El triángulo barroco
(La especie de constorsionista de tres piernas de la foto, con cabeza de Gorgona, que inicia el segundo capítulo de esta serie de nuestro viaje siciliano, es la Trinacria, símbolo de la isla y nombre con el que los griegos la denominaron por su forma triangular y sus tres promontorios, en la etimología del término).
A tan solo 30 km. de nuestro anterior parada se encuentra Caltagirone, de la que no tenemos ninguna referencia previa, salvo que es provinciana y tranquila. Las jornadas de conducción son cortas y ello nos permite llegar a la plaza del Ayuntamiento (me encanta su nombre en italiano, il Comune) a media mañana y saborear un buen café en un edificio de estética fascista, años treinta, con una curiosa pared cubierta con un mural de cerámica enorme y que ahora parece destinado a acoger eventos populares. Como también está situada en una colina, las consabidas escaleras son las previsibles. De lo que no teníamos noticia es de que la turistada consiste en subir "la" escalera, de 142 escalones adornados en cada plano elevado con azulejos diferenciados, cada uno con un motivo diferente, geométrico o de fauna y flora. Conviene tomárselo con filosofía para ascender hasta lo alto de la escala. El esfuerzo se ve compensado con una estupenda panorámica.
Una de las peculiaridades de este pueblo de unos 40.000 habitantes es haberse especializado en trabajar la cerámica. Hay talleres por todos lados y en cualquier comercio se exponen a modo de maceteros o enormes jarrones con forma de cabezas humanas, a cual más estrambótica y divertida. Si no hubiera sido por mi amiga Rosa Martín, que siempre nos adelantó, ay, en todo, yo no hubiera sabido de su existencia. Ella tenía en su casa una muy hermosa, aunque en la mía no sé si habría habido lugar por su tamaño y por su estética. A ellas se añaden todo tipo de labores de cerámica colorista y brillante: cuadros murales, platos, ánforas. Supongo que es el conjunto de edificaciones y mayólica lo que la ha hecho merecedora de formar parte del Patrimonio de la UNESCO. Casi a la salida del pueblo hay un carcere borbonico que no nos da tiempo a visitar, convertido en museo de la ciudad, cuya entrada resulta inquietante sabiendo para qué servía, y unos jardines decimonónicos que tienen su gracia.
Después de comer espléndidamente (el menú, que no suele existir en Sicilia, con antipasti para compartir y un plato fuerte para cada uno, cerveza y dolce, suele costar entre 35 y 40 €), en una hora de conducción tranquila llegamos a Ragusa, que es el otro nombre con el que se conoce una ciudad del Adriático que me fascinó: Dubrovnik, lo que no deja de resultarme curioso y evocador. La panorámica con la que la ciudad se ofrece desde la colina frontera es francamente disuasoria. Una vez en su interior compruebo que el aparcamiento está reservado a los residentes y ya desembarcados en el "Vitorio Veneto", B&B ubicado en un viejo palacete dieciochesco, en el centro de la ciudad, toca dejar el coche al otro lado de la vaguada, en la parte nueva de la misma. Aunque el nombre me evocó al llegar a la ciudad cróata, el retrato de las casas trepando la colina me trae a la mente las de Matera, en la Puglia, aunque allí se trataba de cuevas acondicionadas y aquí todo es algo más cutre. Sin descansar a penas, bajamos hacia la antigua Ibla, nombre del primitivo asentamiento.
Las escaleras zigzagueantes se hacen interminables, pero de repente abocan a una plaza recóndita, a iglesias de barroca elegancia como la de la foto anterior, que me trasladan a los escenarios del comisario Montalbano (ésta es una de las localizaciones de la serie), a fachadas que son restos de antiguas iglesias góticas con su S. Giorgio carcomido y todo, a la imponente de S. Giuseppe, tan teatral (abajo a la izquierda). Todo aquí llama la atención por su limpieza, incluso en los callejones íntimos. Parece que escapa de la maldición de la gestión de las basuras, controlada al parecer en la isla por la Camorra. Y desde los jardines municipales, al final de la ciudad, como si estuviéramos en Cuenca, un nuevo y profundo barranco completamente verde, el que traza el río Irminio. Todo es sosiego en este paseo de atardecida desde el que se nos devuelve a la parte nueva, sin necesidad de desandar lo andado, en un autobusito enloquecido por callejas estrechísimas, que me recuerda al de Cortázar en medio de la noche, y desde el que Ibla adquiere tintes fantasmagóricos.
