El día del Watusi, de Francisco Casavella

 Trampantojo

¿Cómo he podido estar tan ciego?... Me encanta este arranque meolodramático, tan almodovariano. ¿En qué país he vivido desde los inicios del siglo XXI? ¿De verdad he sido un profesional, se supone que medianamente experto en Literatura? ¿Cómo es posible que ni de la aparición inicial en tres volúmenes, ni de la reedición compilada en uno solo el año pasado me haya enterado? ¿Para qué tanto suplemento cultural? ¿Para qué tanta visita a las librerías? Al final siempre se hace necesario un "virgilio" que te guíe por el proceloso mar de lo publicado, más extenso y desorientador que el Mar de los Sargazos de mi preadolescencia capitantruenesca. De nuevo ese papel lo ha interpretado Fernando Linde, sí, el de Ochenta Mundos. Menos mal que me reconviene sin acritud y me ayuda a subsanar estos fallos imperdonables, estas ausencias de lo que debe ser un canon lector. Así que allá va. CASAVELLA, FRANCISCO. El día del Watusi. Barcelona; Anagrama, 2016, cerca de novecientas páginas que incluyen dos prólogos y un epílogo y que compendian Los juegos feroces, Mondadori, 2002; Viento y joyas, también en Mondadori y del mismo año, 2002; Y El idioma imposible, Mondadori, 2003.


Francisco Casavella, por si el improbable lector de esta entrada está tan ayuno en conocimientos biográficos como yo, es un pseudónimo, ya que el auténtico nombre del escritor, García Hortelano, no lo quiso utilizar nunca para firmar sus textos, dada la coincidencia con el autor de El gran momento de Mary Tribune (1972). Nació en Barcelona en 1963, donde murió todavía joven por infarto de miocardio, a los 45 años, en 2008. Empezó su trayectoria literaria a los 27 años con el prestigioso Premio Tigre Juan  a su primera novela El triunfo (1990), y la concluyó con el Premio Nadal a Lo que sé de los vampiros (2008). En medio queda una actividad como guionista de cine, pronto abandonada (Antártida, 1995) y la trilogía de la que voy a hablar. Es curioso que, a pesar de haber vivido toda su vida en Barcelona, incluso en una entrevista en el Canal 33 de la autonómica, preguntado en catalán, responda en castellano. Que elija este idioma para escribir no me llama tanto la atención. Hay muchos otros escritores catalanes que han hecho lo mismo a pesar de ser perfectamente bilingües: Marsé, V. Montalbán, Mendoza, por citar sólo tres nombre a los que luego seguramente habrá que volver.   


Si hubiera leído las tres novelas por separado, seguramente las hubiera podido digerir mejor. Las tres en un solo volumen tal vez puede resultar excesivo. Luego diré por qué. Las tres tienen un mismo protagonista, que actúa además como narrador, Fernando Atienza, alguien a quien encargan la redacción de un informe dirigido a un anónimo "Lector", que por supuesto es también el lector, un trepa de la estirpe de Gatsby o de Sorel o, sin ir tan lejos, del Pijoaparte de Marsé. El que escribe es consciente de que se trata de "un relato sobre raras variaciones de las que he sido testigo" (pág.27). Estamos por lo tanto ante la narración de alguien que habla de lo vivido. Y lo vemos en tres momentos (1971, 1975, 1992, con una coda narrativa desde 1995) precisos de la historia de Barcelona y de nuestro país al completo. Las tres partes tienen un tono diferente, aunque están atravesadas por la presencia constante y paranoica de una W, la inicial del personaje bailarín y matón que todo lo desencadena, el Watusi, figura mítica para un tardoadolescente del Poble Sec, zona de chabolas y aluvión ("las cloacas de donde me han sacado", pág. 54) en los años del desarrollismo descontrolado, anterior a que desapareciera bajo las piquetas olímpicas. "En el asunto de mis orígenes he mentido mucho: corregir mi biografía ha sido la empresa auténtica [...] la historia no carece de amenidad y es tan divertida como la de cualquier bufón resentido" (pág. 53-54).

























