Ravel, de Jean Echenoz

 Un carácter

Con tanto por leer, con tanto autor nuevo por descubrir, con tanta literatura de territorios desconocidos que pueda descubrirme parajes nuevos, personajes con problemáticas diferentes, no es muy frecuente en este blog que repita autores, menos aún en un periodo relativamente breve de tiempo. Hace un año dejaba aquí constacia de un libro, 14, (http://mbadalicante.blogspot.com.es/2016/06/14-de-jean-echenoz.html) que me sorprendió por lo escueto, por lo desnudo de su prosa, por la concisión expositiva para narrar el horror de la Primera Guerra Mundial. Escribo esto sin mirar lo que entonces redacté, yo, que suelo olvidar con enorme rapidez lo que redacto justamente para no olvidar. Pero es cierto que hay libros que quedan grabados con mayor intensidad en nuestro disco duro. Así me ha sucedido con el de ECHENOZ, JEAN. Ravel. Barcelona: Ed. Anagrama, 2007, en su primera aparición, aunque yo lo lea ya en una de 2014, con una traducción impecable de Javier Albiñana y 124 páginas escasas que casi se leen de un tirón. ¿Por qué reincidir, pues? Había leído en algún sitio que era su mejor libro. Luego estaba el asunto del título. El compositor, con su fastuoso Bolero, marcó mi infancia. Y éste es un sentido homenaje a mi chacha Ángeles, que después de haber visto en el cine Roxy de Benalúa El bolero de Raquel (sic), en la que lo bailaba Cantinflas, ella lo remedaba ante nosotros cada vez que lo escuchaba en la radio. Y lo hacía con una gracia extraordinaria, consiguiendo que mi hermano y yo nos troncháramos de risa. Así hasta que vi en directo la impresionante creación de Maurice Béjart, que me dejó sin habla. No sé qué le habría parecido al compositor esta versión, que recreaba la danza en una especie de serrallo exclusivamente masculino en el que la frase músical repetida a lo largo de la pieza era encarnada por un varón que bailaba sobre una mesa circular, a la que iban acudiendo paulatinamente los espectadores/bailarines que la rodeaban, como sucedía con la orquestación de la pieza, que iba incorporando distintos instrumentos al tema central para enriquecerlo y mecerlo con su ritmo obsesivo.Gracias al cabezota de mi hermano escuché en esos mismos años de tardoadolescente algo que me pareciá ya entonces hermosísimo: Pavana para una infanta difunta


Echenoz, (Orange, 1947), se formó en áreas científicas (sociología, ingeniería) pero el ambiente familiar (padres y abuelos melómanos) seguramente lo predispuso a la música, en la que es un experto, toca el contrabajo, y tal vez es la razón por la que ha escogido al músico Maurice Ravel para trazar una biografía que en realidad no es tal. Multipremiado, como ya señalé en la reseña de su libro anterior, el Médicis para Cherokee (1983) y el Gongourt para Me voy (2004) tal vez sean los de más prestigio que ha recibido. Sigue siendo, a pesar de su edad una especie de enfant terrible de la literatura gala. La que comento le hizo ganar el F. Mauriac. El libro se publicó en Minuit en 2006, es decir que se trata de un trabajo anterior al señalado más arriba. Digo que es posible que no se trate de una biograía auténtica, aun cuando los datos básicos en los que se apoya sean ciertos. Esboza un recorrido por los últimos diez años de la vida del compositor (1927 - 1937), cuando éste tiene 52 años y se dispone a realizar un gira de conciertos en los USA y Canadá en la que será eormemente aclamado.


