Viet Nam, y IV. Agosto 2016. Hacia Ha Long

 ¡Oh, el cárstico!....

En autobús de nuevo desde Ha Noi, para iniciar el último tramo de nuestro viaje. Si he de decir la verdad, el abundante número de horas pasados en el trasporte, aunque a nuestra entera disposición, ha sido una de las pocas pegas del viaje. Las carreteras van como suelen. En plena ciudad todavía uno tiene la imagen de hora punta occidental con embotellamientos imposibles; aunque un poco más allá, hacia el extrarradio, en zona totalmente urbana,  los búfalos circulan por el carril de vehículos lentos, como es natural.  Pero, ya en ruta, los adelantamientos se producen contra toda lógica. No sé si es inconsciencia o saben el peligro al que se exponen. Por no hablar de los cargamentos imposibles con los que viajan las motos. No dejan de admirarnos.













































Hacemos parada  en otra etnia, la de los Thai Blancos, llamada Van. A pesar de vivir con todos los condicionantes de hacerlo entre arrozales y en medio de la nada verde, las construcciones de las casas de maderas torneadas y con techos de tejas, levantadas sobre pilotes bajo los cuales hacen la vida, subiendo a dormir tan solo a la planta alta, muestran que tienen un buen pasar. Se ven incluso antenas parabólicas de televisión. Algo tienen que ver los turistas que por aquí se detienen y que, como nosotros, son "invitados" a comer (previa contratación de la gencia, claro). Nos sirven seis o siete platos simultáneamente, todos riquísimos. El entorno no puede ser de mayor tranquilidad.



























Seguimos luego hacia el Sureste, hasta llegar al Ecolodge de Mai Chau. Se encuentra situado en una ladera frente a unos arozales extensísimos, festoneados por algunas casas aquí y allá. Para hacer honor a su nombre las cabañas están cubiertas con techos de palma y en el interior los muebles son de bambú y la bañera de madera, todo muy "auténtico". El calor es ya tan considerable que me pongo el bañador y me lanzo a la piscina que hay delante del edificio principal. Mi sopresa es morrocotuda: el agua debe de estar a más de 40º. Imposible permanecer. Se impone ducha de agua fría antes de salir a una ruta ciclista. Los más cómodos llevamos un pequeño coche eléctrico que nos trasporta y se detiene en poblados perfectamente preparados para acoger al turista e intentar venderle "cositas", como dice nuestra guía.




















A pesar de lo transformada que pueda estar por el contacto incesante con los guiris, si uno se aleja de los edificos centrales, empieza a encontrar a la gente del común. Viven sencillamente y con dignidad. Los materiales más humildes les sirven para otros fines no previstos. Reciclan avant la lettre. El bambú o bien trozos de neumáticos se convierten en macetas. Trabajan artesanalmente con mucha precisión y delicadeza. Y los niños no dejan de llamar nuestra atención, felices con cualquier cosa, como cualquier criatura. Aquí también están al cuidado de los abuelos. Suponemos que por estar los padres en el campo. Otros adultos se dedican a tejer en el telar, al abrigo de los pilares de la casa. En cualquier momento el monzón puede empapar tierras y enseres. Están acostumbrados.






















De hecho, durante la noche, tras un espectáculo de bailes locales a cargo de los mismos que sirven el restaurante, à la belle étoile, se desata un tormentón con gran aparato eléctrico y unos truenos impresionantes. Da gusto sentir la lluvia al abrigo de las chozas y alegrarse de que no nos haya pillado todavía ningún diluvio durante las excursiones; estamos teniendo una suerte enorme con la climatología. Habrá que madrugar porque tras el desayuno nos esperan tres horas más de carretera para ir a la provincia de Ninh Binh, más al sur todavía. En el camino encontramos un mercado sabatino, como eran los de aquí hace cincuenta años. La carretera lo articula y la gente muestra sus productos en perfecta posición de revista: animales vivos, cestos trenzados por ellos, pipas para fumar su tabaco hechas de bambú, sujetadores, puestos donde la gente puede comer lo que se cocina allí mismo, verduras variadas, pescados en salazón y vivos, leña... La actividad es casi frenética. Familias enteras se pasean, comen o descansan esperando sus autobuses de vuelta a casa.
















































Seguimos y pronto el paisaje empieza a cambiar. De hecho, al llegar a Tam Coc, el pueblo parece rodeado de gibas de roca calcárea cubiertas de verdor, como de dromedarios que estuvieran enterrados y dejaran ver sólo esa parte de su anatomía. Es el cárstico, nos dicen. Esas formaciones altas, porosas y por ello modeladas por los elementos, corresponden a ese periodo de la Historia de la Tierra. Ya habíamos estado en otros lugares parecidos antes, con este mismo tipo de formaciones. Sin embargo aquí venimos para dar un paseo en canoa. Es el punto álgido del sol y la mayoría de las mujeres que las hacen avanzar con los pies, no con las manos, como se ha visto siempre, llevan sombrillas para protegerse de la radiación, además de sus sombreros cónicos habituales. El paseo se inicia en medio de un silencio sorprendente, ya que no hay motores. Las sombrillas aportan un toque decimonónico. El cauce por el que navegamos discurre entre crestas altísimas que se reflejan en unas aguas quietas y oscuras, soprendidas a veces por las hojas de lotos, que abundan por doquier. El paso de la canoa se ve de repente cortado por una pared gris altísima. Sin embargo seguimos navegando en esa dirección porque se puede pasar bajo ella por una gruta natural de techo bajo, pero suficiente. Todo resulta casi mágico. El regreso se hace por el mismo camino y aunque la sopresa ya no es la misma, sí lo es el gozo de la navegación tranquila, a pesar del sol inmisericorde, que acabará provocando en uno de los viajeros una insolación importante. Binh, en otro ejemplo de su profesionalidad, logró que la angustia pasara con un buen masaje y una infusión de jenjibre..

















































