Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu


 ¡Cuánto dolor!

A veces no viene mal leer primero una opera magna y rastrear después su orígenes para ver cómo se ha llegado al producto final. Hace poco comentaba en estas páginas la novela Patria, de recientísima publicación y que aparece en todos los listados de "lo mejor de 2016". De la mano de mi amiga Clara, ya citada en el libro anterior de Pinilla, he ido a esta colección de relatos, muy anterior en el tiempo, del mismo autor. ARAMBURU, FERNANDO. Los peces de la amargura. Barcelona: Tusquets Editores, 2006. Mi opinión respecto al escritor se ha visto reforzada. Como ya señalé en la anterior reseña, seguramente Aramburu (San Sebastián, 1959), autor que viene publicando y siendo premiado desde 1997 de forma continuada, aunque yo me haya enterado hace apenas un par de meses de su existencia, no habría podido escribir este libro sin la distancia física y emocional suficiente y necesaria. Más en años de plomo en los que la tregua definitiva que disfrutamos ahora todavía estaba lejos en el horizonte. También le habrán sido imprescindibles los arrestos necesarios para ser capaz de expresar opiniones que hasta hace poco estaban mal vistas por el mundo abertzale, y para ser capaz de denunciar todo aquello que se estuvo silenciando. Porque ha habido incontables ensayos y artículos analizando el fenómeno del terrorismo, pero no, que yo sepa, había sido objeto de atención literaria hasta ahora. Se sabe que suele ser la literatura lo que queda una vez pasado el tiempo. Estos relatos y su última novela servirán para contar a las generaciones del futuro una parte de lo que pasó.