La figura del músico nos es presentada desde los momentos de la preparación del viaje a través de sus baúles y maletas, que atesoran hasta 37 pijamas distintos, por citar una sola prenda. Parece que era un auténtico dandi, además de soltero emperdernido y seguramente por ello enormemente maniático, no sólo en lo relativo a su atuendo, sino en lo que se refiere a sus costumbres a la hora de dar un concierto o de sentarse a la mesa. El viaje le permite descubrir la primera película hablada y conocer a G. Gerswin, quien era un ferviente admirador suyo, admiración mutua, porque el francés se dejó seducir por el jazz de la época;  o a Chaplin. Con todo y ser datos de una biografía, el libro de Echenoz no lo es. Tampoco una novela histórica. Se salta las convenciones genéricas para levantar un consturcto verbal que encaja a la perfección en sus preocupaciones vitales y estilísticas:el viaje, los conflictos de identidad... La concisión sigue rigiendo su escritura y así, unas pocas líneas le son suficientes para describir al compositor: "Cuando cierra un instante los ojosparece su máscara mortuoria" (pág. 13); o esta otra:  "Su rostro anguloso bien afeitado dibuja con su larga y delgada nariz dos triángulos montados perpendicularmente el uno sobre el otro. Mirada dura, viva, inquieta, orejas despegadas sin lóbulos, tez mate. Distancia elegante, simplicidad cortés, cortesía helada, no forzosamente hablador, es un hombre seco pero distinguido, de punta en blanco las veinticuatro horas del día " (pág. 22). Es el protagonista de su historia y el autor no puede ser más distante a la hora de presentarlo. No hay exaltación ni adorno. Su estilo sigue siendo seco y austero. No hay evolución psicológica apenas en él.


Su vuelta a Francia lo lleva a encontrarse con Satie, con Alma Mahler, con J. Conrad... Y a propuesta de la bailarina Ida Rubistein, que fue en parte su mecenas y su protectora, comienza a trabajar en una idea para un balé con un plateamiento curioso: "Sabe lo que quiere hacer [...] una partitura sin música, una fábrica orquestal sin objeto, un suicidio cuya única arma es la ampliación del sonido" (pág. 79), lo que dará lugar al archiconocido Bolero. Contrariamente a lo que él esperaba, el triunfo de la pieza es arrollador, lo que le hace pensar que la gente no la entiende. Empieza a tener algún problema con la coordinación de las manos, con la búsqueda de la palabra exacta, y decide viajar primero a S. Juan de Luz, donde ha veraneado en otras ocasiones y donde "el océano se estira bostezando" (pág. 107) y luego a España y Marruecos, lugares que ya había visitado y que siempre le proporcionaron sosiego. La progresión del mal es lenta pero imparable y llega un momento en que es consciente de que está siendo "protagonista de su caída a la par que espectador atento, enterrado vivo en un cuerpo que no responde ya a su inteligencia, viendo a un extraño vivir en él" (pág. 118).  No hay nostalgia ni melancolía ante lo perdido.

El escritor es dueño absoluto de su narración y se presenta en ella con armas y bagages: "Nos asomaremos un instante" (pág. 38), haciéndonos conscientes de quién manda: "Saltémonos los tres [días] siguientes" (pag. 43). Ello hace que nos sintamos fuera de la historia, a pesar de la primera persona del plural inclusiva. Hay poco adorno, ya lo he dicho, pero de repente alguna comparación no deja de sorprender: "Se duerme como una piedra en un pozo" (pág.33). Utiliza el estilo directo con uerba dicendi, sin guiones en los diálogos, otra herramienta más de distanciamiento a mi parecer: "Vamos, Hélène, dice Ravel encendiendo un Gauloise. No es para tanto. Por cierto, ¿a qué hora es el tren?" (pág. 12). Por todo ello echo de menos en esta aproximación al músico algo más de humanidad en el retrato que de él hace y algo más de empatía por parte del escritor. Está claro que no es esa su opción. Y ello hace que lea hasta las últimas páginas, cargadas de dramatismo en su peripecia humana, con cierto desinterés. Es evidente que el escritor domina el mecanismo, pero no consigue llegarme. Con pocos elementos también, los cuatro músicos que interpretan a continuación una personalísima versión del Bolero, logran la cercanía de quien los ve pelear por el espacio y por la música, ésta sí, vivísima.
José Manuel Mora.



































 

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