Sicilia I

 Entre el Tirreno y el Jónico

Es increíble, a la par que preocupante, cómo la memoria puede deformar la realidad vivida. O tal vez se trate de la desmemoria, a pesar de la existencia de testimonios gráficos. Viajé a Sicilia por primera vez en el 89, en un periplo enloquecido en autobús, que nos llevó desde la península a la isla por Messina y de allí de nuevo a atravesarla hacia Bari, de camino a Grecia y Bulgaria en quince días. No sería pues de extrañar mi confusión ante tamaño ajetreo. Sin embargo y más que por la media docena de fotos disparadas (en aquella época analógica se contaban los disparos para no pasarse con la factura de las reproducciones en papel), me había quedado la vaga sensación de lo inquietante de Palermo, de la magnitud del ocaso en el teatro romano de Taormina, y el Etna al fondo de cualquier perspectiva. Así que no me quise informar demasiado al preparar el viaje de este septiembre pasado. La Guía Verde, de Aguilar, que nos regaló mi hermano fue un papel pautado suficiente sobre el que situar las distintas etapas de un viaje de tres semanas nada menos. Y con el esquema en un folio y las sugerencias de quienes ya habían estado y recomendaban unas cosas u otras nos pusimos en camino. Siascia y Camilleri (vid. comentarios en este mismo blog) fueron los que me acompañaron para ponerme en situación, aunque en la memoria se mantenía viva la lectura de Lampedusa (“estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos; todos esos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quién sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempre incomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio; todas estas cosas han formado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores además de por una terrible insularidad de ánimo”). Había que volar desde Madrid, lo que nos dio oportunidad de visitar el Thyssen ("El Renacimiento en Venecia" y "Sonia Delaunay"), y en El Prado, pudimos ver lo que se nos escapó en Nueva York:: los tesoros de la Hispanic Society of America, muestra perfecta de cómo algunos millonarios con sensibilidad y aprecio por una cultura ajena,  pudieron atesorar una colección impagable (desde la Prehistoria hasta Sorolla), cierto que muchas veces comprando por cuatro cuartos lo que aquí estaba y no era apreciado. Allá sigue y muy cuidado. En el trayecto al aeropuerto olvidamos en el Metro la carpeta con los billetes y la información. Al volver a buscarla, alguien la ha entregado a una empleada y se nos pasa el primer susto.



Lo primero que sorprende, aunque sea algo sabido, es la naturaleza volcánica de la isla (cinco millones de habitantes), lo que se aprecia mucho mejor desde el aire, al acercarse al aeropuerto de Palermo (medio millón de los habitantes de la isla), que lleva el nombre de Falcone y Borsellino, los jueces asesinados (1992) por la Cosa Nostra en los años de plomo. La media hora de autobús (10€ i/v) hasta la ciudad trascurre bordeando la costa, entre unos perfiles de construcciones que recuerdan las nuestras en los años sesenta, cuando aún no se construía en altura. Todo es sencillo y a un nivel humano. Los chalés se alternan con los cultivos: higueras, olivos, pinos, plátanos, vides, palmeras..., todo bien mediterráneo. Aunque hemos reservado un B&B cerca del paseo marítimo, no disponemos del preceptivo mapita y damos una buena vuelta hasta localizar el "Petrosino", cuyos balcones dan a la Piazza Marina, con ficus enormes que producen sombra, y donde se puede comer a las cinco de la tarde pane e panelle y pane con milza, la antigua asadura, sabrosísima. Estamos en el barrio de La Kalsa y nos ponemos a explorarla. Nos llama la atención ver que la gente se casa en lunes a media tarde, por la Iglesia siempre, claro; luego descubriremos que lo hacen a diario y montan el espectáculo por donde pasan. Las calles me recuerdan a las de Taranto, con edificios que parecen deshacerse a golpe de brisa marina sobre la piedra arenisca, suelos enlosetados y brillantes, sin aceras, portalones de viejos palacios unifamiliares, hoy reconvertidos en oficinas municipales y donde se dejan los coches como buenamente se puede, patios interiores donde conviven las arquerías góticas con los vehículos de fabricación italiana, que tanto les enorgullecen...
 











