Sicilia, III

 El tercer lado

Poner proa al norte significa que hemos rebasado el ecuador de nuestro viaje. No ha terminado, pero somos conscientes de que vamos de regreso, aunque por un itinerario que aún no hemos recorrido. Tras 45 km. estamos en Catania. Además de la segunda ciudad en tamaño de Sicilia, es también una ciudad marítima. El que sea sábado la convierte en más caótica de lo que suelen ser estas ciudades, al menos para los recién llegados y sin mapa orientativo. El instinto y los carteles de Centro città nos dejan aparcados junto a la plaza de la catedral, desde allí buscaremos el punto de información y la dirección de nuestro B & B, que se encuentra junto al mercado del pescado, situado bajo unas arcadas de lo que parece un tren elevado junto al puerto: calor, humedad, olor a pescado eviscerado y a falta de limpieza. En el centro de la plaza hay un curioso elefante de piedra volcánica negra que sostiene sobre sus lomos un obelisco egipcio. El conjunto parece ser el emblema de la ciudad. No podemos dejar de entrar en el Duomo, pero está cerrado, sin embargo sí lo hacemos en la iglesia de Sta. Ágata, de planta elíptica, muy poco habitual y bellas celosías para los balcones del coro.



También aquí hay un teatro romano, al parecer construido sobre otro más antiguo, griego, excavado sobre una colina de negra lava; este no está a las afueras, sino integrado por completo en la ciudad; los edificios sobresalen por encima de su contorno. Y aunque el recinto parece más adulterado que otros vistos (al día siguiente actuará F. Battiato), los vomitorios siguen teniendo solera suficiente para trasportarte a otra época con sus luces y sombras. Desde allí, buscando dónde comer, vemos desde fuera el castello Ursino, de época suaba (s. XIII), una mole de sobria piedra volcánica que no sé qué encerrará en su interior; se construyó junto al mar, como espigón defensivo, pero sucesivas coladas de lava (el Etna está peligrosamente cerca) lo han alejado del cercano mar.

























Hay que subir hacia la parte alta de la ciudad, donde se nos dice que hay un convento benedictino, convertido ahora en sede universitaria de la Facultad de Letras, que merece la pena verse. Es un antiguo monasterio del XVI que hubo que restaurar en el XVIII a causa del terremoto que casi lo destruyó por completo y que dejó la lava a sus puertas. Ahora es el convento más grande de los existentes en la isla, lo que comprobamos con una visita guiada por una licenciada en Arte que sabe de lo que habla y lo hace ameno y no monocorde. Tras una fachada tardobarroca de ventanas y balcones imponentes, a través de una escalera doble con bajorrelieves en blanco sobre fondo gris, se asciende a dos claustros, uno con fuente en el centro y otro con un quiosco neogótico con tejas de mayólica y mucho arbolado. La paz en ambos es absoluta. En periodos lectivos habrá más animación. Lo que fue el refectorio es ahora el aula magna y la sorpresa para mí se desata cuando continuamos la visita por la biblioteca, la sala de lectura (antigua cocina), los archivos y tantos otros lugares que merecerán entrada aparte en el epígrafe de "Bibliotecas" de este blog. Las salas nobles del decano y la secretaría están decoradas al estilo pompeyano y desde una balconada interior nos podemos asomar a la iglesia adyacente que está cerrada y que cuenta con un fabuloso órgano barroco. Lo vacío del espacio la hace más grandiosa. Su fachada quedó inconclusa. La visita dura una hora y nos resultan apasionantes las explicaciones de la muchacha, además de que sin ella nos hubiéramos perdido en el vientre el conventillo.

























De bajada hacemos un largo de la vía Etnea, la calle de las tiendas, como las de cualquier otra ciudad europea, sin gracia ninguna y que va a parar a una enorme plaza con restos de un anfiteatro romano a unos metros bajo el nivel del pavimento; pero en una de las paralelas cercanas se encuentra el teatro Bellini, decimonónico y digno y con una de las mejores acústicas del mundo, dicen. Más interés tiene la vía Crociferi, con palacios y unas cuantas iglesias en restauración;  una de ellas, en la que se puede entrar, de planta octogonal muy curiosa, acoge en sus escalinatas una panda de jovenzuelos liando porros. Es la primera vez que vemos algo así en todo el viaje. La caminata nos lleva de nuevo a la plaza del Duomo, donde una agrupación de amigos del folclore isleño está presentando a un grupo de aficionados que representan unos esqueches, y otros que cantan; todos lo hacen en siciliano. Estos últimos, una pareja, interprea con una dulzura y un encanto especial que logra emocionarme, aunque no entienda casi nada de la letra. La gente escucha a pie enjuto.


