Las salidas de las ciudades son siempre menos complicadas que las llegadas. En este caso se vuelve a cumplir. Sólo 20 km. después estamos llegando a Modica y de nuevo la teatralidad de la propuesta desde la carretera por la que se accede a ella es digna de cualquier escenógrafo. La dura vida del turista nos asegura que acabremos trepando a lo más alto de la colina, desde el fondo de la calle Umberto I, en la que tenemos la suerte de encontrar aparcamiento sin necesidad de pagar. El que despacha en la carnicería frontera, un centroafricano con un buen italiano ya, nos indica cómo ascender por rampas y escaleras. Al parecer aquí sí hay dinero para la restauración y se están salvando edificios con algo decadente en su aspecto pero que guardan también algo del encanto pasado. Da igual que sean impresionantes iglesias barrocas a las que se accede por unas escaleras que les dan mayor prestancia, como antiguos palacetes de balconadas sostenidas por animales fabulosos.
La primera que aparece es la de S. Pietro, con una fachada en tono melocotón, flanqueadda por estatuas de apóstoles subidos en pedestales encaramados en unas escaleras que conforman un perfecto decorado. La catedral, bajo la advocación de S. Giorgio, se alza tras más de trescientos escalones. El frontal, dividido en tres cuerpos verticales y tres/cinco horizontales, ondula de cara al sol del mediodía. Los turistas llegan desfondados. Nosotros también. Su interior invita a sentarse frente a un retablo manierista magnífico y un órgano dieciochesco sobre una balconada a juego. Resulta curioso que el techo esté velado por una redecilla de color verdes que filtra la luz en esos mismos tonos y le da un aire extraño al conjunto, como de acuario sumergido. S. Giovanni está en la cima y desde allí se divisa todo el dédalo de callejuelas, como en una kasbah abrupta, que nos tocará descender.
Tras llegar a la Umberto I, recibimos información histórica detallada por parte de un par de señores que me recuerdan al estilo profesoral de mi padre, de lo que fue un colegio jesuítico y hoy es un instituto de secundaria. Quien nos indica cómo salir de semejante atolladero es el senegalés que vende fruta, al parecer ya integrado. Nos volvemos a acercar a la línea de costa: la carretera va cargada y los 40 km. hasta Noto se me hacen eternos. Del B & B elegido tenemos sólo vagas indicaciones y además algunas calles están cortadas por obras. Cuando de repente veo una plaza de aparcamiento en lo que me parece un belvedere, nos bajamos para ver la panorámica y he aquí que nos encontramos delante del "Cloris Guest House". Suertudos que somos. Tras alojarnos, comprobamos que desde el balconcito de la habitación se divisa el azul del mar en lontananza y que sólo es necesario bajar una escalera bastante pronunciada para encontrarse en el centro de la ciudad, nuevamente un escenario. Antes hemos parado a comer, tarde ya para los horarios de aquí: Vitello tonnato y ensaladilla de coliflor como antipasti, con la consabida Moretti, seguidos de unas lentejas exquisitas y un parfait de mandorla, che te la voglio dire... (40 eurazos adecuadísimos). La hora del atardecer provoca que las piedras de iglesias y palacios estén encendidas con un raro fulgor crema, más que dorado, como pintadas con yema de huevo. Conforme avance la hora tenderán al salmón intenso y al palo de rosa luego, ya más apagado. En el interior del Duomo nos sorprende una bellísima pila de agua bendita en alabastro polícromo, un púlpito sostenido por una animal mitológico, un pequeño órgano dieciochesco delicioso, todo contagiado de la luz del exterioor.
El corso V. Emmanuele es un largo paseo festoneado de palecetes con balcones de rejas forjadas que les dan mayor prestancia y sostenidos por ménsulas fabulosas; va desde un arco de triunfo hasta el mismísimo Poniente, pasando por delante de un hermoso teatro decimonónico y el Ayuntamiento, además de iglesias elevadas sobre escalinatas casi verticales, jardines con fuentes, plazas, portalones que dan paso a patios de una sola palmera y una extraña calma detenida al borde del pozo, o bien ocupados por restaurancitos con encanto que se preparan ya para las cenas. Nosotros optamos por una granita que pagamos a precio de lo que somos, guiris como tantos otros que pululan por este escenario corrido que es el corso como figurantes sin saberlo. La circulación de vehículos está prohibida y ello hace que todo fluya de manera más tranquila. Tenemos la sensación de estar en una tarde de sábado perpetua. La temperatura es perfecta. El cielo se va tornando malva sin apenas percibirlo hasta que es noche cerrada.
