Entre cielo y tierra, de Jón Kalman Stefánsson

 En medio de la oscuridad

Sigue llamándome la atención, ya lo he dicho, y hay en este blog muestras de mi afición por los escritores nórdicos, todo lo que tiene que ver con lo boreal. He leído a autores daneses, suecos y noruegos. No había hecho, sin embargo, ninguna incursión por las letras islandesas. Ese país me fascinó tras un recorrido de apenas una semana por "la" carretera que perimetra la isla. Noches blancas de julio con coches de faros iluminados para tener sensación de que se circula "de noche"; el sol rebotando en el horizonte sin llegar a sumergirse en el mar a las doce de la medianoche, como único e inmenso entretenimiento al alcance; cataratas salvajes entre rocas oscuramente volcánicas; géiseres imprevisibles que estallaban en agua atomizada para gozo de todos; los primeros icebergues flotando en el agua con su azul majestuoso e imposible silencio, fragmentos de hielo de una pureza acuosa de milenios. Las casas de colores restallantes para poder identificarlas en medio de las ventiscas oscuras de nieve. Me emocionó visitar el enclave en el que se sentaron varones y mujeres en paridad para decidir sobre cosas del común, una especie de parlamento avant la lettre, el más antiguo de Europa. Y me volvió a emocionar este pueblo perdido en las aguas polares cuando fue capaz de castigar a sus gobernantes corruptos y hacer que la crisis recayera en los culpables y no en quienes menos culpa tenían, como sucedió en tantas otras partes. En nuestro país sin ir más lejos. 


Y así, llevado por mi instinto, por mis evocaciones, por una editorial de la que me fío y por el exotismo de lo que se me promete desde la cubierta, elegí esta vez a STEFÁNSSON, Jón Kalman. Entre cielo y tierra. Barcelona: Salamandra, 2011. El autor, nacido en Reikiavik en 1963, cursó Literatura en aquella universidad sin llegar a acabar sus estudios. Se ha dedicado fundamentalmente a escribir, aunque es verdad que se enroló en su juventud en un barco de pesca de bacalao y no salió muy bien parado ("Me ponía enfermo todo el tiempo, me mareaba y, como algunos de los personajes, tenía que dejarme cuidar por la tripulación. Pasaba mucho tiempo en el lavabo"), debido a la dureza de las condiciones del trabajo. Dio clases, ejerció como bibliotecario (no sé si teien que ver con la fascinación que una biblioteca produce en el joven protagonista), actuó como periodista y recibió en 2005 el Premio de Literatura de Islandia. Dio el salto al reconocimiento internacional a través de las traducciones que se hicieron de sus novelas al francés y al alemán. Nos llega ahora en una más que aceptable de Enrique Bernárdez. Se trata de una trilogía compuesta, además de por la que comento, por La tristeza de los ángeles (2016) y El corazón del hombre (2017), todas en el mismo sello editorial.


 No conozco las sagas nórdicas, aunque hayan inspirado tantas narraciones medievales. La presente se inicia en letra cursiva, con un plural que no acabamos de saber a quién incluye, hay algo de coral ahí,  pero que pone de manifiesto el propósito del narrador: "Sólo somos casi oscuridad [...] Algo sabemos de la vida y de la muerte [...] queremos contártelo: hemos recorrido este largo camino para conmoverte y cambiar el destino" (pág. 11). Nos da sin embargo una pequeña pista que no aclara demasiado: "Te hablaremos de gente que vivió en la misma época que nosotros, hace más de cien años" (pág. 11), lo que, al alejarlo del ahora, lo sitúa casi en el terreno de lo mitológico, como el paisaje que rodea a los personajes, de una belleza subyugante ("Las cumbres rocosas de las montañas sueltan el lastre enseguida y asoman , negras como el carbón, a la superficie de este universo inmaculado", pág. 15), a la vez que de una hostilidad que puede volverse mortífera en cualquier momento. "Nuestras palabras son como brigadas de salvamento [...] para rescatar sucesos del pasado y vidas extintas del agujero negro del olvido" (pág. 11). Las comparaciones suelen ser sencillas, como ese universo primitivo del que emergen: "Una vereda angosta que se retuerce  en la nieve como una serpiente congelada" (pág. 16), y que me trae a la cabeza las de García Márquez. A su vez las metáforas poseen una enorme fuerza poética: "El mar, de un azul gélido, nunca en calma, es un monstruo gigantesco que respira y nos lleva en su lomo hasta que un día nos expulsa y entonces nos ahogamos" (pág. 17). Ahora es Homero y "el amplio dorso del mar". Ya se esboza ahí la posible tragedia que atenaza a unos marinos que, paradójicamente, no saben nadar, aunque algunos vengan a embarcarse borrachos de la poesía que habita en El paraíso perdido, de Milton ("para mí tú eres todo lo que existe bajo el cielo", verso capaz de llenar de fuerza un corazón), y que ha vertido al islandés un cura "con tal grado de miseria que a veces no tenía papel para escribir" (pág. 56). 