Todo está bastante degradado en esta zona. No parece haber dinero para restaurar algunos edificios que en su momento debieron de ser espléndidos. Por la Porta dei Greci salimos al mar. Hay una luna llena espectacular y el atardecer invita al reposo con el sonido adormecedor de una sola ola y la frescura de una tónica en la mano. El paseo continúa por otro barrio, La Vuccuria, que tiene un aire al barrio del casco antiguo de Alicante: se asan espetas en la calle, se sirve pulpo, se bebe cerveza en plena acera mientras suena la música, todo muy concurrido por gente joven. No quiero pensar  en las personas que viven en los pisos superiores. La Piazza de S. Domenico, con la bella fachada de su iglesia, es una mejor y más tranquila escenografía para el primer y fastuoso helado. El ambiente, con 28º, es absolutamente veraniego y todo tiene un aire sabatino en el que no se distinguen demasiado los turistas. Al día siguiente y ya con un Fiat Tipo, en vez del Fiat Punto previamente contratado, más caro, (los de Maggiore se han aprovechado de no tener competencia en la estación donde se recogen y de nuestra prisa por salir) empezamos a bordear la isla hacia poniente en dirección hacia S. Vito lo Capo. El día es completamente veraniego y permite disfrutar de unas vistas espectaculares. Todavía quedan algunos bañistas sin apreturas de ninguna clase en aguas entre un verde trasparente y un turquesa intenso.


Las carreteras, muy mal señalizadas en general, por ausencia de indicaciones o por mala colocación, son menos caóticas de como las recordaba y a primera hora de la tarde estamos en Trapani (léase como esdrújula), que mira al Tirreno por los dos lados de la pequeña península en la que se sitúa la ciudad. El Barroco impera en toda ella de forma mayoritaria y tanto las fachadas como los interiores de las iglesias son buena muestra de cómo los artistas de la zona imitaban a los de la península, con resultados brillantes en muchas ocasiones. El taraceado de los mármoles en altares y púlpitos es asombroso y de una riqueza de colores de vivísimo rompecabezas. Con acierto las calles del centro están peatonalizadas y se ocupan con restaurantes y heladerías, aunque la gente sigue viviendo en ellas, no se han "gentrificado" (¡Uy!, perdón por el palabro). Todo parece estar pensado para los turistas que tienen aquí la salida del barco que lleva a las islas Égadas, lo que da a su puerto mucha vidilla, aunque todo con un ritmo bastante sosegado que permite el paseo y la contemplación.

 



 
















El atardecer, durante el paseo por el Lungomare Dante es de una belleza casi hiriente. A la hora de la cena comprobamos la delicia de una caponata bien hecha y descubrimos la cerveza Moretti, artesanal con cuerpo y sabor. Y hay que retirarse porque la visita a Segesta al día siguiente (a 40 km.por la A29) conviene hacerla a primera hora. En los alrededores del templo no hay ni una sombra, pero a las diez de la mañana el sol todavía no calienta demasiado y somos de los primeros visitantes, con lo que el disfrute es casi privado. La construcción dórica, ubicada en lo alto de una colina, en medio de ninguna parte, parece que haya sido depositada allí en el S. V a.C. por una nave extraterrestre. La piedra da la impresión de haber ido dorándose poco a poco por el sol. Y la presencia es rotunda y elegante, sobria. La caminadita hasta el teatro que anuncia la guía es de subida no muy pronunciada y la sorpresa llega cuando aparece escondido tras la loma que hemos coronado, descendiendo por el otro lado ante un paisaje majestuoso con el mar al fondo. No sabemos qué parte está restaurada y cuál es original, pero el conjunto resulta muy convincente y con cabida para 4000 personas.  Seguro que aquí la palabra puesta en pie, como definía Lorca el teatro, sonaría de una manera impresionante.

  
































Cuando regresamos a Trapani, queda tiempo para una siesta y tomar el nº 21, un autobús que parece llevarnos hacia los barrios periféricos del norte de Alicante, igual de feos y mal construidos, con una degradación evidente, y que nos acerca a la funicolare, que en diez minutos de vuelo silencioso nos trasporta a Erice, a 750 m. de altitud. El viento que sopla allá arriba refresca la perspectiva absolutamente aérea de lo que hemos visto en los dos últimos días. La lengua de tierra que se adentra en el Tirreno, las Égadas al fondo, como transatlánticos varados en un mar de estaño,  las salinas que mañana visitaremos y los baluartes defensivos normandos, encaramados en lo alto de las peñas, a las que se llega por callejas empedradas y estrechas, que caracolean como las de los viejos zocos, donde no parece vivir nadie, salvo alguna casa ocupada por artículos para turistas, los consabidos restaurantes y numerosos B&B, además de una serie de iglesias visitables, todo dentro de un perímetro triangular en el que, tras descender callejeando, acabamos encontrándonos con el Duomo, casi torre defensiva con su campanile exento adentrándose en la niebla del atardecer. Es hora de regresar.