La señora del B & B quiere que paguemos en metálico, signo indudable de que no lo declara al fisco. El desayuno está integrado por tartas varias hechas por ella misma y unas confituras exquisitas. Salimos sin dificultad ninguna y en un vuelo estamos en Siracusa, último vértice de este más que triángulo barroco del título de la entrada. A uno le suena por Arquímedes y poco más. No sabemos ni siquiera que se trata de una casi isla, Ortigia, unida a la isla grande por un par de puentes que dejan a la península adentrarse en el mar tranquilamente, como una gran barcaza a la deriva en un mar dulce. Hay que dejar el coche en un aparcamiento ad hoc(10€ el día completo), ya que el tránsito está restringido y sólo tienen acceso los residentes. Lo primero que encontramos que llama nuestra atención es el templo de Apolo, o lo que queda de él, que conforma una hermosa plaza muy concurrida.Casi al lado se inician los puestos, como los de nuestros mercadillos, que dan paso al mercado propiamente dicho. Allí nos viene a recoger el encargado de La casa degli angeli, que, oh sorpresa, es valenciano. Lleva diez años viviendo aquí y no creo que vuelva. Su habla es una mezcla de valenciano, castellano y mucho italiano bien hablado. Nos lleva hasta un vicolo que no sé si hubiéramos encontrado solos, auténtico cul de sac, y descubrimos que la casita con encanto, de sólo tres habitaciones, lo tiene y en abundancia. Su propietario, parece evidente, es un amante del arte y toda ella está llena de objetos "artísticos", unos de mejor gusto que otros, muchos de anticuario, pero que conforman un conjunto poco frecuente para este tipo de alojamientos.
El que los mercados sean una de las zonas neurálgicas de las ciudades es algo que, por sabido, no deja de asombrar cuando se conjuran colores, olores, en un batiburrillo placentero, que emborracha. Turistas y locales se disputan los mejores lugares, unos para su compra habitual, otros para comparar precios o para fotografiar simplemente. Éste tiene mucho de zoco, por lo abigarrado. No hay que olvidar que Túnez está a tiro de piedra. Frutas, verduras, pescados, especias, flores, frutos secos, platos semipreparados..., los ojos no saben dónde acudir. Los que ofrecen el género parecen salidos de la almadraba de Santa Pola o de caulquiera de nuestros mejores puestos. Se impone comer pescado: frutti di mare y pasta con atún y berengena o con las consabidas vongole, todo exquisito. El "Porticello" está ocupando la mitad de la acera y se come en medio de la calle, mientras uno se entretiene con los paseantes.
El Jónico nos rodea por todas partes y atravesamos la Porta Mare para empezar el recorrido por el muelle de poniente y adentrarnos luego por callejuelas que, con mucho sentido, son estrechas, umbrosas y por las que sopla la brisa desde los dos lados, para atenuar los calores estivales; los sonidos llegan también atenuados. No hay aceras, el enlosetado del pavimento hace imaginar lo resbaladizo que será con la lluvia. Tal vez aquí es escasa. En el centro se encuentra el Duomo. Uno se queda sorprendidísimo al ver que, tras la fachada barroca característica en todas estas ciudades, y aquí levantada tras uno de los habituales terremotos, tanto desde el exterior como en el interior son patentes las columnas dóricas del antiguo templo pagano (s.VI a.C.), reutilizadas aquí. Todo se aprovecha porque en su interior se incluye también una capilla protorrománica de estilo bizantino. A la salida la plaza ejerce como de gran salón donde "granitear" o tomar el fresco mientras la fachada se va apagando lentamente.
Bajamos luego al lungomare de Poniente y lo vamos recorriendo en plan tranquilo hasta encontrarnos con el paso cortado porque el fuerte suabo que se encuentra en el extremo de la isla es de carácter militar y no se puede ir más allá. El recorrido por el lado de Levante, de mar plano, de ambiente trasparente ,casi malva ya, es aún más placentero. Los edificios que miran al mar me llevan a pensar en las gentes que viven en ellos, habituadas ya a tanta belleza desde que se levantan. El conjunto monumental es tan apabullante que uno entiende que haya sido elegido, otro más, para formar parte del Patrimonio de la UNESCO. Tal vez sea eso lo que ha traído los fondos suficientes para restaurar muchos de los edificios que la carcoma del salitre había ido deshaciendo. Con el plano y el paseo a pie se va uno orientando y procuramos ir viendo todo lo que parece que vale la pena, que es mucho. La limpieza de todos los rincones, la tranquilidad con la que se pasea, como si fuéramos de aquí, desmonta posibles prejuicios.
