Muñeca de porcelana, de David Mamet

 El poder

Ir al teatro y tener que hacer cola para entrar no es nada frecuente. Encontrarlo después lleno a rebosar, tampoco. Eso sucedió ayer domingo en el Teatro Principal de Alicante. Es cierto que la media de edad sigue siendo alta, pero de cualquier modo me resulta gozoso. Se trata de un fenómeno actoral. Estoy seguro de que pocas personas habían oído hablar del autor del texto, como tampoco sabían que se se encontrarían con un cuasi monólogo, según escuché a unas señoras delante de mí. Las jovencitas situadas en la fila anterior a ellas tenían bastante con iluminar sus perfiles con la luz azulada de los móviles durante toda la representación. Para mí el apellido del escritor ya era garantía suficiente de que lo que iba a ver merecería la pena. David Mamet ha alcanzado justa fama como guionista cinematográfico (desde El cartero siempre llama dos veces, de 1981, hasta Vania en la calle 42, de 1992); director de cine (House of games,1987,  me dejó turulato; por no hablar de Glengarry Glen Ross: éxito a cualquier precio, de 1992, de una violencia verbal con la que la presente pieza tiene bastantes puntos de contacto); es también un reputado autor teatral, ganador del Pulitzer, cuyas obras estrena primero en un escenario y muchas veces las adapta luego a la pantalla, como sucedió con Oleanna en 1994, o American Buffalo de 1996. Hablo sólo de lo que conozco. Además ejerce de buen actor cuando se lo pide por ejemplo su amigo Joe Mantegna. Es además ensayista y novelista. Y gran conoceder de ojo crítico de la sociedad a la que pertenece (Chicago, 1947). 


Con estos precedentes, ir a ver Muñeca de porcelana (China doll), que el autor escribió expresamente para Al Pacino en 2015 y que aquí llega en versión de Bernabé Rico bajo la dirección de Juan C. Rubio era casi de obligado cumplimiento. Si a eso se le añade el protagonismo absoluto de Pepe Sacristán, un actor que resume en sí mismo la historia del cine hispano desde los años sesenta hasta hoy y algunas de las propuestas teatrales más dignas que se han llevado a escena, el éxito estaba casi asegurado. Vayamos a la puesta que hemos presenciado. Una escenografía minimalista: una mesa de despacho y los sillones pertinentes en un ángulo; en el otro, un sillón cómodo para descargar las tensiones del magnate, Mick Ross, un hombre poderoso, empresario y que ejerció de político tras las bambalinas ("estar en política es nadar en la mierda para recoger las ganancias", sic), siempre en beneficio propio, claro, a punto de jubilarse para dedicar su tiempo por entero a una jovencita de la que se ha enamorado y que no aparece en escena, a la que ha regalado un avión para "huir juntos". Corrupto, verborréico, chulesco, de moral infame. De fondo una pared neutra con ángulo agudo en su centro, que sirve de practicable como puerta de acceso o salida y con otros paneles que se abren dejando ver un mueble bar o  un armario ropero personal, o el lugar de las carteras y la caja fuerte. Todo elgantemente lineal y perfectamente iluminado por cortesía del escenógrafo Curt Allen Wilmer. Un acierto absoluto.


¿Cómo se puede mantener la tensión dramática con tan magros elementos? Con el simple apoyo de unos teléfonos. No escuchamos las voces de los interlocutores del financiero, tan sólo las respuestas de éste. De vez en cuando alguna cuña del ayudante secretario que tendrá que encargarse de gestionar la empresa con posterioridad. Es complícadísimo estar en escena durante hora y media en segundo plano, interviniendo más bien como pared de frontón en la que se estrellan los improperios del potentado, poco acostumbrado a que su palabra no se convierta en acción de inmediato. Javier Godino, a quien soy incapaz de distinguir desde la distancia de mi asiento como el inquietante coprotagonista de El secreto de sus ojos (2010), sabe estar discreta y efectivamente, en lo que en teatro se conoce como actitud de escucha activa, pasando teléfonos o contestando las llamadas menos problemáticas, hasta que le llegue su momento al final de la representación. No se es testigo en balde. El nudo del conflicto es la progresiva caída en desgracia de quien lo tuvo todo y al que un pequeño conflicto burocrático, que puede trasformarse en una multa de millones de dólares, dejará sin nada. ¿O no? En escena vemos cómo se mueven los hilos de las influencias, las deudas no pagadas, los chantajes imposibles, las venganzas más sangrantes. Y así el personaje pasará de la prepotencia insultante más absoluta al inicio, a la súplica final para intentar salvar los muebles. Es un personaje nacido en los USA, pero que puede ser fácilmente trasplantado a nuestra realidad. Un "bárcenas" cualquiera. Despreciable, pero que nos atrapa en su humanidad.








 


















 La sabiduría del actor junto con una acertada dirección hacen que Sacristán, con sus ochenta años a cuestas, sostenga la función sin desmayo, con pequeños gestos de perro viejo:  limpiarse compulsivamente el sudor de las manos con los pañuelos de papel, beber un trago de güisqui, doblar metódicamente la ropa que se llevará, quitarse y doblar la corbata para relajarse, anotar algún dato de lo que escucha al teléfono, interactuar con el secretario sin dejarlo prácticamente hablar. No se detiene la actuación en ningún momento. Lo endiabladamente complicado habrá sido aprender ese texto sin la ayuda de ninguna réplica auténtica. El actor habrá memorizado no sólo lo que le escuchamos decir, sino las respuestas que recibe a través de los teléfonos, que le van haciendo modular las contestaciones, la velocidad de su discurso, la emoción de lo que dice. Tiene tablas suficientes para superar el reto sin repetirse en actitudes o tonos. Puede ser autoritario o conciliador, o incluso cariñoso con su "muñeca de porcelana". Teatro actual. Teatro político. Teatro en carne viva. Teatro de texto. Del que me gusta. 

José Manuel Mora.

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