Así que, como Lázaro o Pablos, nos comunica que se trata de un narrador del que no hay que fiarse mucho: "Yo era un ladrón de coches y un pajillero" (pág. 109). Sobre todo porque más adelante matiza: "La segunda [versión] y más veraz es la que imaginé" (pág. 93). De nuevo la realidad inventada de las aventis de Marsé. Se dirige a veces al que lee y recomienda la actitud necesaria ante lo que cuenta: "Tu obligación última, Lector, es entender" (pág. 231)Y esto lo hace desde un oído finísimo para captar el habla barriobajera, casi de germanía, mezclada con caló: "Me ligan, me dan dos ñacas y me dicen que de qué najaba. Que si najo es que ligo. Y si ligo, que píe" (pág. 91). Buena tarea para un posible traductor, casi imposible. Y al mismo tiempo concurre una vena lírica en el narrador que permite expresiones poéticas en las que uno se pregunta por el decoro clásico: "Se iban apagando las luces del puerto, del rompeolas, del faro, como si una gran mano recogiera una baza de luz" (pág. 55). Junto a las comparaciones, las metáforas del tipo A, B: "El dorso de anuncios luminosos, el esqueleto de la ilusión" (pág. 164); o el uso de las sinestesias más atrevidas: "Los coches de los bomberos rompían la avenida [...] subían la montaña en un estruendo rojo" (pág. 203). En otros casos estamos ante un auténtico creador léxico: "abucharar", "chinarse las venas", "yugoflechado"... Y es curiosa la ausencia casi total de catalanismos, cosa frecuente en alguien que vive inmerso en otra lengua "A mí ya me estaba bien" (pág. 239); o  "no escribe tanto, por eso (en el sentido de sin mebargo)", pág. 812. En la enorme y trepidante aventura en la que el adolescente se ve inmerso, se encuentra acompañado por su amigo inseparable, Pepito, el Yeyé, colega de juegos y capaz de complicarlo todo desde su cojera rítmica y ponerlos a los dos en verdaderos apuros de los que suele escapar dejando a su amigo solo ante el peligro (policías, pandilleros, quinquis, putas, traficantes...). Poco de fiar el Yeyé, también. El final de la larga persecución que dura todo un día es absolutamente redondo. No cabe duda de que es la parte del libro que más me ha gustado.



En la segunda parte/novela, Viento y joyas, pasamos al año 1977, en plena Transición, y seguimos presenciando el ascenso del narrador. "Mi ascensión profesional seguía sin que hubiera hecho nada por merecerlo [...] las compañías convenientes" (pág. 363). Y seguir el ejemplo de los que llegaban: "Romper un juramento de fidelidad a quienes habían roto un juramento de fidelidad no era sino continuar una larga tradición política" (pág. 371). La ironía aquí es desbordante, cáustica. No deja títere con cabeza entre tanto "jerifalte de antaño". Políticos, nuevos partidos [Partido Liberal Ciudadano: "Somos vuestra gente", su lema, tan actual; pág. 378], periodistas, dinero (me encanta la creación del término sobre cogedores, ya en 2002), putas, (la Cupé, buen personaje), muchas reuniones y mucho alcohol. "¿Cuántas falsas confesiones, cuántos discursos huecos? ¿Cuántas mentiras había leído, vivido?" (pág. 552). Todo visto y vivido, pero aquí llevado a veces a extremos que pueden resultar efectivos para el sarcasmo, pero también agotadores para el lector. Y en medio de todo el entramado, que acaba resultando reiterativo, de nuevo surge la veta del narrador Casavella para contar la historia de Boris: "Era nostalgia en estado puro. Era su forma de odio congelado" (pág. 479). O la de la putilla con ínfulas de actriz de publicidad y un ferrari amarillo. Todo el teatrillo de la antigua farsa queda aquí al descubierto entre idas y venidas de Barcelona a Madrid y vuelta, entre personajes cuyo nombre indica la chirigota con la que se los toma el autor: Del Yelmo, o del Escudo, tan próximos al esperpento. Menuda fauna. Y la W permanente en las paredes de los prostíbulos, en las cubiertas de los barcos, en la marca de un detergente para lavadoras, o en el logo de un partido, algo parecido a una gaviota. Como un peligro acechante que no se sabe bien de dónde proviene. Y que acaba quedando en nada.


Y ya en los ochenta, hasta el descorche final con las Olimpiadas, se desarrolla la última parte, El idioma imposible. Un momento en que "la heroína creaba nuevas sociedades" (pág. 633). Es el tiempo de los Paesa, los Perotes, los de la Rosa... Y mucha droga y mucha posmodernidad, galerías de arte que cuelgan auténticos timos, mafias húngaras que sacan partido de lo que no se vende, éxito arrollador a base de la creación de historias manga que reelaboran la historia inicial pero mitificada, familias bien que quieren tapar escándalos íntimos, y figuras femeninas atrayentes, como Elsa, que a veces me recordaba a la Maga cortazariana, con la que Atienza intenta "la exploración racional de la Nada irracional" (pág. 713). O Victoria, la galerista con pedigrí, con la que el narrador vive lo más cercano a una relación estable en la que disfruta "del tedio de la felicidad" (pág. 760). Todo es aquí más amargo, más decadente. Seguramente no soy objetivo, puesto que todo ese mundo me ha sido siempre ajeno. No hay que olvidar que la novela sigue siendo la redacción del informe inicial en el que, para llegar a la aclaración de la identidad del personaje Neyra, se dan infinitos rodeos, ya sin la chispa inicial, pero que sigue siendo inmisericorde. El recorrido por el Raval en busca de Elena es desolador. El reencuentro con Dora también. Todo resulta ser el trampantojo con el que iniciaba la entrada, una maniobra del escritor para ocultar la identidad última. Llega sin embargo uno cansado a ese desenlace, como si diera igual quién pueda ser. A pesar de la fatiga que se trasluce en estas líneas, he de reconocer que la novela es una construcción verbal de altura, en la que no sé cómo no se ha producido un derrumbe que arrollara al escritor incluido. Al final todo acaba por ser "Dos chavales aplastados por la Historia en un basurero de ficciones" (pág. 824). Es decir, Literatura.

José Manuel Mora.



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