Viet Nam III. Agosto 2016. El Norte.


 A-lu-ci-nan-te...

Cuando supimos que desde el aeropuerto de Ha Noi hasta la ciudad había más de 30 km. se nos cayó el alma a los pies, aunque lo hicimos en apenas media hora. Ya veníamos cansados con tanto retraso. Luego nos compensó el ver que el hotel estaba "en el mero mero", que decimos los mexicanos.Todo vuelve a su ser natural en la capital, el caos más absoluto de motos, coches, rickshaws atacando en todas direcciones. Las aceras son impracticables, ya que se asume que son el lugar de aparcamiento de las motos o donde la gente come, vende, vive... Imposible transitar por ellas. Hay que hacerlo por el asfalto con el consiguiente riesgo. Desde el autobús contemplamos la vida y la guía, Binh, nos explica que esos estrechísimos callejones que observamos, dan paso a otras edificaciones en la parte trasera de las que se ven, sin sanitarios, con servicios comunes, donde se amontonan los menos favorecidos por la gran urbe. Los locales a pie de calle, distribuidos por gremios, son estrechos y profundos. Cuando llega la hora del cierre, recogen lo que está en la acera, lo guardan dentro, extienden los colchones y duermen o cocinan. Viven, en una palabra. Nos dicen que es una de las ciudades con el suelo más caro del mundo. Un habitáculo multifunción como el descrito, de unos 19 m. cuadrados se vendió el año pasado por 75.000$. Una vez más se comprueban los contrastes entre este tipo de locales y los edificios residenciales de la época de la colonia, hoy ocupados por sedes diplomáticas. Salimos del hotel ya de noche y resulta difícil orientarse por la falta de luz en las calles, lo parecido de los nombres que las rotulan y la ausencia de un buen plano de la ciudad. Acabamos cenando en el "Gecko", absolutamente recomendable. No logramos encontrar el lago. A las once y media todo está cerrado y oscuro. Madrugan mucho los vietnamitas. A las seis, arriba.




















































Al día siguiente tenemos la visita guiada de la ciudad. El Mausoleo de Ho Chi Minh me vuelve a situar en la Plaza Roja de Moscú. De hecho parece que los arquitectos se inspiraron en el de Lenin: gris marmóreo de muerte en medio de una inmensa explanada vacía. Y los responsables siguen al pie de la letra el guión que se usa en Rusia, donde fue embalsamado el líder (hasta hace poco los técnicos rusos tenían que venir cada cierto tiempo a renovar el embalsamamiento. Ahora parece que ya lo hacen aquí). Fila india, "no pictures", silencio absoluto, tan frío como el que genera el A.C., y un temor reverencial, más impuesto por el despliegue militar que por el respeto que inspira la momia. No hay mucha cola y todo transcurre rápidamente. Detrás del enorme espacio vacío hay unos jardines amenos, con lago, abundancia de plantas de todo tipo, donde se encuentra el que otrora sirvió como Palacio del Gobernador francés en tiempo de la colonia. El tío Ho no lo quiso utilizar y mandó construir un habitáculo enormemente sencillo,bien aireado, luminoso y tranquilo para su oficna y su dormitorio. Muy cerca está la famosa Pagoda de un solo pilar, al parecer única en su género y bien restaurada. Ya vamos completamente sudados, a pesar de lo temprano de la hora.













                                                                            


      


























Visitamos luego el Templo de la literatura, en el que yo había depositado enormes esperanzas. En realidad se trata de la primera universidad vietnamita, del s. XI, creada para acoger a príncipes.Ya en el s. XIII su rector decidió abrir sus puertas a varones que no fueran nobles y éstos, en consecuencia por haberse roto el carácter elitista que la señalaba, dejaron de asistir. Dicho rector alcanzó tal grado de admiración por parte de sus coetáneos que fue poco menos que "elevado a los altares". Y la expresión no es del todo metafórica, puesto que hay esculturas que lo representan en el interior del templo. El edificio es el único que se se salvó de guerras y bombardeos y es bellísimo. Se accede a través de un patio que encierra una enorme piscina cuadrangular. Tanto las puertas de acceso, como las propias de la construcción, pintadas de rojo y cubiertas de caracteres dorados, dan paso a sucesivos patios, cada uno con su edificio, con los correspondientes altares en su interior, ofrendas, pebeteros de incienso, luminarias... En unas vitrinas se guardan las ropas que vestían, reproducciones pintadas de la vida cotidiana en el lugar, ejemplares de los libros que usaban y de los trabajos que realizaban los estudiantes y que los maestros les corregían con el consabido lápiz rojo. Había una curiosidad en esta antigua facultad: tras pasar pruebas difíciles para conseguir el ingreso, debían permanecer nueve cursos y los alumnos que no pasaban, se veían obligados a reiniciar los estudios desde el primer año, con lo que a algunos le salían canas antes de acabar y otros acaban por abandonar.




























