Call me by your name, de Luca Guadagnino

 Et in Arcadia ego

Las cosas suelen suceder a veces de este modo. De una peli que ha pasado por diferentes festivales (Sundance, Berlín) y de la que no he oído hablar, de repente, con motivo de su estreno en Alicante, le empiezan a llegar a uno recomendaciones, noticias, entrevistas en el periódico a su director, y la posibilidad de un Oscar próximamente. Y cuando miro el tráiler y leo algún comentario, sé que es de las que no voy a dejar de ver. La posibilidad de visionar una cinta en la que se habla en tres idiomas exigía el hacerlo en V.O.S. Y los Kinépolis nos daban la oportunidad de verla en un horario razonable. Así que esta tarde he disfrutado a modo. A pesar de su duración, 130 mi., la proyección transcurre en un soplo y aún quedan ganas de ver cómo la historia continúa.


Luca Guadagnino, su director, es un palermitano de 1971. No había visto ninguna de sus dos películas anteriores, Io sono l'amore (2009), ni tampoco A bigger splash (2015) a la que me negué a ir, por saber que se trataba de un remake, perdón, de un clásico que me parecía recordaba bien. Ni siquiera Melissa P. (2006), a pesar de estar protagonizada por la española María Valverde. A partir de ahora será un director al que seguiré los pasos. Y diré por qué. Es poco frecuente plantearse un filme que cuente una simple "historia de amor" (no señalo que se trata de una relación homosexual, porque no es eso lo importante para el director), y en el que no se puedan rastrear las huellas de ese cine jolivudense con esta temática. Es posible que algo tenga que ver su admiración por Bernardo Bertolucci, sobre el que rodó un documental Bertolucci on Bertolucci (2013), proyectado en numerosos festivales, o bien la participación en el guión, adaptado de una novela de A. Aciman, por parte de J. Ivory, de quien soy seguidor asiduo desde su Maurice (1987), que tanto me conmovió. Ambos lo habrían puesto en la senda de una historia que cuenta el enamoramiento de Elio (de 17 años) y Oliver (diez años mayor), sin que esta tenga que someterse a la rapidez que las nuevas pantallas exigen para las narraciones, antes al contrario, con la lenta cadencia del verano, ni tampoco caiga en el erotismo que consigue espectadores con rapidez.


Será necesario referirse a unas notas ambientales: Lombardía, años ochenta, familia adinerada de origen discretamente judío, que veranea en una villa idílica y cuyos padres son sensibles a la belleza en cualquiera de sus manifestaciones: las esculturas helenísticas sumergidas en el lago de Garda (el padre), la poesía alemana (la madre, capaz de leer en ese idioma), o la música y la lectura (el muchacho). Entre ellos se manejan indistintamente en inglés, francés o italiano, razón por la que no imagino cómo habrá sido la versión doblada. Y en ese ambiente perfecto, como una piedra en un estanque, cae un profesor estadounidense a pasar un mes de estudio y de acogida familiar. El descubrimiento mutuo de los dos se irá produciendo a través de charlas intrascendentes, de paseos en bicicleta, o de baños en el río. Hasta que "el amor que no osa decir su nombre", como decía Federico, acaba por explicitarse, porque callarlo es imposible de tanto daño como hace. El tardoadolescente, en su búsqueda de un lugar en el mundo, tontea con una amiga suya. El ya adulto lo hace con otra muchacha del pueblo. Ambos son, seguramente en los dos casos, tan auténticos en la expresión de sus necesidades afectivo-sexuales, como en el descubrimiento de la pasión que atañe a ambos, por encima de la diferencia de edad, lo que podría entenderse en  nuestros días como un caso de cuasi pedofilia. Esta relación hace a ambos sin embargo mejores, porque es profunda, sin engaño ni violencia, de una entrega total.  
 

Y, como en la Arcadia feliz de Virgilio, no hay constricciones morales, aunque sí todos los recelos del mundo. No hay dificultades materiales, la sensualidad (olores, tacto, sabores) está impregnándolo todo, al alcance de la mano: comida exquisita, naturaleza desbordante en forma de albaricoques (preciosa la lección de etimología a propósito del nombre de la fruta y divertidísima la experiencia sexual con el fruto). Tanto la madre como el padre, cada uno a su modo, como se verá al final, vigilan, descubren, y aceptan (iba a escribir "toleran", pero no es el verbo adecuado) la relación que va surgiendo entre los dos hombres y que acabarán por transfundirse el uno en el otro con el juego, o no tanto (decía Unamuno que nombrar era crear) de llamarse el uno con el nombre del otro: Call me by your name and I'll call you by mine. La felicidad que trasmiten hace a los padres también felices. No hay conflicto alguno. El dolor llegará cuando sean conscientes de que el verano y la estancia tocan a su fin y que la partida llega inexorable.




El parlamento del padre a su hijo es de lo más bello que yo he escuchado en años. Casi debería ser obligatorio tener un padre así, para poder sentirse así de protegido aceptado y querido, lo que uno desea de los propios padres: aceptación, protección y amor. Estos padres, por su edad, son restes del naufragi del 68. El larguísimo primer plano final ante la chimenea es un compendio de la tristeza por lo que se ha perdido, del miedo ante lo que acabará llegando, por desconocido, y de la felicidad que palpita en el seno de la familia a la que él sabe que tiene la suerte de pertenecer. Y un tour de force para un actor tan joven.


Una consideración personal hace que esa Arcadia feliz tenga lugar en un espacio concreto del norte de Italia, país que considero casi mi segunda casa. Crema, la ciudad donde está rodada la cinta, tiene todo el encanto de un pueblo pequeño, sin turistas, sin tráfico, con gentes apacibles, acogedoras, divertidas, gozadoras de la vida. Ahí parece que todo puede ser posible. Seguramente no hubiera sido tan creíble sin la pareja de actores protagonistas: el estadounidense Timothée Chalamet, el joven Elio, me pasó desapercibido en Homeland. Tampoco lo recordaba en Interstellar. Sin embargo la hondura de su mirada, la franqueza corporal que exhala su vida en la casa o en medio de la naturaleza, la verdad que le trasmite a ese chico atormentado y gozoso, tal vez acaben mereciendo algún Oscar; compite nada menos que con G. Oldman. Ser hijo de padre francés lo hizo perfectamente bilingüe. Armie Hammer tampoco dejó huella en mí en La red social (2010), donde hacía un papel doble, el de los hermanos que realmente inventaron el feisbu y tuvieron que pleitear con Zuckerberg por los derechos de propiedad intelectual del invento. La manera en que pronuncia later para decir la típica despedida en inglés: I'll see you later es parodiada por el jovencito como una muestra de lo sobrado que va el personaje. La química que se establece entre ellos ha debido de estar auspiciada por múltiples ensayos con el director, que los ha hecho sentirse cómodos. Transmiten autenticidad. 

No había móviles. Se leían libros, se charlaba con la gente mientras se paseaba o se comía, se discutía de política con esa fogosidad tan italiana sobre el asunto Craxi... En fin una Arcadia realmente feliz. Otro mundo, del que tendríamos que aprender la tolerancia y el respeto por las opciones que no son las habituales. El amor nos hace crecer y madurar, a costa de la felicidad y el sufrimiento. Como en la vida misma.

José Manuel Mora.


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