Patria, de Fernando Aramburu

 Años de plomo

Suelo señalar a veces las vías por las que llego a un libro. Cuando, hace poco más de un mes, leí en el periódico el apellido del autor y leí el título pensé, de nuevo "el conflicto" vasco. Y pensé también que no me apetecía volver sobre ello. Sin embargo bastó la inclusión de un capítulo de la novela en la publicación diaria, para que se despertara en mí la necesidad de saber quién eral el tal Aramburu, qué había hecho antes, si algo había hecho, de dónde había salido alguien de quien yo no había oído hablar. Esto último no era de extrañar por otra parte, como saben quienes se entretienen en seguir estos comentarios. Y a pesar de la extensión del librito, corrí a compararlo. Descubrí con enfado que no debía de ser el único, puesto que estaba agotado, y eso que acababa de ponerse en circulación. Al mes de su publicación, ya está a la venta la segunda edición de ARAMBURU, FERNANDO. PATRIA. Barcelona: Tusquets, 2016, 642 págs. Aunque puedan parecer disuasorias estas últimas, me la he leído en quince días, lo que indica el grado de apasionamiento que me ha provocado. Las recensiones en prensa, las entrevistas en televisión (http://www.rtve.es/alacarta/videos/pagina-dos/pagina-dos-fernando-aramburu/3744368/), todo indica un lanzamiento fuera de lo corriente por parte de Tusquets. La foto de la cubierta de Filiep Colpaert es impagable.


Me entero por todo lo anterior, y por la nota biográfica de la solapa, de que Aramburu nació en San sebastián en 1959. Como yo, se licenció en Filología Hispánica en Zaragoza (en mi tiempo, los donostiarras que querían seguir estos estudios venían a Salamanca) y desde 1985 reside en Alemania, donde se dedicó a la docencia con descendientes de emigrantes, y desde 2009 la abandonó para dedicarse en exclusiva a la creación literia. Probablemente esta circunstancia, la del alejamiento espacial, le ha permitido abordar con libertad y distanciamiento lo que cuenta en su libro. Y me entero entonces de la amplia obra narrativa que lleva a sus espaldas (mi amiga Clara, siempre adelantada, ya lo había leído y me recomendaba los cuentos Los peces de la amargura, 2006). No sólo ha escrito estos títulos, sino que ha recibido incontables premios y no menores. Además de novelista, escribe poesía y ensayo. Su formación universitaria le ha servido, como luego veremos, para utilizar toda una serie de recursos estilísticos con mano maestra. Vamos, pues, al comentario de la obra que he tenido entre manos estos quince días.