La experiencia de masaje (agua caliente en los pies con hierbas aromáticas, aceites esenciales, martillos de madera, piedras calientes), a la que los catorce nos apuntamos (12€ la hora), resulta gratificante, tanto que me dedico a roncar mientras trabajan mi cuerpo. Increíble pero cierto. Luego Binh nos lleva a comer a un sitio auténtico, tanto que cocinan en la calle lo que luego vas a tomar dentro: el Bún Cha Dac Kim. El aspecto es cutre, pero se come de maravilla desde 1966, fecha en que abrieron. Parece que también trajeron a Obama a comer aquí. Es muy popular, en ambos sentidos de la palabra: caldo en el que bañar la carne frita, las verduras, los fideos blancos, los brotes de soja, una especie de croquetas, rollitos... por unos doce euros con la cerveza fría incluida. Todo servido a la vez, como suelen hacer aquí, para que el comensal se lo gestione como mejor le parezca. Después parece obligatorio tomar una bebida característica de la capital, el café con huevo. Exquisito. Desde allí, y en plena hora de calor, vamos por fin a ver el Lago de la espada restituida, que de alguna manera es el centro de la ciudad. El sugestivo nombre se debe a una leyenda que incluye un rey, una tortuga y, claro está, una espada. Se llega a través de un puente rojo de sólida madera y de poca luz en su centro, sustentado sobre pilares igualmente rojos, que contrasta vivamente con el tono gris quieto de las aguas y el verde frondoso en torno a su perímetro. En el centro del lago hay una pequeña pagoda que parece flotar leve y elegante sobre el espejo apenas rizado de la superficie. El conjunto se contempla desde un mirador cuajado de bonsáis, donde hay un templete bajo el cual unos hombres juegan a las damas chinas. No se oyen los tubos de escape y todo respira una enorme placidez, si no fuera por... el sudor inmisericorde. No sé cómo la gente de aquí se anima a correr por la acera que lo circunda, que no tiene motos y está sombreada por el arbolado. Creo que desfallecería si lo intentara.





























Luego toca turistada, que se agradece porque propone algo de descanso físico, pero no emocional. El paseo en rickshaw, formando una larga columna de catorce triciclos que recorren el centro y las calles estrechas de los gremios (hojalateros, especieros, talabarteros, vendedores de café o de flores, cada uno con su aroma característico), es algo que parece que la mayoría de los guiris hacen. Supone una vista pausada de la ciudad, no exenta de la tensión que produce ver las colisiones posibles a centímetros del vehículo que te trasporta. La inmersión en el caos circulatorio es así más vívida. La tarde va cayendo suave e inadvertidamente. Por una vez tenemos tiempo libre que unos emplean en ir de compras y otros en pasear al albur de la circunferencia del lago. Bajo los árboles juegan a un pádel muy raro y otras personas hacen yoga abstrayéndose del batiburrillo que los rodea, turistas incluidos. Pasamos junto al Hotel Metropole, el más grande del Sureste Asiático según dicen y reliquia de los tiempos coloniales. Cuando nos volvemos a reunir a las ocho de la noche es para que nos lleven ya a la estación del ferrocarril donde tenemos que coger el tren en el que pasaremos toda la noche hasta llegar al norte, en la frontera con China. Las cabinas son para cuatro personas y nosotros la compartimos con un padre israelí (¡casado con una marroquí!) y su hijo veintañero que se despide de la vida civil con este viaje antes de los tres años de servicio militar obligatorio. El aire acondicionado está tan fuerte, el traqueteo de las dos máquinas necesarias para el ascenso y el ruido son tan intensos que resulta imposible dormir. También es esta una experiencia bastante común para el turista de a pie.











                                                                                                














La ciudad a la que llegamos es Lào Cai. Los habitantes de esta ciudad no necesitan visado para pasar a trabajar a China y volver a dormir a su casa. Allí nos espera otro autobús con el que nos desplazaremos hasta nuestro objetivo en las motañas a 35 km. de distancia de carretera caracoleante, empinada, estrecha y en la que los conductores de autobuses de pasajeros compiten adelantándose para llegar a recoger pasajeros antes que otros, todo peligroso y adrenalínico. Se trata de Sa Pa. El día es radiante. El pueblito, a 1.600 m. de altitud y con poco más de 3.000 habitantes, está colgado de unos picachos y rodeado por otros de mayor altitud, todos de un verde macizo. Entre ellos se encuentran valles hondos y amplios, de laderas casi verticales, donde se cultiva el arroz en terrazas, único modo de aprovechar las pendientes. Hemos tenido suerte porque las espigas aún no han empezado a amarillear. Lógicamente aquí viven de la agricultura y de los turistas, que en los últimos quince años se han multiplicado exponencialmente, lo que conlleva el destrozo vía construcciones inmoderadas (ya sabemos por aquí lo que supone) y la pérdida de la inocencia de sus gentes, a la que nosotros contribuímos, claro. Se autoabastecen con animales de corral, verduras variadas, maíz, granadas (?) y el consabido arroz que trabajan con la ayuda de los búfalos. En todo el territorio viven lo que nuestra guía denomina "las etnias": los culos negros, los culos rojos (los culos blancos seremos nosotros seguramente), quienes trabajan la manufactura de forma delicada, desde el hilado al bordado o trenzado, que luego exponen en las calles para que los turistas los compren.




