Los diez o doce kilómetros de caminata diarios van haciendo mella en nosotros y acabamos por retirarnos, vencidos y contentos. Al día siguiente, antes de partir, volvemos a la plaza por la Porta Uzeda y esta vez sí entramos en la catedral, que es enorme, aunque no nos impresiona nada en especial. Más nos llama la atención el Palazzo dei Chierici, junto al que está la fuente del Amenano, coronada por un jovencito acompañado de dos especies de sátiros con extremidades de pez que derraman el agua del curso fluvial del mismo nombre sobre la taza del manantial a modo de lienzo líquido, lo que hace que la llamen acqua a lenzuolo. Lo último que vemos, aunque sólo desde fuera, es el Palazzo Biscari, de carácter civil, construido por un mecenas después del terremoto de 1693, fecha que se nos acaba quedando después de tanto oírla. Debió ser de tal magnitud que la ciudad casi al completo hubo de reinventarse. Toda la decoración del palacete es de gusto casi Rococó, con volutas, figuras adosadas a los fustes de falsas columnas de carácter decorativo,  putti con guirnaldas de flores. Parece que su interior es de la misma magnificencia que lo que se muestra al exterior.




























Al ser domingo la circulación es más intensa y nos salimos de la autostrada para llegar a Acireale. La iglesia de la plaza es neogótica y no nos interesa demasiado, su inerior posee unos techos todos afrescados de un horror vacui que asusta y que está llena de gente que asiste a misa (siamo in Italia!), pero la combinación de piedra blanca y negra en el exterior, junto con la coloración salmón de lo último construido,ábside y cúpula, más las dos torres de la fachada principal coronadas por dos conos cubiertos de mayólica, conforman un conjunto grato. Más nos llama la atención el edificio que cierra la plaza oval de suelo de losetas blanquinegras, el Palazzo Comunale, de un barroco potentísimo, con balcones de hierro forjado sostenidos por ménsulas del estilo que venimos viendo últimamente. Hay también un rótulo de estilo art nouveau en lo que fue un cine, de nombre muy sugerente: "El Dorado". No probamos los helados, que aquí son famosos,  porque hemos de continuar.

































Y de nuevo el mar. Los Giardini di Naxos son un sitio arqueológico situado junto a la playa. A su alrededor ha ido creciendo el pueblo, al estilo de la Vila Joiosa o Calpe por aquí, con una calle estrecha en paralelo a la costa por la parte trasera de la primera línea de playa, que luce una serie de playitas pequeñas a lo largo de todo el lungomare y que ya no están atestadas de gente, como seguro que lo estarán en pleno verano. Los edificios están ocupados por hoteles y restaurantes del estilo años setenta de nuestras latitudes. Desde el balcón del nuestro tenemos una vista fabulosa de la bahía y hacia el norte, trepando un par de colinas, se divisa una de las ciudades más turísticas de Sicilia, que visitaremos al atardecer. Mientras tanto, después de la comida, bajo a darme un baño jónico espectacular. 


























 
A Taormina es mejor subir en autobús, porque el aparcamiento, además del caracoleo montañoso, debe de ser dificultoso. Es tan espectacular que aquí sí recordaba haber estado en el 89, en una visita rápida al atardecer. Hoy tenemos todo el tiempo por delante. Las vistas por las ventanillas del bus son escalofriantes. Por la pendiente se despeñan las villas, los pinos, las palmeras, los cipreses,  las piscinas...  Se entra en la ciudad por un arco de triunfo que da paso a "la calle" (hay más, perpendiculares), que parece estar ocupada por una manifestación de turistas. La que va al teatro antico está festoneada de tiendecitas con recuerdos propios del lugar. Al llegar a la parte alta y entrar en el recinto, la imagen del pasado se hace vívida: la escoena con las columnas detrás a modo de decorado,  y al fondo el mar. Probablemente es la ubicación más teatral de todas las que hemos visto. Tras él se divisan los giardini y a la derecha se alza la mole potentísima del Etna, que domina todo el paisaje con su oscuridad brillante en el momento del tramonto.
































La calle-paseo que recorre longitudinalmente la ciudad está atestada de gente, de comercios de alta gama, de restaurantes carísimos... Y sin embargo la belleza que destilan los edificios, los palacios góticos, las iglesias barrocas, los callejones levemente iluminados, las escaleras que siguen subiendo quién sabe adónde, le dan un encanto irresistible que culmina al llegar a la balconada donde la calle paseo se ensancha y uno puede acodarse y mirar al mar tratando de olvidarse de los cientos de cámaras que lo rodean a uno, de la música que se descuelga desde una terraza donde una orquestina ameniza una fiesta privada. Hay lujo, hay glamur, hay decadencia y hay belleza en la silueta recortada contra un cielo pálido, el monte agujereado en su cima que hace temblar la isla toda cuando parece que entra en erupción y se estremece telúricamente o se desborda en lavas incandescentes que buscan enfriarse en el azul del mar. Hemos visto oscurecerse definitivamente la tarde ante un café y mirando al monte ahora dormido. El descenso al pueblito es, como suele, más rápido que el ascenso.