 
























No me resisto a poner una par de fotos más de este lugar de aires mitológicos, casi celtas y que en otro momento de pleno verano, atestado de turistas, no hubiera tenido el encanto casi mágico con el que lo despedimos.La hora del descenso tramuta el paisaje de atardecida en un Turner insuperable.



























De mañana iniciamos el recorrido entre salinas muy similares a las que bordean los  saladares cercanos a Santapola, pero la luz parece distinta. La zona vive de su explotación y existe incluso un museo de la sal para explicar su extracción y tratamiento. La intención es llegar a Mozia y visitar el pequeño museo Whitaker en la isla de S. Pantaleo, que alberga entre fondos fenicios y púnicos una talla que merece el viaje: il giovanotto di Mozia. Está perfectamente ubicado en un lugar que es casi un pequeño escenario sabiamente iluminado para arrancar los brillos de los pliegues de  mármol del ropaje del joven, que parece mirar casi desafiante desde su hermosa juventud al visitante que tal vez no sabía de su existencia. A pesar de carecer de los pies y de los brazos, una mano apoyada en su cadera, como al descuido, lo convierte en algo casi inquietante. Es evidente la forma en que los gustos y las técnicas escultóricas viajaban por el Jónico desde la lejana Grecia. Su armonía emociona. El resto de la isla se puede recorrer entre restos de fortificaciones, antiguas puertas, fragmentos de mosaicos y un enloquecedor sonido de chcicharras entre los arbustos y los pinos. La gente del cercano Bar de Saro es tan amable como suelen serlo los de aquí. "Somos muy parecidos", nos dijo ayer el que nos sirvió unos pulpitos rebozados en un cucurucho de papel de estraza. Los primeros cannoli que probamos y el auténtico marsala hacen que nos parezca habernos dado un banquete.



























Pasando por Mazzara del Vallo, decidimos quedarnos en un B&B, "Il cuore di Dionisio", que parece haber sido en tiempos una enorme casa de labor, hoy reconvertida en albergue, o agriturismo, como ellos los llaman, con su patio central restaurado, il baglio, y las habitaciones casi franciscanas, cada una con un nombre griego ("Taurus", la nuestra), rodeadas de olivos y un comedor/refectorio con arcos fajones ojivales de tipo normando que imponen lo suyo. Somos los únicos huéspedes y la amabilidad es de nuevo extrema y la tranquilidad que se respira en el lugar, casi conventual. Bajamos a ver atardecer a la Marinella di Selinunte y de nuevo somos testigos de otra boda con novios que se fotografían junto al mar, como en una película de Fellini; además, el estar tan próximos, nos permitirá al día siguiente acercarnos, a sólo seis kilómetros, al yacimiento arqueológico.


























Selinunte es uno de los más importantes conjuntos de la isla. A las nueve volvemos a ser de los primeros en entrar. Nos acompaña el silencio pétreo, milenario, de los olivos y la brisa que los mueve. El templo, vuelto a levantar con las piezas caídas, es magnífico; las columnas tienen acanaladuras y los capiteles siguen siendo de un sobrio dórico. Se puede pasear en el interior del recinto y valorar mejor las dimensiones. Los restos derrumbados en tierra provocan una sensación de teatralidad, como de tragedia griega. Quedan también restos del muro defensivo de la fortaleza de la acrópolis y un nuevo templo más pequeño, restaurado en 1929. El mar está a tiro de piedra de las ruinas y el sonido de las olas nos llega apagado y adormecedor. La playa a la vista, está completamente deshabitada, como al final de Muerte en Venecia. El que no nos tropecemos con otros turistas reviste de mayor magnetismo el lugar.


























La llegada a Agrigento es más caótica de lo habitual en una ciudad que no se conoce. Encaramada en una serie de colinas, elegimos una de las salidas de la autostrada y vamos ascendiendo por unos repechos fuertes hasta salir a una plazoleta con balconada sobre la ciudad y con un espacio para aparcar. El B&B "Via Garibaldi", en la calle de su mismo nombre, está a dos pasos. Hemos tenido mucha suerte. Ni siquiera sé cómo hemos logrado dar con el paradero del lugar. Además el alojamiento es acogedor y entre sus curiosidades alberga una biblioteca para uso de los huéspedes, cosa bastante inusual.


