Las almas muertas, de Nikolái Gógol

 Fresco ruso

De vez en cuando me da la venada y decido llenar huecos que tal vez no debiera haber dejado sin cubrir mucho antes. A veces lo hago estimulado por alguna reseña elogiosa, otras al descubrir la materialidad del libro. Viene esto a cuento de la deuda que tengo con "los rusos". Si  a los veinte años me quedé anonadado con Los hermanos Karamazov de Dostoievski, debería haber seguido con otras de sus obras claves, como Crimen y castigo, por ejemplo, aunque hace algunos años descubrí Humillados y ofendidos, aquí comentada, de la que ni había oído hablar. No lo hice porque en general sus novelas suelen ser de largo aliento y enorme extensión. El XIX español si entraba en el programa de Románicas y a ello me dediqué. Luego decidí que era hora de descubrir a Tolstói, y aquí he dejado constancia de la gozada que me supuso su Anna Karénina, o Guerra y Paz. Algo de Gorki y varias obras de Chéjov me dejaban la conciencia tranquila. Toca ahora meterse con otro de los grandes patriarcas rusos: GÓGOL, NIKOLÁI. Las almas muertas. Madrid: Nórdica Libros, 2017, con 426 págs; trad. de Marta Rebón y con unas maravillosas ilustraciones de Alberto Gamón. Sólo el tacto de la cubierta y su color ya eran una invitación. El gramaje del papel utilizado, 135 grs. no suele ser frecuente, da enorme solidez al ejemplar. Y el encontrarse a página completa con las ilustraciones era un gozo. Es de los libros que hay que conservar, como suele suceder con los de esta editorial. 


 Gógol (1809-1852), por las fechas señaladas, fue educado en el gusto del Romanticismo, lo que se pone de manifiesto en su Tarás Bulba (que yo sólo conocí a través del cine. Sin embargo se embarcó en 1842 en una pugna con la censura para publicar Las almas muertas, que él nombra siempre en el interior de la obra como "poema épico en prosa". Y su visión de la sociedad rusa de la época acabó por sentar las bases del Realismo. Su inquietud moral y religiosa le hacía ver con ojo muy crítico los estamentos sociales de su momento. Conforme me adentré en la lectura, descubrí en una cita al pie que la segunda parte no se conservaba entera dado que el autor la quemó, debido a las críticas que recibió la primera. Lo que se publica, parcial, se hace a partir de copias que poseían sus amigos. Todo ello debió de contribuir a un desequilibrio anímico cada vez mayor, que lo llevó a peregrinar a Tierra Santa. Tal vez sin proponérselo había puesto los cimientos de la narrativa posterior. El propio Dostoievski confesaba que todos los escritores subsiguientes "hemos salido de El abrigo de Gógol", uno de sus relatos más famosos. Veamos pues qué encierra esta obra señera.


A un lector del siglo XXI le sorprenderá, de entrada, ver cómo el autor/narrador se incluye en la historia de forma explícita y sin subterfugios: "A los solteros no sabría decir quién se las hace, pues yo nunca he llevado una corbata" (pág. 13). Su omnisciencia se pone de manifiesto de manera ostentosa, es quien controla la narración: "De todo esto esto se irá enterando el lector poco a poco y a su debido tiempo" (pág. 25). Y también su credo estilístico queda evidenciado desde el inicio: ""El autor [es decir, él mismo] siente un extraordinario apego por los detalles [...] y si bien es ruso, quiere ser meticuloso como un alemán" (pág. 25), de donde derivará su tendencia al dato realista. "Zambullámonos en la vida con todo su ajetreo y repiqueteo hueco" (pág. 157). Y parece que ello proviene de un rasgo de su personalidd: "En la época de mi juventud, [...] la felicidad me invadía cuando llegaba por primera vez a un lugar desconocido [...]la inquisidora mirada infantil descubría un sinfín de curiosidades" (pág. 129). Gógol es consciente de que esta perspectiva literaria, por novedosa, no cosechará un aplauso unánime: "el escritor que se atreve a sacar a la luz lo que [...] no advierten las miradas poco atentas [...] fango de minucias que enloda nuestra vida" (pág. 156). Desde el inicio presenta al protagonista, Chíchikov, un pequeño terrateniente que antes fue funcionario, con un intento de neutralidad y a quien, a lo largo de la narración, irá poniendo de manifiesto que lo ve con ojo crítico: "Se mirara por donde se mirara era un hombre de lo más decoroso" (pág. 24) [...] "con sus cualidades y maneras encantadoras y su dominio del secreto de agradar a los demás" (pág. 183). Pronto veremos que lo que pretende es estafar al Estado comprando por cuatro perras campesinos fallecidos, "almas muertas", y que todavía constan como vivos en los registros, para así obtener las tierras que se proporcionaban a quienes tenían un determinado número de siervos. Este núcleo argumental que aparece al inicio no es más que un pretexto para hacer una crítica severísima de la sociedad de su época y de la condición de los seres humanos. 