Decidimos no seguir hasta Messina, donde ya estuvimos de camino a Reggio di Calabria, al otro lado del estrecho, para ver los magníficos guerreros de Riace que nos dejaron sin palabras. Y nos adentramos por carreteras secundarias dejando de lado le Gole dell'Alcantara, para las que no tenemos ni tiempo ni equipo adecuado y a pesar de ser una de las cosas que habría que hacer, como ascender al volcán, cosa que sí hicieron Lluís y Emilio o nuestra amiga Rosa. Lo rodearemos yendo hacia Rendazzo, uno de los conocidos como pueblos negros por los materiales utilizados para la construcción de sus edificios.Vuelven las combinaciones de la piedra volcánica con la piedra blanca, lo que produce unos contrastes muy peculiares, más si se alternan con los tonos siena de los ladrillos cocidos.


























Los turistas parecen haber desaparecido, al igual que el glamur. Estamos en la Sicilia interior, rural y sencilla, a veces demasiado, como comprobaremos en algún momento al no encontrar nada abierto donde comer. Vamos por una carreterucha de firme penoso, que da mil vueltas, que no tiene apenas señalizaciones, y que corre en paralelo con la vía del tren que circunvala al Etna. El paisaje, a pesar de ser abierto y casi sin un lugar en el que la mirada pueda descansar, resulta conmovedor. A veces hace pensar en los cuadros pardos de los campos vacíos de le "escuela de Vallecas". Ver las montañas de lava fría junto al asfalto hace que uno se diga: "¡llegó hasta aquí!". Cerami nos pemite detenernos en la única tavola calda existente, donde sí hay menú por 8 € y de una calidad casera y deliciosa, para camioneros y gente de paso como nosotros. Es el momento de ir alejándose del monte, que sigue dominándolo todo desde la lejanía ya.


















Y nos vamos a adentrar en un territorio del que no sabemos nada, terra ignota, salvo que es Parque Nacional, el de le Madonie, con toda la protección debida. Tendremos que prescindir de los Nembrodi, que también deben de merecer la pena a tenor de lo que dice la guía. El terreno se levanta de vez en cuando en colinas escarpadas en las que no sabemos cómo se han encaramado pueblecitos donde seguramente no llegan ni las águilas. Al llegar a Gangi (uno dei borghi più belli d'Italia, según reza el cartelón a la entrada) no vemos que tenga nada que ver, pero es hora de ir buscando acomodo y en una zapatería, al preguntar, conocen a una señora que alquila una casita en el borgo antico. Viene a recogernos con su cinquecento y nos pide que la sigamos con el nuestro. Menos mal que nos guía, porque de otro modo no hubiéramos sabido llegar, o nos hubieran desanimado las cuestas empinadísimas que recorren un pueblecito, éste sí, con el encanto de lo detenido en el tiempo, calles para un solo vehículo, sin aceras, de casas levantadas en piedra viva, limpísimo. Desde la planta alta del B &B se divisa una panorámica magnífica y, al pie de la ventana, el pueblo como sacado de un cuadro cubista. No hay aquí tipismo, sino autenticidad no contaminada todavía.



























Parece que han sido las fiestas y aún quedan guirnaldas engalanando las calles empedradas. Las casas deben de permanecer a una burguesía acomodada que prefiere no pasar calor húmedo en las playas y veranea aquí, lejos de todo, a la fresca. Hay palacetes de balcones de hierro florecido en celosías hermosas, cúpulas de mayólica, portadas previas al consabido Barroco. La gente es tan amable y está tan poco contaminada que resulta fácil conectar con el muchcacho de la salumeria que nos prepara bocadillos para la cena, o con la farmacéutica que ofrece gratis et amore una medicación para un desarreglo intestinal. Hay que ponerse los jerséis. No hay nadie por las calles. Es este un paseo vespertino por un lugar de otro tiempo.



























Al día siguiente el descenso desde lo alto del pueblo donde nos alojamos lo logro hacer gracias a la bella Fiat que llevamos, de otro modo o con un coche menos potente no sé si hubiera podido. La pendiente es de un 25% y no sé si he bajado alguna tan pronunciada en mi vida. La estrechez de las calles añade un plus de peligrosidad. Teníamos que haberlo grabado porque ha sido emocionante. Nos dirigimos a un par de pueblitos en medio de ninguna parte, de los que ya nos hablaron en Naxos como merecedores del périplo que estamos haciendo. Sus nombres me llaman la atención: Petralia Soprana  y Petralia Sottana. Las reminiscencias son inmediatas y me vienen a la cabeza los monasterios de S. Millán de Suso y de Yuso, llamados así por estar en alto o en la parte baja de la loma. Seguramente en tiempos romanos constituían un único enclave, pero en el s. XI se fortificó con torres defensivas y acabaron desgajándose en dos burgos diversificados. Aquí la piedra es gris y no tienen sus construcciones la gracia de las de Gangi, pero son armónicas, los callejones curvos con cientos de escalones ofrecen perspectivas quebradas con salidas a plazuelas inesperadas donde los chavales juegan a la pelota.





