Tierra, agua, aire, elementos básicos: "El viento [...] azotándolos con su látigo de hielo" (pág.18). Todo lo básico en la vida de estas personas, entre las que encontramos al joven muchacho protagonista, y su inseparable amigo Bárdur, que se embarcan en un frágil cascarón de seis remos y que lucharán con los elementos para traer de vuelta a casa el bacalao del que dependen sus frágiles economías. Aquí los ecos son de Aldecoa y su Gran sol. Los dos autores se embarcaron y conocieron de primera mano las dificultades de un mundo en el que  el mar "entra en las conciencias y en los sueños de todos, donde se aparecen peces y compañeros ahogados que saludan con aletas en vez de manos", con un toque de surrealismo casi del antiguo Ops. Y a la vez, ese mismo mar "está tan manso que bajamos a la playa para cariciarlo" (pág. 29). Y en medio de tanta poesía, la realidad social de la época en toda su crudeza: "Los débiles limpian la mierda de los demás" (pág. 19). Los pescadores que desafían a los elementos ("la tempestad y el mar, dos monstruos primigenios que se beben a los hombres", pág. 74) contrastan con quienes no salen de sus casas, humildes pero confortables, o suntuosas para quienes han estado cerca de la poderosa Dinamarca. El narrador/autor es de una estirpe poética, consciente del valor de las palabras: las hay que "pueden cambiar el mundo, que nos consuelan y secan las lágrimas. Hay palabras que son balas de fusil mientras que otras son notas de violín. Hay palabras que pueden fundir el hielo del corazón" (pág. 56). Ambos saben que "la poesía es como el mar, un lugar profundo y oscuro" (pág. 169).

 
Además de los libros, a estas gentes les ayuda a vivir el amor, el aguardiente y, a algunos, Dios. Hay multitud de personajes de nombres endemoniados, que no sabemos a veces si corresponden a varones o mujeres. Éstas lo tienen todo más difícil, aunque no tengan que salir a pescar: "Tienen pocas posibilidades de continuar sus estudios" (pág. 147), lo que las relega al hogar. Las historias se entrelazan y acaban por diluir la tragedia inicial, que ha llegado a conmoverme por su dramatismo y plasticidad. En realidad el protagonista permanente es Lugar, donde todo ocurre, una vez que se aleja uno del mar, donde se recibe el correo y los periódicos e incluso novedades francesas, como los escritos de Zola. La técnica narrativa ayuda a la rapidez de los diálogos de estilo directo: "No te olvides de mí, un muchcacho, le ruega, jamás, dice él" (pág.79). Los guiones del diálogo se han sustituido por comas. Pero es la fuerza poética de su expresión lo que lleva al lector sin darse cuenta: "Abril llega a nosotros con su botiquín e intenta curar las heridas del invierno" (pág. 121), lo que no sé si siempre consigue, dado el elevado porcentaje de suicidios. Deben de ser muy arduos los largos inviernos "en medio de la oscuridad". Sé que es injusto valorar una trilogía a partir del primer libro exclusivamente, sin embargo he de confesar que no sé si seguiré los avatres helados del muchacho que protagoniza este primer volumen. Sé que se incorporarán otros personajes y que la maduración y las dificultades lo acabrán convirtiendo en un hombre. Pero no sé si me haré con los dos que faltan. No reniego a pesar de todo del recorrido que me ha llevado por esas gélidas tierras a lo largo de estas páginas, menos amables que cuando yo las visité en pleno verano.
 
José Manuel Mora.
 











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