 Al día siguiente tenemos nuevamente jornada autobusera hacia la bahía de Ha Long. Llueve durante todo el camino y la carratera va menos cargada, aunque no por eso resulta menos peligrosa: vemos a motoristas, conductores de autobús o coche leyendo en la pantalla del móvil mientras conducen. Como aquí, vaya. Estamos en una provincia católica y las iglesias neogóticas son abundantes. En medio de los arrozales, sin transición, se levantan, es un decir, porque son planos como las lápidas, unos cementerios bellísimos por su colorido y disposición. Junto a los campesionos con el espinazo doblado sobre los bancales de espigas todavía verdes, en la carretera se multiplican los cochazos, modelos japoneses o coreanos que aquí no se ven. País de contrastes. Creo que ya lo he dicho.


















Entramos en Ha Long bajo la lluvia. Los desmanes arquitectónicos se suceden. El mayor, una enorme pagoda sobre una colina, imponente, y a su lado una noria tres veces mayor, construida por la hija del Secretario General del Partido. La corrupción campa a sus anchas, según reconoce Anita. Sin embargo nadie protesta. Desde que repartieron la tierra, el pueblo soberano vive tranquilo. Además de lo peligroso que podría salirle la protesta. A través de un puente de tirantes sutil llegamos hasta el agua. Quienes iniciaron el viaje de norte a sur, hace quince días, se vieron sorprendidos por un tifón de grado tres (217 muertos en Filipinas, antes de tocar tierra aquí), que los obligó a permanecer encerrados en los hoteles, con gran disgusto, claro. Cuando pasó, las autoridades sólo permitieron un pequeño paseo de un par de horas no muy lejos de la costa. Hasta en eso hemos tenido suerte. La lluvia no nos va a impedir embarcar.



























Binh nos ha informado de que hay 800 barcos fondeados en la bahía y nos tememos lo peor. Sin embargo lo tienen perfectamente pautado. En nuestro embarcadero no hay más de media docena de los turísticos, además de los cargueros y los de pesca, abundantes. Y las rutas se establecen de modo que no se encuentren más de tres o cuatro por el camino. Llueve fuerte, nos reciben con paraguas y nos hacen pasar a esperar la lancha a una especie de bar perfectamente acondicionado. Vamos embarcando por riguroso orden. Nuestro barco, el Victory Star, es de dos plantas de camarotes de dos plazas y una superior que sirve de comedor, además de la cubierta. Cada camarote tiene su propio balconcillo y, sin ser demasiado espaciosos, todo está calculado al milímetro, resultan confortables y con un aire oriental, como de novela de Mrs. Christie. Y el barco inicia su singladura, silencioso, entre los islotes gises coronados de verde, que parecen flotar sobre un mar de plomo. Llueve.


























Nos reciben con toallas frías y un té. El encargado, italiano, como recién salido de Juego de tronos, nos presenta el programa de actividades, mientras comemos un menú mezcla de platos vietnamitas y occidentales, riquísimos. El barco no se mueve, se desliza imperceptiblemente, casi sin sonido. Todo contribuye a la placidez. La bahía es un inmenso espacio cuajado de islas, muy lejos de mar abierto. Parece que geológicamente las aguas acabaron por invadir este territorio calcáreo, ya erosionado. No entendí/atendí muy bien si los islotes siguen alzándose desde el nivel del mar o éste acabará por tragárselos con el aumento constante de su nivel. Todo parece un inmenso decorado y la lluvia aumenta la sensación de teatralidad o de estar en el interior de una película de piratas orientales.














La lluvia se ha convertido en txiri-miri y nos permite salir a la primera excursión enfundados en los típicos impermeables de plástico transparente. Se trata de lanchas para no más de quince personas en las que nos llevan a un embarcadero desde el que, en canoas, salimos a vistar una aldea flotante habitada por pescadores, de los que cada vez van quedando menos, a pesar de contar incluso con una escuela para sus hijos. El turismo, la construcción o el amarre de barcos son más productivos que la pesca artesanal. Al ir a ras de agua el tamaño de los roquedales, más cercanos, se agranda. Las casitas de los pescadores son un toque de color llamativo en medio de la grisalla. Aquí también son mujeres las que hacen bogar las canoas, pero las impulsan con las manos.