Instalados ya, salimos hacia Porto Empedocle para ver el atardecer en La Scala dei Turchi, uno de los lugares emblemáticos de la zona. La piedra caliza blanquecina, erosionada por el mar y el salitre del aire ha ido formando unas ondas calcáreas redondeadas y suaves, sin aristas, que desde las mismas olas se van levantando en una pared vertical con un movimiento suavemente transversal en el que la gente toma el sol, escucha música, conversa y espera ver el tramonto. Hemos llegado a tiempo y nos sentamos para dedicar un rato a la mera contemplación. El momento es mágico a pesar de que esta vez sí hay mucho público alrededor. El decorado tiene más fuerza. Al fondo el farallón blanquecino es un auténtico acantilado con una pequeña playa a sus pies a la que llegan los más aguerridos. Los que somos más cómodos nos conformamos con asomarnos al abismo vertical a nuestros pies donde las mansas olas crean auténticos remolinos azul espuma en su choque constante con los dos o tres baluartes pétreos medio sumergidos.


































 
También aquí hay bodas, aunque el acceso al lugar resulta un poco más complicado, sobre todo para una novia vestida como se debe y todo su cortejo de acompañamiento, drones para la grabación incluidos. Aquí la cosa tiene ecos berlanguianos. Y una vez apagado el sol, los tintes son de comedia de terror porque no hay manera de orientarse para volver a la ciudad, dada la escasísima iluminación de las carreteras secundarias. El instinto nos lleva de regreso. Y aún tenemos fuerzas para pasear el tontódromo de la ciudad, tan cercano a nuestra casa, engalanado con gente sabatina y monumentos bien iluminados que decoran las terrazas donde la gente cena o bebe. De esa arteria peatonal surgen callejuelas escalonadas hacia la parte alta de la ciudad, que es todavía un misterio para nosotros, misterio que trataremos de descubrir mañana..


El Valle dei Templi nos espera, ya pertrechados con los preceptivos mapas ciudadanos. Con ellos me muevo como si llevara toda la vida aquí. Probablemente es el más extenso de los que se pueden visitar en la isla e incluye además un museo que habrá que visitar. El recorrido puede llevar fácilmente una mañana completa y está bien indicado: el templo de Giunone, el de la Concordia, el más completo y que me recordó a mis láminas de dibujo técnico de 5º de Bachiller, a tinta china y sin borrones. La escultura en bronce, "Ícaro caído", de un tal I. Mitoraj, colocada como al desgaire junto a él, mutilada a posta, supone un contraste furioso y bello que recuerda que estamos en la tierra de los dioses despeñados y que la belleza se mantiene a pesar de la caída, como muestran las piedras que nos rodean. El templo de los Dióscuros se ha convertido, aunque queda poco de él, en el emblema de la ciudad. El Museo Arqueológico, más alejado de lo que suponíamos para ir a pie, casi nos expulsa de sus salas por ser la hora de la pennichella, nuestra siesta, igual de sagrada para ellos que para nosotros. Las piezas que alberga, la mayoría no demasiado grandes, son delicadas y bellísimas, muy abundantes. Una exepción: una cariátide inmensa que da idea aproximada de lo que fueron estos templos en todo su esplendor.



















































La visita vespertina de la parte alta de la ciudad pone a prueba las piernas de cualquiera que no sea escalador. El entorno es de abandono casi total, casas semiderruidas que no se restaurarán nunca, otras desvencijadísimas, donde la gente sigue viviendo y a las que uno se pregunta como acceden los servicios de urgencia cuando hayan de hacerlo. No hay normas municipales que impidan construir auténticos desafueros en lo que fueron joyas arquitectónicas, aunque ahora sólo sean restos de un naufragio temporal. Me quedo sin ver, a causa del horario, la Biblioteca Lucchesiana, junto al Duomo, que parece ser modélica. Conviven el Gótico con el Barroco más desatado de la catedral en techos y altares, en fachadas carcomidas. No hay casi nadie en esta tarde dominical y nos perdemos a conciencia para mejor encontrar lo inesperado. Lo feo y descuidado se alterna con lo hermoso y decadente y uno no sale indemne del paseo. A pesar de tanta mugre y tanto contraste, hay que decir que Agrigento atrapa.




