Los personajes que rodean al protagonista son meros arquetipos: Pliushkin es un avaro redomado; Sobakévich, un jugador empedernido; Nozdriov, un mentiroso compulsivo. No hay profundidad psicológica en ellos ni evolución alguna; están ahí para hacer reír y para poner en solfa a la clase social a la que pertenecen. Tampoco las mujeres, como grupo social, salen bien paradas: "Por su manera de comportarse, por su buen tono, por su seguimiento de la moda hasta en los más mínimos detalles..."(pág. 183). Y más adelante "lo que hay que ver: ¡cómo recargan sus vestidos las mujeres! ¡Es inaudito, alguna llevaba encima más de mil rublos!" (pág. 202). No hay la acritud que ha usado con los varones, pero sí una ironía a base de reticencia que se me antoja casi más hiriente. Esa ironía la usa contra sí ismo en una autoparodia hilarante: "No conviene al autor, hombre hecho y derecho, educado por una severa vida interior y por la refrescante lucidez de la soledad, dejarse arrastrar como un jovenzuelo" (pág. 259). Frente a los terratenientes que se dedican a beber y a jugarse lo que tienen y a perderlo, "todo corre a cuenta de los impuestos sobre los campesinos" (pág. 202), que acabarían logrando la emancipación en 1861. 


Los funcionarios también reciben su rapapolvo: "Incluso para los puestos menos atrayentes se necesitan padrinos" (pág. 265), vegetan entre montones de papeles, más atentos al rango de los demás y a las atenciones que reciben, que al servicio de los ciudadanos. Y así va quedando retratado todo el pueblo ruso, "que está constituido de tal manera que no pueden prosperar más que las reuniones que se convocan para organizar fiestas y banquetes" (pág. 230). Hay para todos: "Los patriotas que sentados tranquilamente en un rincón y entregados a asuntos compeltamente ajenos, amasan sus pequeñas fortunas construyendo su destino a expensas de otros" (pág. 283).  Y hasta la caída en desgracia de Chíchikov vendrá con autoindulgencia por parte del propio personaje: "Me percaté de que no conseguiría nada por el camino recto" (pág. 408) y que "sólo me aproveché de lo sobrante, me llevé lo que caulquiera se habría llevado" (pág. 277). ¿No suena esto como la justificación de todos los que aquí y ahora se lo han llevado crudo? Para este vasto fresco social tan crítico desde la ironía no hubiera hecho falta tal cantidad de páginas sin acción ninguna, recurrentes en muchas ocasiones. Ello hace que para un lector actual pueda resultar una tarea ardua y sin demasiados alicientes. A veces la imaginación de los personajes viene emparentada con la de D. Quijote, a quien el mismo Gógol cita: "Ahora el carácter ruso tiene un quijotismo que nunca había tenido" (pág. 360). 


Al final se pone de manifiesto el ramalazo espiritual que venía ocupando al escritor y así llega la lección que parece haber querido trasmitir con su extensa narración: "Dios exige al hombre que sea creador de bienestar a su alrededor".(pág. 366). No es una motivación demasiado complicada de lograr y seguramente provoca en quien lo consigue mucha más felicidad que la de amasar una fortuna aun a costa de trampear con almas muertas.

José Manuel Mora.

 










 

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