Un pueblo del País Vasco. Una comunidad cerrada en la que todo el mundo se conoce desde siempre. La mayoría de sus habitantes parece que habla euskera, aunque todos sean bilingües. Dos familias íntimamente relacionadas, los dos matrimonios y sus hijos, cinco entre todos  ellos. Y unos tiros que acaban con la vida del Txato una tarde de lluvia casi a las puertas de su casa. Con estos mimbres ha tejido el escritor el entramado vital, social y político de los años de plomo en que ETA asesinaba, secuestraba, extorsionaba, realizaba pintadas estigmatizadoras, se manifestaba y acogotaba a cualquiera que quisiera mostrar un átomo de disidencia. El silencio cómplice de la sociedad en esos años de barbarie y terror acaba cerrando el círculo de exclusión de los diferentes, aunque no lo sean tanto. La novela arranca cuando, tras el anuncio del abadono de las armas por parte de la banda (hace nada, aunque empiece a parecer lejano), Bittori, la viuda, decide subir al cementerio de Polloe (ni siquiera se atrevieron a enterrarlo en el del pueblo para evitar profanaciones y pintadas), a contarle al Txato que va a volver al pueblo, a la que fue su casa, con el consiguiente resquemor que su presencia causará entre los que durante tanto tiempo le hicieron el vacío. Su antigua amiga y vecina, Miren, será de las más alteradas por su presencia, ya que piensa que viene a resarcirse de todo su dolor, cuando ella, Miren, también sufre por el encarcelamiento de su hijo Xose Mari, entre rejas por pertenecer a la banda y haber asesinado. A partir de ese presente, la historia se va desarrollando con constantes vueltas atrás y regreso al presente, para ir conociendo a todos los personajes y sus circunstancias. Y esto sucede de un modo natural, sin estridencias ni dificultad en el seguimiento de la trama. Con mano maestra de narrador. Sabe ir dosificando los datos para que el crescendo argumental  no se detenga en ningún momento. 
El dibujo de los personajes es certero. De Bittori se dice al principio, "Nada más ver al Txato en el ataúd, su fe en Dios reventó como una burbuja [...] prefiere entrar en la iglesia y practicar su ateísmo silencioso" (pág. 17). Y un poco más adelante: "Ya no soy como cuando vivías,. Me he vuelto mala. Bueno, mala no, fría, distante" (pág. 23). Suficiente para retratar a una mujer rota por el dolor de la pérdida. Sin embargo, en vez de caer en la depresión, hay una fuerza interior que la mueve: "Tengo una gran necesidad de saber [...] y la respuesta, si la hay, sólo puede estar en el pueblo. Por eso voy a ir allí" (pág. 24). "No pararé hasta conocer todos los detalles relativos al asesinato de mi marido" (pág. 121), le dice al cura, y eso a pesar de saber que "en un pueblo pequeño, afirma, no puedes escurrir el bulto [...], siempre había ojos dedicados a controlar" (pág. 251). La antagonista es la antigua amiga, Miren, ("Bittori y ella eran ¿amigas? Más, hermanas", pág. 39), personaje que resulta más de una pieza, más inamovible en su tozudez y en su amor maternal, que la lleva a un abertzalismo sin fisuras. "Era una mujer de mármol" (pág. 94). Bittori piensa de ella: "Mi amiga Miren cambió [...] había tomado partido por su hijo" (pág. 69). A veces, al oírla hablar, parece que escuchamos las consignas con las que durante años se adoctrinaba a los ya convencidos: "No se trata de buenas o malas personas. Está en juego la vida de un pueblo ¿Somos abertzales o qué somos? Y no se te olvide que tu hijo está en la lucha" (pág. 232), le dice a Joxian, su marido, antiguo amigo del Txato. Otras veces es su propio hijo pequeño, Gorka, el que la retrata: "La ama es muy combativa. No entiende ni jota de política, no ha leído un libro en su vida, pero suelta consignas como quien revienta cohetes" (pág. 240). Y para terminar el retrato: "Desde que se acabó la lucha armada, los enemigos de Euskal Herria se han vuelto valientes. Se creerán que son los únicos que han sufrido. Está claro que buscan venganza. Nos quieren machacar y que nos rebajemos a pedirles perdón. ¿Yo pedir perdón? Antes me tiro al río" (pág. 523). No es un personaje amable, aunque esté bien construido y sea tan coherente, aparece sin un ápice de empatía. El dolor del hijo preso la ha destrozado también a ella, aunque sea capaz de cuidar de su hija mayor con su íctus a cuestas. 


Otra figura fundamental en el libro es la del cura del pueblo, D. Serapio. No lo trata bien el autor, con razón. Ejemplo de la actitud de la Iglesia en toda la confrontación, no hace más que seguir los pasos que ya dieron sus correligionarios desde las guerras carlistas. Sabedores del catolicismo anticuado de sus gentes, defendieron la lengua como cohesionadora de unos feligreses que escapaban de las iglesias y se pusieron delante de la manifestación para no perderlos, como ya los habían aleccionado desde seminarios y púlpitos. "¿El cura? No me lo nombres. Menudo pájaro. Ése es de los peores, te lo digo yo. Les va con cuentos a los jóvenes y los calienta" (pág. 472), dice Joxian. Y en el momento clave de su visita a casa de Bittori, recién llegada ésta, le suelta el mitin, melifluo y equidistante: "Darle una oportunidad a la paz. La lucha armada ha golpeado con dureza a nuestro pueblo, como también, no debemos olvidarlo, algunas actuaciones de las fuerzas de seguridad del Estado [...] Tu marido, que en paz descanse [...] No debemos perder de vista el sufrimiento de otras personas. Aquí ha habido represión." (pág. 119). Más claramente: "Dios nos hizo como somos [...] firmes en la idea de una nación soberana. [...] Sobre nosotros recae  la misión cristiana de defender nuestra identidad [...] nuestra lengua" (pág. 313), alienta a Miren.