Y por fin, tras una noche de tormenta de la que apenas quedan cuatro charcos por la mañana y el coche recién lavado, y un desayuno brutal con cornetti y mermeladas hechas da casa por Mª Pia, hay que dejar la costa y adentrarse en el interior, no hacia Gela, como habíamos previsto (è brutta..., dice Mª Pia, aunque posee un museo que parece merecer la pena), sino hacia la Villa Romana del Casale, donde llegamos cerca del mediodía. Como lugar de obligada visita, el aparcamiento, completamente atestado de autobuses, ya anuncia que no será una visita cómoda. Los grupos llevan sus propios guías. Gracias a los pinganillos inalámbricos cada turista escucha la explicación en un silencio aceptable. Con todo, el gentío obliga a recorrer lo que fue una villa romana de un potentado, cubierta de hermosísimos mosaicos, en rigurosa fila india. Al pie de una colina boscosa, el emplazamiento es acertadísimo y de una extensión superior a la que suponíamos. Las cartelas con explicaciones ayudan a uno a situarse en esta residencia estructurada en torno a un patio cuadrangular rodeado de peristilo y con suelo cubierto de teselas bastante bien conservadas o restauradas. Todo se ve desde una estructura elevada para no pisar tanta belleza.



























Habitaciones para la servidumbre, cocinas, cámaras para invitados, termas, comedores enormes, palestra, salas de baile, todo está decorado con escenas alusivas: mitología, cuadros de caza, fauna y flora, mujeres en el gimnasio, modernísimas ellas, animales exóticos, carreras de cuadrigas, dibujos geométricos, escenas que retratan modos de trasporte por barco o sobre animales, todo de gran variedad de tonalidades y rara perfección. El estilo con el que están realizados señala a maestros africanos traídos para su ejecución. Sabían vivir estos romanos adinerados. Lo que vemos es tan abrumador que uno se olvida de la gente que empuja por todos lados. La sala de recepciones oficiales da idea del rango social del propietario, probablemente un arquitecto del s. IV, perteneciente a la familia imperial. Destruida por un incendio hacia el s. X, no se redescubrió hasta el XIX y ahora es Patrimonio de la Humanidad.   




























A tan solo tres kilómetros del lugar se encuentra Piazza Armerina, que será donde descansaremos de tanta historia. También está ubicada en un alto, lo que se va convirtiendo en una costumbre en estos lugares. Que una población de apenas 20.000 habitantes nos sorprenda con una biblioteca municipal, que presenta una Mostra de libro antico espléndida, no deja de asombrar al antiguo profesor de Biblioteconomía que fui. Merecerá entrada aparte en este blog "especializado". El pueblo tiene la gracia provinciana del interior. Casi no vemos turistas, pero hasta aquí han llegado inmigrantes norteafricanos en busca de ua oportunidad para sus vidas. No sé hasta que punto Sicilia podrá asumir tanta llegada sin la solidaridad del resto de Italia y de la reticente Europa. El acento de los locales es cerradísimo y estoy seguro que la variante siciliana se hubiera convertido en un idioma completamente diferenciado de no haber llegado a tiempo la radio y la televisión que les ha permitido conservar su idiosincrasia lingüística y formar parte de la comunidad del italiano normalizado, a lo que la escuela ha contribuido tambien, claro.


 Desde lo alto del Duomo callejeamos descendiendo las consabidas escaleras hasta una especie de castello aragonese (s. XIV), como tantos otros vistos en la Puglia. Es una mole imponente, aunque no lo podemos visitar por dentro. Está cerrado por la famosa pennichella. Hay con todo edificios singulares, como el Palacio Trigona, o el teatro Garibaldi, dieciochesco, y que esa tarde alberga una sesión de cine de terror para la juvenalia. Éste sí nos permiten verlo por dentro. A la vista de su decoración, seguramente el pueblo gozó de un esplendor burgués mayor que en la actualidad. A ambos lados de la montaña en la que se alza, hay dos barrancos profundos que permiten unas vistas magníficas. 

















 El paseo nocturno por calles vacías, estrechas y sin aceras resulta relajante. Como en una película de espías. No hay ninguna sensación de inquietud en un territorio que nos es completamente desconocido. Preparamos ya la siguiente etapa con la que seguiré en una próxima entrega de este blog. El triángulo barroco del sur de la isla.

José Manuel Mora.





                          

                                                                    


















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