Incendios de Wajdi Mouawad

 Rompecabezas sangriento

Pienso que el teatro ha de ser previo a cualquier otro medio para contar una historia. El cine es demasiado explícito en imágenes. Deja poco espacio para la imaginación. Se nos muestra todo a través de las secuencias. Ya sé que es posible en él la sugerencia, aunque es poco frecuente. La dramatugia lo que hace es poner en pie la palabra, encarnada en los actores. Por eso para mí era un riesgo ver una representación que subía a las tablas una historia que yo ya había visto en una pantalla, aunque bien es cierto que había sido escrita como obra de teatro: Incendios. Su autor, Wajdi Mouawad, nació en Beirut en 1968, en una familia cristiano-maronita, que tuvo que huir a París debido a la guerra civil. Cinco años después acabaron en Canadá y es allí donde el escritor ha desarrollado su carrera literaria. Además de autor, dirige cine y teatro y en 2009 recibió el  Gran premio del teatro de la Academia francesa, galardón que es poco frecuente que se conceda a autores extranjeros. Sin embargo su éxito con la tetralogía Le sang des promesses (La sangre de las promesas), en el que se incluye el presente Incendios lo catapultó a la fama hasta trabajar en el Festival de Avignon, donde presentó la tetralogía en 2009, aunque la que nos ocupa la escribiera en 2003. 


 






















Me preguntába cómo habría resuelto el director, Mario Gas, la complejidad de una historia que sucede en distintos tiempos y espacios, cosa mucho más sencilla con las localizaciones cinematográficas. Pero este señor sabe mucho de teatro y lo ha hecho de diez. Volveré luego sobre ello. Cualquier guerra es un horror; más aún cuando se trata de una civil. La de Líbano la recuerdo en las palabras de Maruja Torres y sus crónicas periodísticas. No sé si la de Siria le está haciendo sombra ya, por hablar sólo de las que se han producido en ese territorio incapaz de asumir tanta Historia. En la obra no se cita país alguno; se habla de refugiados, de ejércitos depredadores, del Sur, de lugares con nombres propios, indefinidos para nosotros. Y en medio de ello unos seres humanos capaces de vivir una historia de amor que engendra vida, y de sufrir hasta la extenuación. Una vez más las mujeres son los sujetos pacientes del desastre. Hay además un par de hermanos, chico y chica, cuya madre, al morir, los ha dejado encargados de buscar al padre de una y al hermano del otro. Al tiempo que realizan esa búsqueda buceando entre testimonios del pasado, vemos los protagonistas de ese pasado actuando in media res. Ambas líneas narrativas acabarán por confluir con todo su dramatismo en un crescendo emocional que conmueve y horripila a la vez.



La solución escénica es minimalista y enormemente expresiva. Un muro de fondo sirve de puerta de usos múltiples y a la vez permite proyectar sobre él fotos y vídeos. El resto del atrezo, casi arte povera, sirve de sobra a los intérpretes para apoyarse en sus parlamentos y estar en uno u otro lugar, ayudados de mínimos elementos de vestuario. La profundidad ideológica de los planteamientos de la obra sitúa a los espectadores en las mismas disyuntivas que viven los personajes. ¿Se puede vivir con odio? ¿Se pueden perdonar los crímenes de lesa humanidad? ¿Sirve de algo convertirse en verdugo? ¿Logrará eso hacer entrar en razón a los bárbaros? ¿Puede el silencio proteger de la conmoción interior? ¿Justifica el amor los padecimientos que desencadena? Hay una idea fuerza que a mí me ha conmovido especialmente, y es el mensaje de la abuela a su nieta, sabedora de la proximidad de su fin: "aprende a leer, a escribir, a contar, a hablar"; eso será lo único que la pueda sacar del hoyo de odio y sometimiento en el que las mujeres se han movido surante siglos en esa y otras zonas del mundo. Esa sola escena entre la Espert, y pronto vamos a poder decir seguramente "la Marull", valdría para consagrar una carrera. Ambas muestran registros variados al incorporar a diferentes personajes o a éstos en diferentes momentos: los del  ecuentro amoroso inicial de Marull con su enamorado, o la despedida de su amiga, que la hará convertirse en "la mujer que canta", la muestran plena de sensibilidad. El parlamento de Espert ante el tribunal es una clase magistral de interpretación servida con gesto y contención impecables, sin sombra de la cantarella de antaño que tanto la afeaba..



No están solas en escena: Ramón Barea sirve igual de notario que de testigo del horror y desvelador del mismo. Álex García ha sido para mí un descubrimiento (no veo series de sobremesa y no lo recordaba de La cabra, dirigido por Pou): a pesar de su juventud es capaz de mostrar rabia, ternura o de conmoverse hasta las lágrimas escuchando la confesión de la madre. El resto del elenco, ajustadísimo. No quiero dejar de señalar que la crudeza de la secuencia del autobús ardiendo o de las violaciones y torturas carcelarias, tan impresionantes en la pantalla, aquí se sostienen tan sólo con la fuerza de la palabra desnuda y en pie, servida por actores que creen en lo que dicen, con el tono y las pausas justas. Otra buena resolución teatral me ha parecido la convivencia en escena de distintos tiempos y personajes que están separados también por la geografía, pero que aquí multiplican la interacción sin molestarse. 



La escena y solución final es una bella metáfora de la integración como única posibilidad de salvación de todos nosotros. El teatro es una ceremonia colectiva, comunitaria. No hay teatro sin público. Y hoy el Principal estaba a rebosar, lo cual habrá trasmitido con seguridad buenísimas vibraciones a los actores, que han tenido que volver a salir a saludar con la gente puesta en pie aplaudiendo. No hay mejor tributo a una labor que requiere entrega y sensibilidad. Con una obra como la presente, uno vuelve a reconciliarse con las tablas.



José Manuel Mora.

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