En Catalvuturo es donde no conseguimos comer más que una arancina y una calzone precocinada. Todo lo demás está cerrado. Parece que sólo abren por la noche. Al llegar a Collesano abandonamos la carretera roja para coger la amrilla y adentrarnos de veras en la Madonie. Y el pasiaje va cambiando sin solución de continuidad. La tierra se levanta en montes escarpados y llenos de vegetación. La niebla cubre a rachas las cimas y pasamos de un paisaje veraniego a otro otoñal que llega a resultar algo inquietante, al pensar en que no nos cruzaríamos con nadie si tuviéramos algún contratiempo. Se levanta aire e incluso llovizna un poco. La carreterita de la foto inferior es una de las que hubo que descender sin saber bien si el coche nos sujetaría o no.

 























De repente los valles han quedado allá abjo, el firme a veces desaparece bajo los neumáticos y no sabemos ni cómo somo capaces de llegar a Isnello con ánimo de hacer noche. Pero el poltergeist de la comida continúa y no hay forma de encontrar algún albergue para dormir. Tutto chiuso. Y aunque la tarde se nos va echando encima (menos mal que todavía atardece lentamente y no de golpe como en invierno), decidimos seguir hacia Cefalù. De repente el sol rompe tímidamente las nubes y vemos la ciudad varada junto al mar, a los pies de un enorme monte coronado por una fortaleza o tal vez una iglesia.Ha dejado de llover y creemos que al final acabaremos el día con acierto, además de pensar que hemos ganado una jornada que emplearemos en la capital. La entrada a la ciudad, sin mapa orientativo, es confusa, como suele. Acabamos en un inmenso parcheggio, dado que en el interior del casco histórico no se puede circular. El propio cuidador del recinto nos ofrece una habitación en pleno centro histórico. Durante el recorrido por el paseo marítimo vemos un mar con olas que hasta ahora no había tenido. Es la cara norte de la isla. La habitación es pequeña, mal ventilada y agobiante.Y declinamos la oferta.




 Sugiere entonces un hotel a 3 kms., La Résidence, que por estar fuera de temporada resulta bien de precio: bungalós en torno a una piscina que no pensamos probar. En el camino percibimos por fin lo pintoresco del enclave, lo que seguro le ha dado la fama que lo precede. Llegar allí a la mañana siguiente supone media hora de coche debido a la caravana. Y como síntoma, el lugar está tan abarrotado como Taormina. Muchas tiendas de souvenirs, muchos restaurantes, calles estrechas por las que la distribución se realiza en los viejos motorcarros de nuestros años sesenta y por las que se cuela la brisa fresca y húmeda de un mar que todavía no vemos.Y edificaciones que corresponden a pequeñas fortalezas, iglesias, palacetes, todo hasta llegar al Duomo, que nos sorprende por su fachada en alto, de un Románico normando potente, de piedra dorada, frente a una enorme plaza, y por su interior, de carácter bizantino en la decoración de mosaico dorado con un hermoso pantocrátor en el ábside central. Nos quedamos con la boca abierta. La altura de las tres naves da profundidad y vuelo a la luz de media mañana. No molesta el contraste con el resto de decoración barroca de los techos.

































Continuamos el paseo por el lado del mar, al que se accede por un arco que es casi puerta marina a una playa recogida, en la que las edificaciones llegan al borde del agua. No sé qué pasará cuando las mareas sean altas, pero aquí mi padre con su caballete hubiera disfrutado lo suyo. El recorrido hacia Levante, por la cornisa de una muralla baja, no muy defensiva, es entre salpicaduras de oleaje batido contra las rocas de negro volcánico. Hace aire y los turistas deben de estar comprando o preparándose para comer. Nosotros también lo hacemos y aquí se impone il pesce, claro.



























La parte alta y nueva de la ciudad, con mucha menos gracia, ofrece de repente alguna sorpresa inesperada: unos gradini con macetones de flores, un palacete de elegante Románico en medio de mucho tráfico y mucha edificación de los setenta con la misma poca gracia que en nuestras costas. Tras el café, el paseo es menos tumultuoso que el de la mañana. Vamos sin prisa y eso ayuda.



























Para no acabar cansando, decido dejar para una última entrega la dedicada a Palermo, donde pasaremos los últimos cuatro días. La capital lo merece, según nos han dicho viajeros ilustres anteriores a nosotros.

José Manuel Mora.


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