 



Todo está tan perfectamente programado y coordinado que apenas se producen aglomeraciones. Ha dejado de llover y ello nos permite empezar la segunda excursión sin el engorro de los impermeables. Se trata de llegar hasta otro de los peñascos, éste más grande, que esconde al otro lado del embarcadero una playita. No seremos más de cincuenta personas y la hora y la temperatura invitan al baño. Otros juegan al voley-playa o se preparan para salir en k2 a dar una vuelta. Es momento para fotos y risas.


De vuelta en el barco es momento para descansar en la cubierta. La brisa suaviza la temperatura y nos envuelve una luz gris desvaída, silenciosa, como de madreperla. El momento es perfecto. La cena es casi de gala. El barco ha parado motores y los otros que puedan haber en esta parte de la bahía han ido apagando las luces, o son candiles temblorosos en la negrurra de la noche. Parecemos flotar en medio de una nada poblada de sombras inmensas que no producen inquietud alguna. Dormiremos perfectamente. Y al amanecer ha salido el sol. Perfecto insisto. Algunos nos animamos para hacer tai-chi en cubierta a las siete de la mañana. Luego un cafetito ligero y nueva excursión. Desde la lancha nuestro barco luce en todo su esplendor. Y nos llevan a otra isla en la cual hay una cueva a la que se accede con las consabidas escaleras. Al otro lado de la gruta, poco llamativa, desde un mirador, la bahía se nos aparece como un auténtico espectáculo. Vuelta al barco para el brunch, antes de que nos depositen en tierra. Efectivamente, tal y como nos habían anunciado, esta última etapa del viaje lo cierra en lo más alto. Ha sido un acierto hacerlo de sur a norte.Dejo una foto de la bahía para poder calibrarla en toda su dimensión.




Y el autobús se detiene en un criadero de perlas. Y vemos todo el proceso de implantación de la bolita de plástico importada de Japón, a la que se le añade material genético de la ostra. Ésta lo reconoce y empieza  elaborar la protección ante el elemento extraño, dando así lugar a la perla. Hay una parada más en un pueblito cuya única atracción es la de un teatro de marionetas acuáticas, es decir, manipuladas bajo el agua, muy típicas en el país. Es muy ingenuo y primitivo, por eso también encantador, como el lugar tranquilo y sin calor donde se desarrolla. La imagen con la abuela y el nieto resulta impagable. Somos los únicos espectadores. Representan para nosotros solos.


Y de nuevo hacia Ha noi, al aeropuerto, antes de emprender el vuelo de vuelta. Tras las despedidas de rigor, Binh-Ana se ha portado magníficamente, pero ha de seguir trabajando con otro grupo que llega en ese momento, ella se marcha y nosotros nos disponemos a esperar en esa tierra de nadie que son los espacios aeroportuarios. A las nueve de la noche, cuando creemos que vamos a embarcar, nos comunican que el vuelo se ha cancelado. Nos llevan de vuelta a la capi, al Melià Hanoi, nada menos.  Tenemos derecho a cena y estadía hasta que salga el vuelo al día siguiente. Por la mañana, tras un desayuno espectacular, con jamón ibérico, churros, etc., ahora ya sin programa que cumplir, con tiempo libre para callejear a nuestro aire, sin prisas, dejándonos sorprender por la vida, que bulle en el asfalto, en las aceras y resturantes callejeros, en las tiendas abarrotadas, en sus gentes vivendo al margen de la mirada de asombro de los turistas, paseamos como si fuéramos de allí, lo que nos suele suceder en todas las ciudades que visitamos a la hora de irnos. Hemos subido antes a la planta VIP, desde donde se disfruta de una vista de la ciudad magnífica, y se percibe lo inabarcable que es.


Ya en la calle, damos con la catedral sin proponérnoslo. Delante parece haber una manifestación de motos. Y no es así. Están saliendo los escolantes y los padres y madres vienen a recogerlos. El caos es una vez más generalizado. Pero lo que al llegar al país nos tenía poco menos que inmovilizados en las aceras, se ha convertido ya en algo controlable; cruzamos moviendo la mano un poquito a la altura de la cadera para indicar que cruzamos y lo hacemos con decisión. Y la vida surge y se desparrama por esquinas y aceras, insobornable. 



Y aún queda lo mejor: en el vuelo de regreso, con escala en Rangoon, Birmania, donde sube un gran número de epregrinos de blanco con destino a la Meca, al llegar a Dubai no tenemos asiento en el vuelo a Madrid y Emirates nos tiene que pagar otro hotel hasta la salida a las cinco de la tarde. El embarcar, algo pita y nos cambian la tarjeta de embarcar y nos pasan a la clase business, donde nos reciben con cava y en la que viajamos como auténticos señores. Después de esto resultará difícil volver a volar con los piratas del aire de Ryanair. Es lo que se dice un broche de oro en este viaje al Sureste Asiático, a ese Viet Nam tan remoto antes de iniciarlo y tan cercano ahora en nuestras retinas y nuestros corazones.                                  



Al llegar a Madrid la T4 está desierta e iluminada por un sol declinante, como para una película de despedidas imposibles. Broche de oro, ya digo.

José Manuel Mora.

































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