lírica. Los farolillos que caracterizan Hôi An empiezan a encenderse conforme la noche extiende sus sombras. No hay demasiada iluminación urbana, ni hace falta dada la profusión de linternas de papel de todas las formas y colores posibles colgadas en las fachadas, en el río, en las tiendas del mercadillo nocturno bullente de turistas. Además la parte central del pueblo está peatonalizada con lo que, a partir de una hora determinada, no hay motores de explosión que te despierten de este sueño de colores. Sí el sonido de un megáfono rodeado de mucho público. Cuando supongo que se trata de algún espectáculo callejero, resulta ser ¡un bingo!, al que se atrae con historias y algo de espectáculo.



























Al día siguiente, tras una sesión de acqua-gym comandada por Mate y Antonio en la piscina del hotel (siete menos cuarto de la mañana, la dura vida del turista, ya se sabe), se impone el recorrido turístico: el puente cubierto japonés, de cuatrocientos años de antigüedad, muy visitado a esta hora de la mañana, es un claro vestigio de lo que antaño fue un próspero puerto desde el que se intercambiaban mercancías entre oriente y occidente, lo que le dio una vitalidad enorme; los chinos llegaron a tener su propio barrio, como los franceses el suyo. Muestra de ello es la casa vieja de Tan Ky, antigua y conservada fielmente tras doscientos años desde su construcción. Tiene mucho sabor y alberga un taller de bordados tradicionales. Por ley las casas no tienen cristales y las ventanas de madera de teca negra están pensadas para controlar el calor y el sol, o el frío de invierno. Flores, plantas, farolillos, pequeños altares, todo ayuda a que el paseo sea placentero, si no fuera por el calor que empieza a apretar. Es cierto que la mayoría de las casas son hoy comercios, bares, restaurantes, todo enfocado al turismo que aquí sí se hace presente con fuerza. La belleza de una de las muchachas  que atendían en la casa a los posibles compradores es tal, y la foto de Agustín tan hermosa, que no puedo dejar de colocar ese primer plano.



 




















  

Y nos queda el mercado, parada esencial para conocer los intríngulis de un territorio. Prácticamente todas las personas que atienden y venden son mujeres. La economía  parece descansar sobre sus hombros. Sean arrozales, mercados, o el hogar. Ellos parecen menos activos, aunque no quiere decir eso que no trabajen. Como en casi todos los sitios está dividido por zonas: pescados, carnes, frutas, verduras, especias y quincalla, con un apartado especial para comidas hechas allí mismo para quienes no tienen tiempo de ir a casa a comer o para los turistas que desean conocer lo autóctono lejos de los hoteles. Todo está limpísimo y los productos se ofrecen con mimo y bien dispuestos. Es cierto que hay algunos que se venden que aquí no veríamos, por ejemplo los perros. Cuestión de sensibilidades, naturalmente. Hay una dignidad en todas estas mujeres, una tranquilidad que no las mantiene en constante alerta, sino como si vieran pasar la vida esperando que alguien se acerque y compre. De todas las edades, en todas las situaciones, tocadas con los sombreros vietnamitas y con sus máscaras faciales. Algunas conforman una imagen de lo más curioso. 




























Y aún una más, puesto que parece que aquí también empieza a extenderse la moda de que los abuelos cuiden de los nietos. Y lo que resulta más extraño aún, que sea el abuelo el que esté dando la papilla al nieto. Una imagen enternecedora, como la de las frutas exóticas, nunca vistas antes, que descubrimos en los puestos, con unos colores llamativos y unas formas dignas del Bosco. El miedo occidental a los problemas intestinales nos lleva a refrenarnos en la degustación de todas las maravillas que se ofrecen a la vista, aunque aquellas que pelamos nosotros mismos nos inspiran confianza y están exquisitas.





























Y nos queda ya una última parada antes de salir hacia el aeropuerto: la pagoda de Phuoc Kien, cosntruida por los marineros chinos en el s. XVII en honor de una deidad de los mares, protectora de los marineros. Tal vez por ello es la que posee mayor carácter de los vecinos del norte, tal como yo lo recuerdo de mi ya lejano viaje por la República Popular. El barroquismo de los adornos de escayola, el tono de las tejas, las fulgurantes hélices de rojo carmesí para alejar a los mosquitos y que son a la vez ofrendas, las ventanas que parecen ideogramas del mandarín, los farolillos, los dragones que coronan los tejados o que conforman una fuente de doble hélice "dragonil", todo absolutamente recargado. Sin embargo casi no hay nadie y resulta acogedora. Parece, según Ana, que se pide suerte en los embarazos. Hay que anotar bien la dirección de la que lo solicita, porque a veces se queda embarazada otra persona de la calle por un error en la tramitación y hay que volver a solicitarlo y presentar nuevas ofrendas. Todo muy peculiar. Claro que en Yerma nos habla Lorca de la romería de las que querían convertirse en gestantes. Si el santo no obraba el milagro, en la tapia trasera del templo era fácil de conseguir. 





























Nos advierte la guía de lo conflictivo del aeropuerto de Da Nang. El diluvio de las cuatro nos acompaña hasta allí, manso y tranquilo, al menos desde dentro del autobús. La suerte meteorológica nos sigue acompañando. Y la advertencia se confirma. Además de sucesivos retrasos de nuestro vuelo a Ha Noi, se producen también cambios en la supuesta puerta de embarque, uno de ellos con cierto peligro de avalancha desde la escalera mecánica hacia un espacio en el que ya no cabía nadie más. Al final logramos salir en la cabina de un avión que más que vietnamita parece londinense. La condensación del aire acondicionado causada por el calor exterior provoca una densa niebla. Cosas del trópico.


José Manuel Mora.

P.S. Continúo contando con la colaboración fotográfica de Agustín Hernández. Queda la última entrega dedicada al Norte. Sorprendente. Ya veréis.

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