El balneario, de C. Martín Gaite

 Rareza

Con estas fiestas hasta los pedidos librarios se retrasan.  Y así me toca esperar a que llegue el nuevo título que tenía en cartera. Mientras he rebuscado en mi estantería, tratando de hacer espurgo y hueco. No cabe ni un ejemplar más y las bibliotecas públicas, que antes recibían donaciones, ahora no los admiten por falta material de espacio. Y me he encontrado dos rarezas. MARTÍN GAITE, CARMEN. El balneario. Madrid: Alianza Editorial, 1993; 89 págs casi en octavo, para una novela corta que la autora firmó en 1954 y que fue la primera que vio publicada. Luego se ha visto reeditada y ha aparecido incluida en una colección de relatos breves que ha ido incrementándose con nuevas publicaciones hasta los años setenta. Siruela lo ha vuelto a publicar en tapa dura en 2010.


Esta mujer (Salamanca 1925 - Madrid 2000) me tenía fascinado desde mis tiempos en Salamanca. Me la descubrió mi amigo Quique Clavel, empedernido lector de textos que sólo cuatro iniciados se leían por aquel entonces. Luego de la publicación de su Caperucita en Manhattan (1990) fui yo quien la incluí en el índice de lecturas recomendadas a mi alumnado de Secundaria. No todos a esa edad sabían captar la ironía y la delicadeza con la que ella se acercaba a la historia infantil para trasformarla y hacerla suya. Otros sin embargo fueron capaces de disfrutarlo mostrando así su madurez lectora. Formó parte de la llamada generación del 50, única mujer en el grupo de Aldecoa, Sastre, Fernández Santos y Ferlosio, con quien estuvo casada. Tradujo del italiano y del francés, dada su estadía en esos dos países, escribió narrativa, poesía,  ensayo, algunos de estos últimos centrados en la fina observación de los usos amorosos en la España del XVIII y en los de la Postguerra. Fruto de esta capacidad para fiajrse en lo cotidiano es su dominio para captar el detalle no por intrascendente menos significativo. 



La novelita tiene dos partes claramente señaladas por un "2", que diría Cortázar, al prinicipio de la segunda. Si ello no fuera suficiente, la perspectiva narrativa cambia de la primera persona del principio, la del personaje protagonista, a la tercera de la segunda parte. Y conviene que así sea, puesto que el tono alucinado que va adquiriendo lo narrado por el presonaje permite la ambigüedad y el no saber el grado de consciencia, de sueño o de vela, de quien se obsesiona a la hora de deshacer las maletas con las que ha llegado al balneario en compañía de un tal Carlos, con quien no sabemos qué tipo de relación mantiene y que pronto la deja sola para salir a explorar. Sí que nos deja clara su actitud, aunque paradójicamente no le sirva de mucho después: "Quiero poder hacer y decidir lo que me dé la gana" (pág. 7). Su angustia creciente, su inseguridad ante lo que intuye como mirada hostil de los ya alojados en el balneario, la hace salir en busca del hombre. Y ello da lugar a una secuencia de creciente tensión al sentirse perdida entre escaleras, puertas y pasillos que no parecen llevar a ninguna parte. La narradora llega a reconocer que "no sabía si estaba soñando" (pág. 57). Y así es, ya que la segunda parte, con narrador omnisciente y más fiable, se inicia con un botones que viene a despertarla de la supuesta pesadilla. La realidad a la que ha de hacer frente es aburrida, monótona, plagada de rituales típicos de un balneario: los paseos, las charlas intrascendentes sobre los que recién llegan y hay que etiquetar a través de los apellidos, las partidas de julepe entre las señoras... Nada entre dos platos. Contar todo ello con un ojo crítico que parece mirarlo todo sin demasiados aspavientos, pero que deja claro lo absurdo de estas vidas vacías, debió de ser arriesgado para la Carmiña de entonces, educada en las ideas liberales de su padre, pero bien alejadas de lo "que se llevaba" en la Salamanca de la época. Además el recurso a lo onírico antes señalado tampoco era un elemento demasiado frecuente en la literatura de la época. Sí lo era el oído para captar el modo de hablar de estas señoras con sus coloquialismos y sus latiguillos, lo que no impide que la escritora deje constancia de su capacidad descriptiva: "Un río sucio y hundido, opaco, sin reflejos, con un augua lisa y quieta de aceituna" (pág. 14).  Dejo pues estas notas sobre lo leído y de la sorpresa que me ha producido este texto tan fuera de lo común en su época, más estando escrito por una de las pocas mujeres que ejercieron de escritoras en aquellos años en los que ni podían tener una cartilla de ahorro a su nombre.

José Manuel Mora.




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