Los niños van a la escuela, gratuita. Los maestros en estas zonas tan apartadas cobran el doble o el triple que los de las capitales.  La mayor parte de la población vietnamita está escolarizada. La alfabetización en el idioma común nacional y no en cada una de las variantes lingüísticas distintas que se hablan en cada etnia, promueve la cohesión del país, algo a lo que tío Ho daba mucha importancia. Los edificios escolares que vemos en nuestro primer trecking son dignos, luminosos, aireados. Es cierto que entre el numeroso grupo de chicas que nos acompañan, velis nolis, en nuestro recorrido de siete kilómetros, hay crías que deberían estar en su escuela, puesto que el curso ha comenzado. Van todos, solos, en parejas, en grupos, con sus uniformes, sus carteras y sus materiales recién estrenados. Si viven muy lejos del edificio, disponen de comedor para volver a casa sólo al atardecer. Desde pequeños, del mismo modo que los hijos se hacen cargo de los padres, los hermanillos, en edad de primaria, llevan a la espalda a los pequeños para permitir a las madres trabajar en los arrozales. Parece que son ellas fundamentalmente quienes se encargan de las tareas del campo; incluso las he visto actuando como capataces de una obra con varones bajo su mando. Tal vez ellos también, pero se los ve menos. En sus ropas predomina el color negro y bajo los gorros esconden melenas larguísimas enrolladas como un turbante. Son característicos los aretes de plata, enormes.

























En caso de que no haya quien se pueda ocupar de los recién nacidos, como en tantas otras culturas, las madres son las que cargan con las criaturas a sus espaldas, al tiempo que con una mano muestran lo que quieren vender, en la otra llevan el paraguas que las protege del solazo y, sabias ellas, unas botas de goma para no enfangarse en los lodazales que las lluvias provocan en el sendero por el que nos conduce la guía. Cada una parece haber escogido una "víctima" y no se despegan en ningún momento. Llega incluso a ser difícil poder orinar con algo de intimidad. Si ha llovido abundantemente, los senderos son impracticables y las excursiones no se pueden realizar. En algunos tramos acabamos de barro hasta las trancas y en ocasiones hay que descalzarse o saltar torrentes con la ayuda de las chicas. No hace demasiado calor, entre 18º al partir y los 25º de máxima. La altura protege algo. En una parada estratégica se produce el asalto final de las vendoras. Se han ganado que se les compre. Quienes no queremos pelear nos dedicamos a gozar del paisaje desde el mirador con un café bien cargado. Las casas que encontramos son de tablones con techos de uralita. sin embargo de repente aparece un puestecito de venta para los locales colocado con gran dignidad y limpieza.

























 
El local que elige Binh para que vayamos a comer resulta perfecto para celebrar el cumpleaños de uno de los compañeros, Antonio, con ramo de flores incluido. Unos pedimos pato con miel, otros búfalo, o pollo al curry, incluso pescado de río. No sé si es la altura o el cansancio. Las siestas se hacen interminables. Como consecuencia, en cuanto uno se descuida se encuentra con que en los restaurantes ya no sirven cenas, lo que sucede a partir de las nueve. Toca conformarse con un bocadillo en un garito auténtico, en el que logramos pedir lo que queremos gracias a un guía que comanda a un grupo de franceses con el que hay forma de entenderse. Al día siguiente, tras una mañana de compras desaforada, con pérdida incluida de cartera, pasaporte y dinero de uno de nosotros (luego estaba en la tienda donde se suponía que la había dejado), nos espera el segundo paseo, sin acompañantes, con un sendero más cómodo y por otra de las etnias, hasta llegar al poblado de Ma Tra. La vida es sencilla por estos andurriales, aunque parecen tener de todo lo necesario para un pasar simple. Atardece y los niños no tienen escuela por la tarde, lo que les permite disfrutar de juegos interminables en el río, en la carretera, con los búfalos, o intentando aprender a hacer rayajos en una libreta. Es de las excursiones más gozosas desde un punto de vista fotográfico. No hay agobio de tiempo y las criaturas participan, cómplices, de nuestro afán por empaquetarlos en nuestras cámaras.
 




  











































Al acabar el paseo, pues de eso se ha tratado en realidad, el autobús nos espera para devolvernos a Láo Cai. Desde un jardín cercano a la estación divisamos el puente que separa Vietnam de China. Resulta increíble que la línea férrea tenga una sola vía, con lo que los trenes deben esperar en las estaciones cuando se cruzan con los que van en dirección contraria. Me toca la litera de abajo y descanso algo más que a la subida hasta llegar a Ha Noi. Quienes quieran saber cómo termina la excursión, deberán esperar al último capítulo de esta apasionante serie.

José Manuel Mora.





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