Los relatos, ya he hablado de esta distinción cortazariana, son fotos que fijan un instante con toda la intensidad que el momento preciso proporciona. Las novelas son películas que necesitan de un desarrollo más extenso. Por ello el acierto de la narración breve estriba en el punto de vista de la instantánea, en la voz narradora, en el címax conseguido en unas pocas páginas. Y todo eso se da en esta colección de diez historias, contadas en tono menor, con una aparente sencillez, sin dramatismo subrayado y que, sin embargo, al ir superponiéndose en la lectura, van provocando la clásica intensio latina. Ha habido momentos en que al cerrar el libro para descansar, me invadía un cabreo sordo por tanta vida rota, por tanto sufrimiento provocado en nombre de las grandes palabras: "pueblo", "bandera", "patria"... En lugar de discursos y disquisiciones políticas, el autor decide presentar personajes comunes, vidas cotidianas con las que es muy fácil identificarse. No hay militantes de partidos sino gente del común: un hombre con un acuario en su casa con el que entretiene los pesares de ver a su hija imposibilitada desde un atentado que no iba con ella y que cuenta en primera persona ("Los peces de la amrgura"), con sus ritornellos tan expresivos: "Mi hija", "triste", calificativo con el que acaban muchos párrafos. Una gallega casada con un policía municipal en un pueblecito vasco que recibe un día la visita de una vecina: "Dile a tu marido que deje el puesto y se vaya. Si no le tendrás que ir preparando la capilla ardiente y no te lo digo más. Ya estáis avisados, sinvergüenzas [...] Tu marido es un español de mierda" (pág.38); ese es todo su delito, ser municipal y haber descolgado la ikurriña del balcón del Ayuntamiento cumpliendo órdenes. Esto lo cuenta una voz anónima, como quien declara ante alguien por haber sido testigo: "Continúo [...] La tenían ustedes que haber visto" (pág. 48). Pero no todos son iguales en una sociedad que odia a los maketos: "¿A ti te parece que el sufrimiento de una opresora vale lo mismo que el sufrimiento de todo un pueblo?" (pág. 50). Da igual que los hijos allí nacidos "hablaban vascuence con soltura" (pág. 53). En el caso de "Maritxu" el punto de vista es el de una madre con un hijo en la cárcel condenado por terrorismo, cargada con un sentimiento de culpa duro de llevar: "Que matéis guardias y chivatos, pase. Pero niños, no" (pág.63). Diálogo con el hijo, sin guiones, rapidísimo, y con otra que viaja con ella: "Maritxu, si vamos a eso, piensa en los que nos mataron ellos en Gernika en el 37. No haber empezado [...] Yo he ido muchas veces ande  el cura a preguntar si hay pecado mortal en la lucha armada y a mí el cura siempre me ha dicho tranquila, Puri, que en cuanto consigamos nuestros derechos habrá paz" (pág. 64). La Iglesia nunca ocultó su posición. Esta madre abertzale que habla con S. Ignacio en la iglesia, como hará luego otra de Patria, "Ignacio, sácamelo cuanto antes de la cárcel" (pág. 72).  El escritor alterna sabiamente la narración en tercera persona con el estilo directo sin marcas, incluso con el diálogo sin guiones: "Maritxu. Puri. ¿Qué tal? Ya ves." (pág. 72); o el monólogo interior: "Y va pa un año que estás preso y te echo mucho de menos" (pág. 70) en forma de carta. En "Lo mejor eran los pájaros" una mujer rememora para el hijo de su vientre cómo se enteró en el colegio de la muerte de su padre en atentado. "Me arrebataron el padre, pero el recuerdo que guardo de él lo decido yo" (pág. 85), mientras en el pueblo se celebraban las fiestas patronales. El deseo de perder de vista a unos vecinos atacados a diario por violentos quinceañeros enmascarados centra "La colcha quemada": "¿Para qué se habrá metido en política? ¿Por qué no se va?" (pág. 101). La carta de una mujer a su psicóloga para contar el origen del trauma que persiguió a su marido desde que vio cómo mataban a su padre siendo niño  en "Informe desde Creta", sin puntos y aparte. El horror del hombre solo envuelto en la bandera bajo la lluvia, que ha sido señalado como chivato en un bulo que crece como bola de nieve en "Enemigo del pueblo": suposición, maledicencia, aislamiento, "expresión de animal acorralado" (pág. 143). Y tragedia, claro. La pesada herencia que reciben inconscientemente los que se educan en ese ambiente y juegan desde niños a poner bombas en coches del enemigo, como sucede en "Golpes en la puerta". Aquí se recurre al imperfecto de indicativo para verbalizar la imaginación: "Nosotros éramos un talde y estábamos escondidos" (pág. 170). Es la única historia en la que se narran las agresiones a un preso etarra, "Reina un silencio magullado, comprimido en celdas oscuras" (pág. 171), que rememora su infancia desde la soledad del encierro. El contraste terrible entre el asesinato de un hombre y el homenaje simultáneo a uno de sus asesinos: "El hijo de todos los muertos". Y el recuerdo inamovible: "Una cosa que no se me olvida es el silbido de las balas" (pág. 195), le cuenta la madre a su hijo adolescente enamoriscado de una muchacha manifestante. Y para terminar, el único relato en el que el autor se permite unas pinceladas de humor socarrón entre dos pacientes de hospital, uno herido de rebote en un atentado y un viejo que dice morirse a pesar de agarrarse a la vida como puede. Y en medio, la mujer del primero, que se va a la peluquería por si llega Ibarretxe a visitar al herido. Un dolor infinito destila de todo el conjunto y crece con la lectura una rabia sorda ante tanto silencio cómplice. No hay en el libro una narración de actos de terror explícitos, sino de sus consecuencias vividas por gentes del común. Y uno piensa en cómo habría reaccionado de haber vivido en medio de la confrontación. Leerlo ahora con  la tranquilidad que nos da la aprentemente definitiva "tregua" etarra, supone algo de sosiego anímico en quien lee, pero también un imprescindible recordatorio para saber algo de lo que pasó y de lo que poco nos ha llegado.

José Manuel Mora. 









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