Primera memoria, de Ana María Matute

La Guerra Civil y los niños
A veces las fiestas provocan desajustes en la distribución de los libros, y así, me ha tocado echar mano estos días de títulos que tenía por casa sin leer y que ni siquiera recuerdo cómo o cuándo llegaron a mis manos. Me pasó con el anterior de la Martín Gaite y ahora con el de otra escritora de la que guardo muy buen recuerdo de mis años primeros de docente. Seleccioné entonces un texto de una narración en la que también los chicos tenían un papel preponderante. Allí era en el preriodo postbélico con muchachos de padres en un destacamento penal, cumplendo pena por rojos, frente a los niños bien del pueblo; en la que acabo de leer, la acción se sitúa en plena contienda civil, en una de las islas del Mediterráneo. MATUTE, ANA MARÍA. Primera memoria. Barcelona: Planeta de Agostini, 1999, aunque la primera edición en Destino fuera de 1994 y recibiera el cotizadísimo Premio Nadal en 1959 nada menos. Ninguna novedad, pues.

 Ana María Matute nació en Barcelona en julio de 1925 y falleció en esa misma ciudad en junio de 2014. Forma parte de esa generación de escritoras de personalidad acusada que empezaban a hacerse un hueco en los libros de Literatura tras las huellas de Carmen Laforet. Como ella, como Josefina Aldecoa, como Martín Gaite, algunas divorciadas tras años de matrimonio, tuvieron el firme propósito de vivir de forma autónoma y libre, lo que sólo se consigue mediante un trabajo remunerado, que en el caso de Maute consistió en dar clases en USA como lectora de español. Multipremiada con el Nacional de Literatura, el Nacional de las Letras y el Cervantes (2010), fue elegida como Miembro de la Real Academia Española (1998), la tercera en lograrlo tras la pionera Carmen Conde (1978) y Elena Quiroga (1984), venciendo así vetos innombrados e innombrables de la muy "ilustre" casa. La deuda sigue pendiente.


Hay un "toque Matute", como hay un "toque Martín Gaite". Eso que en los libros de Literatura se denominaba "estilo" y que hace que un texto sin la referencia autoral sea reconocible para quien ya ha leído algo de la escritora en cuestión. Y eso me ha sucedido con el librito, apenas 167 páginas. Era como volver al ambiente de una infancia a punto de perderse, con conciencia de ello, y la melancolía que esa pérdida provoca anticipadamente "¿Qué extranjera raza la de los adultos?" (pág. 78); "¿Qué clase de monstruo soy ahora [...] que ya no tengo mi niñez y no soy de ninguna manera una mujer?" (pág. 100). Recuerdo haber experimentado ese sentimiento, pero seguramente con una par de años más que los adolescentes de la narración. Matia, la niña protagonista que cuenta la historia; Borja, su primo colega de juegos y aventuras, y contrincante cuando la rivalidad vuelve crueles a  los hasta entonces niños; Manuel "Pelirrojo. Chueta asqueroso" (pág. 30); el Chino, despreciable por ser hijo de la sirvienta.. Y frente a ellos la abuela castrante, dominadora y controladora de destinos. Yo no he vivido en una isla, pero he convivido con isleños que siempre me resultaron de una cerrazón inexpugnable. Su aislamiento físico de siglos, en sociedades ensimismadas, les hace sospechar de "lo peninsular", como si de ahí vinieran siempre los peligros. Pero al menos en Mallorca, los peligros pueden ser también interiores: "los chuetas", palabra que no había escuchado antes, hasta que conocí en la Facultad a mi compañero Paco Gaita. El estigma judío parece que continúa vivo en la isla y que se hace evidente con tan sólo un apellido, o una peculiaridad física. 


Si a todo ello se añade la lejana Guerra Civil ("Empezó apenas hacía mes y medio", pág. 10), de la que llegan ecos a través de los periódicos y de la radio, todo se complica aún más. Al hecho de ser niña, única en aquella extraña pandilla, Matia añade el ser hija de un contendiente: "Mi padre, al parecer, estaba con ellos, en el otro lado" (pág. 37). Y hay secretos de familia inalcanzables para las entendederas de una criatura, pero que se intuyen como esenciales. Y rencillas eternas, provenientes de las diferencias de clase. Todo ello va creando un precipitado de tensión en permanente estado de casi explosión. El paisaje con el mar circundante que aísla y promete viajes a países lejanos; las huertas de naranjos y almendrs, tan mediterráneos y acogedores como escondites, locus amoenus; las piteras y las palmeras, tan pobres; las casas cubiculares y blancas de los que no tienen más que eso y un pozo para vivir, frente al caserón enorme y medio podrido por la vetustez y el inmovilismo. El aislamiento del de Son Major, donde vive un personaje inquietante y casi mítico. Y la iglesia con sus rituales a los que es obligatorio asistir, mientras el verano trascurre interminable y tras la Navidad todo habrá acabado por fin. Y la manera en la que el enfrentamiento civil se trasmite a la isla, con cráneos rapados de mujeres que se salen de la norma; cuerpos cosidos a balazos que es necesario enterrar a escondidas; pozos envenenados con un perro muerto...Y los niños que no acaban de entender pero que intuyen oscuramente que todo les acabará afectando.


No quiero acabar sin dejar constancia de la maestría descriptiva de Matute. Lo logra con una adjetivación rica y precisa, pero sobre todo con una uso de la sinestesia en el que es maestra: "Se hundió en la oscuridad  verde y húmeda de tiempo y tiempo" (pág. 25); "El mar tenía un rumor espeso" (pág. 35); "El sol lucía fuera como un rojo trueno de silencio" (pág. 55). Gracias a ella el paisaje, los ambientes, acaban convirtiéndose, ellos también, en unos personajes más de la narración con un peso determinante. Me parece un libro certero para alguien de 35 años, pero que seguramente guardaba huellas indelebles del conflicto bélico vivido, todavía muy próximo en su memoria, con esa fuerza con la que se graban los acontecimientos cuando uno no acaba de estar hecho y todo puede convertirse en una amenaza.

José Manuel Mora.

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