Por el contrario, quien sí está perfectamente dibujado en su evolución, desde un jugador de balonmano aficionado y mal estudiante, a seguidor desde las herrikotabernas  de las consignas etarras, es el hijo de Miren: "A mí me mandan que ejecute a un fulano y lo ejecuto sea quien sea. Su misión no era pensar ni sentir, sino cumplir órdenes" (pág. 279), hasta su entrada en la banda: "Xose Mari no veía dentro del uniforme a la persona que gana un sueldo, que a lo mejor tiene esposa e hijos" (pág. 243), y su posterior, lenta y perfectamente pautada toma de conciencia de lo hecho, "Se sacrificó por Euskal Herria. Muy bien, chavalote [...]. No fui listo, me manipularon" (pág. 269), con treinta años de cárcel de perspectiva. "Y el hombre, ya barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento" (pág. 455). Evolución a la que ayuda su hermana Arantxa, educada por la misma madre y a la que, sin embargo, "la vasquidad, la españolidad y la madre que los parió a todos  me trae sin cuidado" (pág. 531). Algo que con matices le sucede a su hermano pequeño, Gorka, tan euskaldún él: "Esto es una salvajada, un derramamiento inútil de sangre, así no se construye una patria" (pág. 462). Nerea y Xabier, hijos del muerto completan el cuadro, cada uno con una forma diferente de llevar el duelo.
Toda la triste historia de estas familias no sería más que una crónica, si no hubiera un trabajo con el lenguaje para convertirlo en literatura. Y vuelvo a lo que ya señalaba al principio, a la formación académica del autor. Hace falta mucha sabiduría narrativa para ser capaz de alternar, sin que le tiemble la mano, la narración en tercera persona, con el estilo directo y el indirecto libre, trenzados en un continuum perfectamente trabado, que da una frescura y una rapidez a lo que dicen y piensan los personajes extraordinaria. "Cruzó a la otra acera y se pasó un buen rato andando sin rumbo [3ª persona]. Porque claro, la sinorga, mientras limpia los salmonetes para su hijo, que siempre me ha parecido bobo [pensamiento en 1ª], pensará: tate, no quería estar conmigo. Bittori, ¿Qué? Estás cayendo en el rencor y ya te he dicho muchas veces que. Vale, déjame en paz [corriente de conciencia con diálogo consigo misma]", pág. 19). O este otro ejemplo: "Bittori se olió que estos dos se han puesto de acuerdo" (pág. 32). En el caso del narrador omnisciente es curioso verlo contagiarse del uso incorrecto del condicional en lugar del imperfecto de subjuntivo, típico de la zona, poniéndolo en cursiva: "A Bittori le dijeron que se instalaría allí" (pág. 320). Es además gran creador de términos, enormemente expresivos: "merendantes", "tuteadora", "campaneaban las once", "chorralaire", "cagüendiosero"... En otras ocasiones sabe emplear la economía de medios para no extenderse hasta el aburrimiento: "Nerea esto, Nerea lo otro, quejas, entrecejo fruncido, reproches" (pág. 47), con la aposición de sintagmas nominales de enorme fuerza descriptiva. Otras veces lo que hace es eliminar los complementos directos de los verbos: "Nerea refirió, expuso, detalló" (pág. 128).  Esa economía expresiva le lleva a no demorarse demasiado en florituras, tan sólo las justas: alguna metáfora, "Ella, su madre, su hermano, satélites de un hombre asesinado", pág. 142); o al hablar del etarra Pakito, "La sonrisa inmóvil y los ojos turbios de pez" (pág. 384). Alguna sinestesia hermosa: "Piedras fúnebres mojadas y un fresco olor a silencio" (pág. 632).
Y lo dejo para no cansar. Tan sólo le pondría una pega: el final, que naturalmente no voy a destripar aquí. Así pues un libro valiente, rico en inventiva y en matices, una historia llena de recovecos que ayudan a realzar el hilo principal. Un testimonio en carne viva del horror vivido en aquellos años de plomo, en que el silencio y el mirar para otro lado eran monedas de curso legal, y que no se debe olvidar para que no se repita. Una muestra de adónde llevan los nacionalismos exacerbados. Nunca entendí que se pueda hacer bandera de haber nacido en un lugar determinado. Seguramente se deba a que he viajado mucho.

José Manuel Mora.

P.S. El libro se cierra con el poema de Mikel Laboa, Txoria txori, primero en eukera y luego con su traducción al castellano. Además de dejar aquí la versión cantada por Laboa porque con ella termina la novela, lo hago para rendir homenaje a quien me la enseñó allá por los '70, Iñaki Bravo Azkuénaga, cuya voz al cantarla, me emocionaba hasta el tuétano, aunque no supiera lo que quería decir; también porque la jaula de la que habla la canción vale para quienes vivieron en una cárcel de silencio opresivo sin solidaridad ninguna por parte de sus convecinos. Menos mal que parece que ahora se puede volar más libremente.







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