Esta ciudad es de las pocas en las que nos quedaremos dos días. De regreso a casa, casi a las doce, en la plaza donde iniciamos el recorrido matutino, hay un concierto de blues. La gente baila mientras escucha, otros siguen el ritmo de pie, como si no importara el cansancio. Al día siguiente nos espera un día intenso puesto que queremos visitar la Neápolis, conjunto que incluye un teatro griego y un museo, de los más importantes de toda Sicilia. Hay que tomar un autobús urbano que va ascendiendo hacia la parte alta de la ciudad nueva. Al acceder al sitio arquológico, vemos señalizada la oreja de Dionisio, una gruta de techo altísimo y con una sonoridad espectacular. Hay mucha gente y es necesario ir esquivando los grupos de turistas, armados cada uno con su guía y su pinganillo particular. Hay fotos en casa que certifican que ya habíamos estado aquí, y sin embargo tengo la impresión de haber borrado de mi cabeza muchas cosas, incluso placenteras. Las rocas entre los árboles conforman un conjunto agradable. El sol no castiga demasiado.
La ubicación del teatro, excavado en la roca viva, mira hacia el mar, allá al fondo tras los pinos, con la escoena en primer término bajo las gradas. Sabían mucho, no necesitaban más escenografía. Probablemente es de los mejor conservados y de los más auténticos y menos intervenidos que hemos visitado. Es curioso que en lo alto del graderío mane una pequeña cascada en el interior de una gruta, con agua fresca, limpia y oscura, con la que refrescarse. Parece que es lo que queda de una antiguo acueducto. A la salida del recinto se puede ver los restos de un anfiteatro romano, en parte ocultos por la grama y para lo que hace falta más imaginación. Me entero entonces con precisión de la diferencia entre ambos tipos de recinto, que no tenía yo muy clara.
El Museo Arqueológico es el segundo en importancia de la isla tras el de Palermo. No somos demasiado amigos de la numismática, pero una de las que da las entradas, mexicana, nos explica en su precioso español que aún así deberíamos echar una ojeada a la planta inferior para llevarnos una idea de lo que encierra. Es única en el mundo y efectivamente nos deja asombrados por su variedad, por su riqueza, por el exquisito cuidado con que han sido limpiadas y colocadas, con una lupa en cada expositor que permite ver con detalle lo grabamos...do en cada moneda.A todo ello se añade también una colección de joyas bellísimas encontradas en los mismos yacimientos de donde proceden las monedas: collares y anillos de distintos materiales, ajorcas, brazaletes, coronas, adornos delicadísimos, pendiente, pasadores de pelo, fíbulas, todo un mundo de cultura cotidiana de elaboración cuidadosa.Ya en las plantas superiores el museo se plantea por épocas históricas: Prehistoria, periodos griego, helenístico y romano, y se muestran desde esqueletos de pequeños elefantes, hasta piedras de sarcófagos primitivos, innumerables fragmentos de cerámicas de todas clases y de uso diverso, piezas de escultura en mármol que delatan sus orígenes, bustos, cráteras, pequeñas vestales oferentes en terracota, y algo que no había visto nunca antes, canaletas de desagüe de cerámica coloreada. La hora de la comida nos expulsa de la Historia sin haber acabado de verlo todo a fondo.
El descenso hacia Origia toca hacerlo andando porque entre las 13 y las 16 h. los autobuses no circulan por ser la hora de la pennichella. Estos sicilianos... En un cuarto de hora estamos en territorio conocido. La ciudad ya es algo nuestra y los últimos paseos al atardecer y ya de noche los hacemos en territorio propio. No creo que esta vez se me olvide mi estancia en la ciudad del célebre Arquímedes.
Dejo para la tercera y última entrada la parte septentrional de la isla, que encierra grandes sorpresas, esta vez de carácter natural, además de cerrar con nuestros últimos cuatro días palermitanos.
José Manuel Mora.
Comentarios