El amor del revés, de Luisgé Martín

À rebours

Hace tiempo que le sigo la pista al escritor, pero desde luego creo que es el lanzamiento más mediático de todos los libros que lleva escritos. Las críticas han sido en general elogiosas y lo han calificado de valiente. Seguramente él habrá considerado que, más que valiente, le ha resultado necesario. Es poco frecuente, al menos en la Literatura española un desnudamiento interior del calibre del que aquí se manifiesta. Sin embargo no es el único que da el paso. Al mismo tiempo casi B. Garzón y F. Grande Marlaska han decidido también publicar sendos libros autobiográficos aunque de otro talante, más profesional. El que me ocupa hoy es más vital y por eso podía haber sido pasto de comentarios menos "literarios" y más de "salvamedeluxe". Se ha recibido con respeto, lo cual no dejará de haberle parecido gratificante. Sólo con leer el título, me vino a la cabeza otro leído hace ya muchos años: À rebours, de Joris-Karl Huysmans, que me dejó noqueado por su valor y por el barroquismo de sus páginas. Con el paso de los años y más curtido, he de reconocer que el de LUISGÉ MARTÍN. El amor del revés. Barcelona: Anagrama, 2016, me ha impresionado menos, aunque no dejo de reconocerle mérito y necesidad. Vamos al comentario.


Luis García Martín, Luisgé desde 2009 como sobrenombre literario adoptado por él mismo,  es un madrileño de 1962. Sitúo la fecha porque es importante para su biografía. Se licenció en Filología Hispánica, cosa también importante para el libro que nos ocupa, como luego veremos. Como también lo es que se haya dedicado profesionalmente al mundo editorial. Comenzó escribiendo cuentos. En el libro que comento cita su admiración por J. Cortázar y un viaje a París para conocerlo y entrevistarlo para una revista estudiantil. Yo di con él en su tercera novela, La muerte de Tazdio (2000), homenaje a contracorriente a T. Mann y a L. Visconti, y reincidí con Los amores b (2005), en la que como él mismo reconoce en la actual, el escritor se enmascaraba tras el narrador para contar un amor desdichado, (des)gobernado por los celos. No hacía falta el enmascaramiento, puesto que hacía tiempo que públicamente ejercía como homosexual sin tapujos. Hoy está felizmente casado con un tal Axier. Y, aunque ha seguido publicando media docena más, dejé de seguirlo hasta este libro de carácter memorialístico. Ha recibido varios premios tanto como cuentista, como por su obra novelística y colabora como periodista de opinión en periódicos de tirada nacional.


La cubierta elegida es una declaración de intenciones: retratos de fotomatón del autor. Bien avanzado el libro reconoce, citando a un tal M. Leiris, que "la verdadera literatura comprometida es la que compromete al autor" (pág. 215; la cursiva es mía), dándole la vuelta así a la idea asentada del compromiso político de los intelectuales, desde Zola a J. P. Sartre. Y así, ha decidido que sus memorias podrían ser un testimonio no sólo personal, sino válido para tantos que, como él, han vivido con sensación de cucaracha hamsiana (homenaje a Kafka, que le ayuda a evitar la manida expresión "salir del armario") desde bien pequeños, "[Entre 1977 y 1982], no hablé de mis sentimientos con nadie ni tuve ninguna relación sexual: entre los quince y los veinte años de edad - la época más terrible y más gloriosa de la vida de un ser humano - permanecí quieto, escondido, educándome en el arte del fingimiento y en la simulación de todo [...] Yo hablaba con mis amigos de todo menos de lo que más me importaba" (págs. 34-35). Será fácil la identificación con ese sentimiento de todos aquellos que se han sentido diferentes, raros, independientemente de la índole de su rareza. La incomunicación y el disimulo, la sensación de culpa (?) son heridas que duelen, y más en plena adolescencia. No hace falta además retrotraerse a aquellas fechas, pues eso sigue sucediendo hoy en día. "Aprender a vivir, es aprender a nombrar" (pág. 17), dice el autor muy unamunianamente, o siguiendo a Wittgenstein, no sé. Y así él supo pronto que aquella manera suya de estar en el mundo se llamaba soledad. Si a eso se añade la conciencia de réprobo, inculcada por sus maestros religiosos ("cuyas admoniciones casi satánicas que tanto dolor nos habían causado a todos en nuestra infancia", pág. 11), la angustia aumenta, hasta el punto de que "yo en cambio me arrodillaba y le pedía a Dios que me gustaran las chicas" (pág. 11), ruego dramático donde los haya, puesto que se dirige a intentar cambiar la propia naturaleza, la manera intransferible de estar en el mundo. ¿Cómo se puede sobrevivir sabiendo que la salvación en la que uno cree depende de no ser como se es? Esos intentos de cambio lo llevaron incluso a una terapia conductista que lo ayudara a alterar su orientación natural (aquí la referencia es cinematográfica: La naranja mecánica). Más adelante señala con acierto que "la naturaleza interior es  la única identidad que tenemos" (pág. 89). 


