La comuna, de Thomas Vinterberg

Varias han sido las razones que me han llevado al cine este miércoles: el director, Thomas Vinterberg, de quien no hace tanto había visto Far from the Madding Crowd (2015), comentada aquí, y del que tanto me impactó uno de sus primeros trabajos en la estela del estilo Dogma, La celebración (1998) y La caza (2012), absolutamente conmovedora. Por otro lado su intérprete, que me fascinó en la serie The Legacy. En tercer lugar el hecho de ser cine danés, que me suele resultar atractivo por su luz, sus personajes, sus historias.. Y por último, en este caso, el título, asociado a la consiguiente temática de la cinta: La comuna. Luego me explayaré al respecto. Parece que el director vivió de niño en una y no sé si ha querido rememorar sus recuerdos y vivencias o sólo enmarcar una triste historia de amor. Me inclino por lo segundo.


La idea de vivir en grupo como forma más rica y solidaria es tan antigua como las ideas anarquistas de finales del XIX por lo menos. En los años setenta, en la era de Acuario (¿recordáis Hair?), volvieron a tener su momento entre estudiantes y gente que se consideraba alternativa y que creía que con la muerte del que te dije se abrían muchas posibilidades hasta entonces inimaginables. No estamos en ese ambiente español, sino en la muy burguesa y socialdemócrata Dinamarca. El protagonista, Erik (Ulrich Thomsen, ya en La celebración), arquitecto, hereda un casoplón y en parte por lo caro que resulta mantenerlo y también empujado por su mujer (Trine Dyrholm), presentadora de noticiarios en televisión, se embarcan en una experiencia, junto con una hija adolescente, que se sustenta en la búsqueda de una vida alternativa, más rica, donde se puedan vivir los sueños (que el profesor de arquitectura ha censurado a uno de sus alumnos en clase, por cierto). Y poco más. La casa tiene sobrado espacio, así que poco a poco se van sumando otras personas a la experiencia. Todas ellas parecen más los elementos de un coro griego que rodean, escuchan y opinan sobre lo que sucede a la pareja protagonista, que seres de carne y hueso con profundidad psicológica. De ellos poco más sabemos. Es la historia del matrimonio y de una tercera mujer en discordia, alumna de él y más joven, lo que en ella se dirime, con todas las contradicciones entre las ideas y los sentimientos. Le coeur a des raisons que la raison ne connait pas, decía el clásico. Y eso le sucede a ambos miebros de la pareja. El director lleva con tino emocional y alejado de los presupuestos del Dogma de cámara temblorosa, aquí con abundantes y expresivos primeros planos, la historia de un doloroso fracaso. De la auténtica vida en común, tan sólo unas pinceladas: las votaciones a mano alzada, el cuaderno de actas, las cervezas que unos consumen y otros no, los enfrentamientos caracterológicos entre los miembros del grupo, las comidas y el friegue de los platos por riguroso turno. Todo muy esquemático para mi gusto.


Entre todos ellos sobresale la extraordinaria Trine Dyrholm, premiada con el Oso de Plata en la Berlinale, capaz de resumir en una calada al cigarrillo o al porro (cuánto se fumaba entonces), en un pequeño temblor de su boca, todo un estado emocional. Tiene una mirada magnética capaz de soportar un primer plano abrumador. Probablemente ella y él serían bazas para considerar recomendable el filme. Pero yo viví una experiencia comunera (ese término tan querido en el Valladolid de entonces) que duró ocho años y que además de los rasgos señalados más arriba para la fílmica, tenía un objetivo que queríamos que nos trascendiera: la educación como forma de liberación de la ignorancia (P. Freire y compañía), de la promoción personal del alumnado y de sus padres, para lo que era necesario programar y distribuir tareas. Éramos ocho y nacieron ocho criaturas con el paso de los años. Había que criarlas y educarlas y ponerse de acuerdo para ello. Había discusiones interminables, algunas llevadas adelante por el afán de protagonismo y liderazgo de unos u otros, tareas en común confrontadas con la vida personal de cada quien. Los problemas del dinero en un fondo común. Una carpeta en cuya tapa ponía "Programación - Acción - Reflexión". Cafés interminables hasta altas horas de la madrugada, y un caserón que nos podía albergar reunidos y con espacio para la intimidad de cada cual. Además estábamos abiertos a recibir a cualquiera que quisiera venir a compartir la experiencia con nosotros y de los que solíamos también aprender. Los conflictos emocionales, las cuestiones laborales en la cuerda floja, la necesidad de volar por cuenta propia acabaron por irla desgajando progresivamente. La vida misma. Éramos ocho individualidades, cada una con su historia personal previa, su manera de ser, y eran lógicas las contradicciones y las confrontaciones. Casi cuarenta años después nos seguimos juntando para celebrar juntos la vida. Porque aquello era para todos nosotros une tranche de vie. Todo ello bastante lejos de lo convencional que aparece el grupo danés, aunque unos y otros lleváramos jerséis de cuello vuelto, solapas grandes y pantalones de campana o vestidos de flores. Seguramente lo que Vinterberg quería era contar esa historia de desamor y no tanto profundizar en las contradicciones que se viven en una vida comunal. A quienes no han tenido la experiencia, tal vez la peli les haga imaginar un poco lo que aquello podía ser. Yo me he quedado algo defraudado por lo simple de su presentación.

José Manuel Mora. 


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