La La La Land, de Damien Chazelle

 ¡Oh, los musicales....!

Hay sucesos que marcan la biografía de las personas. De todas. Unos son familiares, otros personales, incluso íntimos. Otros, en fin, laborales o colectivos. Y uno recuerda el momento, la causa y lo que cambió en su interior a partir de ese instante. Que con quince años no me dejaran ir de excursión con el resto de mi pandilla un domingo de Pascua, pero sí me permitieran ir solo al Ideal (todavía hoy en pie, aunque desmantelado en su interior) a ver West Side Story (1963) desde una entrada "de general", marcó un antes y un después en mi manera de ver cine. Que al adolescente que yo era le sirvieran un "Romeo y Julieta" puesto al día, con una banda sonora tan pegadiza que salí del cine tarareando varias de las piezas, y con unos números de baile tan increíbles que ponían alas en mis pies, fue suficiente para que me convirtiera en adicto de los musicales. La cosa se reforzó con  My Fair Lady (1964), ya para siempre. La manera en que vería luego las clásicas Cantando bajo la lluvia o Siete novias para siete hermanos estaba ya exenta de inocencia. Como llena de complicidad estaba mi visión de Los paraguas de Cherbourg (1964). Valga esta larga introducción para dejar claro que no soy en absoluto neutral a la hora de comentar un filme de este género, que yo creía casi desaparecido para siempre y que ahora parece revivir con fuerza al estrenarse La La Land (La ciudad de las estrellas), escrita y dirigida por un tal Damien Chazelle, de 31 años, quien además se formó en el mundo del jazz detrás de una batería. Seguramente su nombre no me hubiera dicho nada, si la wiki no me hubiera chivado que era el guionista de 10, Cloverfield Lane, película comentada aquí y que tanto me angustió con su claustrofóbica puesta en escena. 


La cinta se incia con un cartel B/N con un término ya periclitado, "Cinemascope", que no cabe en la pantalla, y que requiere de una apertura de cortinillas laterales para que pueda ocupar todo el lienzo ya en color. Como antiguamente. Los musicales, como cualquier otro género cinematográfico, responden a unas convenciones que, si no se aceptan, difícilmente resultan tolerables. Al igual que en la ópera, que los personajes se pongan súbitamente a cantar o a bailar en cualquier circunstancia y sin que haya cerca ninguna fuente de sonido (en la ópera, al menos los músicos están en el foso), impide que muchas personas puedan disfrutar de historias que no serían lo mismo contadas de otra forma. Bob Fosse con su Cabaret (1972) acabaría de redondear la faena fusionando fondo y forma, historia y partitura. Sin embargo cualquier buen aficionado al cine no podrá sino admirar la maestría que supone el plano con el que se abre la peli, en medio de un inmenso atasco en una autopista angelina en la que, como en La autopista del Sur de D. Julio, los personajes, hartos de estar atrapados, salen de sus coches y se ponen a bailar, en el asfalto, sobre los capós, con todo tipo de cabriolas y en un plano, no sé si completamente secuencial, que sobrevuela desde todos los ángulos posibles el número de medidísimo balé coreografiado por M. Moore, con la ciudad al fondo. Luego todo vuelve a su ser y la historia sigue su curso.
                                                       


Mia, una muchacha que pretende llegar a ser actriz mientras se gana la vida como camarera. Sebastian, amante del jazz, con deseos de poseer su propio local, que se ve impelido a trabajar como pianista de "hilo musical" en lugares donde está de adorno. Y entre ambos surge la chispa, el amor, el ánimo mutuo que posibilite que cada uno llegue a triunfar en lo suyo. No es demasiado. Aunque es fácil identificarse con el deseo de lograr un sueño. La anécdota es pues nimia. Tenemos que ir al modo en que nos la presentan y dejarnos embargar por la música y la puesta en escena, si es que queremos entrar en el juego. Y empiezan los homenajes: La salida de las cuatro amigas en medio de la noche, con sus vestidos de colores restallantes, primarios, tan "tecnicolor", me ha traído a la cabeza a Deneuve y Dorléac dirigidas por Demy en Les demoiselles de Rochefort, cantando y bailando con la música de M. Legrand. Aquí la partitura de Justin Hurtwitz no es tan inspirada, pero el tema central es pegadizo, reconocible y muy agradable. 


En otros casos las referencias son  más clásicas: hay hasta farola a la que agarrarse para ponerse a cantar, aunque no haya lluvia. La escena nocturna en el mirador con el consabido banco como único elemento de apoyo, plano secuencia de casi seis minutos, es una auténtica delicia que podría haber firmado G. Kelly. La manera en que los dos protagonistas cantan y bailan es de una naturalidad y una brillantez exquisitas. En otros casos la cita está explicitada en el filme que ambos ven, Rebelde sin causa, y que hace que luego vayan al mismmo lugar, el observatorio situado estratégicamente para poder echarse a volar. Aunque está ambientada en la actualidad, la dirección artística ha decidido que el vestuario pueda pasar por ser de la época dorada de Hollywood, los años cincuenta. Y como va de homenajes, el cine dentro del cine aparece como elemento inevitables: los estudios, los platós al aire libre, las salas de audición...Todo está calculado al milímetro. Y sin embargo la historia fluye con naturalidad, sin caer en empalagos trasnochados que hoy nadie se creería ya. De hecho Chazelle ha tenido mucho valor al plantear el final que nos presenta. 


Aunque había visto a Emma Stone en un papel secundario de Birdman (2014), y antes en uno coprotagonista de una peli que me gustó muchísimo, comentada aquí, The Help (2011),  he de confesar que no la recordaba. No creo que esta vez se me olvide de nuevo. Es una actriz sensible, de mirada intensa y tiene una voz acariciante, perfecta para el papel. Su contrincante, Ryan Gosling, es el actor de moda. Me quedé con su cara en Drive, donde hacía de la contención su fuerza expresiva. Aquí encarna un personaje completamente distinto, capaz de tocar el piano con maestría, cantar con gusto y hacer de galán creíble. Da igual que se marque un dueto con ella, que un solo en un muelle vacío armado con un simple sombrero. Todo le sale bien. Es posible que estemos en otro momento histórico, o que ya no tenga la edad del descubrimiento. A pesar del cierre con número musical tan potente como el del inicio, no salí del cine trasportado, como en otras ocasiones. En cualquier caso, para estar dirigida por un jovencito, es de admirar el conocimiento del género, la sensibilidad para contar la historia y la imaginación para montar las enormes secuencias citadas.

José Manuel Mora.


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