Como dice Gil de Biedma en su imprescindible poema "Pandémica y celeste", y del que parece haber tomado Luisgé la inspiración motivadora de su libro (lo cita en las referencias con las que se inicia el libro), "Que te voy a enseñar un corazón, /un corazón infiel, /desnudo de cintura para abajo, /hipócrita lector -mon semblable, -mon frère!" Porque no hay aquí intento de aleccionar a nadie, sino de desnudarse con total sinceridad, sin pudor, de explicarse a sí mismo, cómo se pasa de cucaracha a ser humano en una sociedad enferma de intolerancia, y más entonces. Él confiesa que no tuvo que soportar ser objeto de escarnio entre sus compañeros (ahora se dice bulling, ya lo sé), pero vivir con una máscara ante la familia y los amigos tiene como riesgo que la máscara se convierta en una segunda piel y que, al intentar arrancarla luego, nos desgarremos el rostro; y el alma. Y así va narrando los pasos de su metamorfosis vital (por seguir con el símil kafkiano), con todos los momentos importantes: se enamoró sucesivamente y en silencio de tres de sus compañeros de clase; a los veinte años, "la pérdida de la virginidad, ese gran rito de resonancias trascendentales [...]. Había constatado que la leyenda era cierta: vidas tristes, solitarias, atadas al hilo de la nada" (pág.71-72); la primera "confesión" de su secreto, ya en la Universidad, "aquella explosión verborreíca, después de tantos años de ocultación, fue una forma de felicidad" (pág. 92); el primer "novio" a los 25, "lo que la mayor parte de humanos vive a los dieciséis" (pág. 181); el primer bar de ambiente a los veintiséis, a pesar del "yo no quiero vivir en un gueto" (pág. 184), que se había repetido tantas veces mientras no se atrevía a entrar a uno, a "los subterráneos luminosos de la noche" (pág. 207), lo que le permitió por vez primera también expresar públicamente los afectos, "porque la felicidad que sólo es íntima , que tiene que ocultarse de la vista de los demás, deja de ser felicidad" (pág. 210). De una de esas relaciones fracasadas, ya con treinta años, logra una herencia casi victoriosa: "Un soplido a la espalda de mi sueño. El perdurable deber de la ternura" (pág. 234).


Él mismo reconoce que "la causa de los homosexuales no me conmovía" (pág. 198); sin embargo con la maduración sentimental y vital fue consciente de que "las reglas sexuales por las que nos guiamos han sido establecidas, desde la antigüedad, por personas que no conocen el sexo" (pág. 219). Y hacia 1996 en él va naciendo el famoso "orgullo", no de ser homosexual, sino "de seguir teniendo sexualidad y razón de amor, de mantenerme en pie y no sentir vergüenza, de haber evitado la traición, el suicidio, la locura [...] era lo único por lo que merecía la pena luchar [...]. La eyaculación se transformó para mí en un asunto político [...]. De repente me di cuenta de que no es posible salvar una vida a solas; de que sólo me salvaría cuando estuviéramos todos en tierra firme, resguardados [...]. Aprendí a aprovechar ese orgullo y empecé a contarlo: que había sobrevivido, que amaba a los hombres, que estaba de pie, que no sentía vergüenza, que tenía las manos limpias. Endurecerse sin hacerse piedra: ése es el orgullo" (págs. 256-57); perdón por la extensión de la cita, pero al ser concluyente, me parecía necesaria. El símil con los salmones que remontan la corriente para desovar es también muy plástico y certero. El autor es plenamente consciente de que su obra es "en cierto modo, el inventario de mis arrepentimientos, de las mentiras que acepté con mansedumbre" (pág. 183). Sin embargo, en estas "memorias morales" se concluye en la última página con un recuento de los daños que nunca se curan; pero también con un final feliz: la boda con Axier en presencia de su familia y sus amigos por fin. Hay en Martín una tendencia a los finales desgraciados porque considera que para mostrar la vida hay que hacer gala de pesimismo narrativo. Y este libro  acaba bien, aunque no puede dejar de decir que "ningún final es feliz: si es feliz, no es todavía el final" (pág. 272). ¡Qué alegría más grande!...

José Manuel Mora.

P.S.  En mis muchos años de profesión con adolescentes, tan dados a exclamar con respecto a cualquiera que no responda a sus cánones: "Profe, ése (o ésa) no es normal", solía decirles siempre la misma frase, que llegaron a aprender de memoria: "Normal, con respecto a qué; normal, con respecto a quién; y, sobre todo, ¿quién impone la norma? Una vez que aclaremos esto seguiremos discutiendo", concluía. Lo cuento por si algún lector de la obra o de mi recensión considera que ninguna de las dos es "normal", adjetivo que hay que coger siempre con pinzas. Prefiero mejor el de "habitual, "frecuente", "común""... Vale.
 










 

Comentarios