Que Dios nos perdone, de Rodrigo Sorogoyen

 Sordidez

Ayer fue como tener una enorme pantalla en casa y ponerme una peli para mi solo. Era el único en el cine en la primera sesión (hago cosas raras, ya sé), y eso que el filme, español, venía precedido de buenas críticas. El director no me sonaba, pero los actores sí, así que me animé. Se trataba de Que Dios nos perdone, dirigida por un tal Rodrigo Sorogoyen, de quien, como es habitual en mí, no recordaba haber visto nada antes. Sin embargo, al buscar en su filmografía, resulta que ya ha dirigido un cinta con anterioridad: Stockholm (2013) que yo había visto sin dejar comentario alguno, lo que ayudó a mi olvido. Sin embargo, al volver sobre el tráiler, recordé a sus dos únicos protagonistas y lo agobiante de su ambiente y de su relación enfermiza. Ganó premios, pero yo todo esto no lo tenía en mi cabeza cunado decidí ir a ver la que comento.


Madrid, verano de 2011, momento en el que se esperaba la visita a la capital del Papa Benedicto XVI, razón por la cual la ciudad debía estar limpia como una patena; me refiero a cuestiones de orden público. Ese parecer ser el motivo por el que la muerte de una anciana, que había sido violada con anterioridad, no aparece en los periódicos, lo que hace que el asesino considere que es fácil seguir cometiendo sus atrocidades, siempre con viejas desamparadas. Tras la pista de los asesinatos que se suceden, se lanzan dos policías, cada uno con una peculiaridad: la violencia insana del grandullón, que descarga en sus compañeros, en los delincuentes, en sí mismo; y la tartamudez del que parece más puntillosos en su trabajo y que también arrastra su angustia y su soledad inconfesables. La extensión de la cinta, dos horas cumplidas, da lugar a un díptico. En su primera parte la investigación se realiza a ciegas, sin pistas. En la segunda, ya sabemos quién es el asesino y eso no nos tranquiliza, antes al contrario. La violencia se multiplica y el peligro también. Y todo cubierto por la espesa capa de silencio que el superior de los agentes exige para el caso, lo que lo dificulta todo. 


El guión, escrito por el propio director y por Isabel Peña, no deja respiro, tanto en las secuencias de acción (la persecución por Sol y el metro es de alucine), como en las de interiores. Los diálogos son de una frescura especial y sobre todo Alfaro, (Roberto Álamo) parece estar improvisando sus frases todo el tiempo. Más constreñido está Velarde, Antonio de la Torre, quien a su tara de tartamudez, se le añade la de su timidez. Con lo buen actor que es, parece limitado a casi un único gesto doliente y concentrado. Y eso que posee un variado registro que incluye la comedia, como ha puesto de manifiesto en otras ocasiones. Parece que lo han encasillado últimamente. Álamo sin embargo se sale con su brutalidad, sus preguntas siempre adecuadas a la investigación que siguen, su intimidad familiar rota. Cuando lo vi en el escenario en Lluvia constante (comentada aquí hace poco), hacía un papel similar y parecía querer romper la cuarta pared. Su paso por la compañía Animalario parece haberlo marcado también.

 
Película, pues, desasosegante, bien contada y mejor interpretada, de enorme tensión narrativa, en la que al final parece quedar la duda de si asesino y policías no padecen la misma herida vital. Thriller español, con las peculiaridades de aquí, más reconocibles que las de los que nos llegan del otro lado del Atlántico. Aunque, para thrillers, el que comienza hoy en los USA con la elección de otro enfermo para el puesto de Presidente. Que Dios nos perdone a todos. [Cuatro años después asistimos a la última de sus payasadas no queriendo dejar su puesto. El muñeco diabólico lo ha dejado todo empantanado].
 
José Manuel Mora.







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