Apegos feroces, de Vivian Gornick

 Las madres...

No es frecuente, o al menos ne me había sucedido antes, que un librero, para recomendarte un título, te ofrezca la posibilidad de devolverlo en caso de que no haya sido de tu agrado. Esta muestra de confianza en el producto hizo que aceptara llevarme un libro del que lo desconocía todo: título, autora, incluso el "premio" de ser considerado "libro del año de ficción" por el Gremio de Libreros de Madrid. Fernando Linde, mi librero de cabecera, parecía coincidir con sus colegas madrileños. Todo lo anterior, y la cuidada presentación de la edición, con dos hojas de respeto en carmesí al principio y al final y una cubierta cuando menos curiosa, hicieron que acabara por decidirme. Incluso en el fajín E. Lindo lo considera "un clásico". GORNICK, VIVIAN. Apegos feroces. Madrid: Ed. Sexto Piso, 2017; trad. D. Ramos, con introducción de Jonathan Lethem. Que en poco más de medio año alcance ya la quinta edición puede ser también un buen indicador. La novela, que en inglés se titula Fierce Attachments: A Memoir, se publicó por primera vez en 1987, lo que hace que nos llegue inusitadamente con retraso. Señalo el original por la extrañeza que me produce el que hayan suprimido del título primigenio el hecho de que la autora considera que se trata de un libro de "memorias". No es necesario que estas sean auténticas, basta con que la autora así las considere.


También me dijo Linde que no mirara el nombre de la autora, que seguro no sabía nada de ella. Gornick nació en el Bronx en 1935, de familia obrera y judía y, tal vez por ello, de padres socialistas. Tuvo la oportunidad de estudiar Artes en la Universidad de Nueva York y pronto empezó a escribir en el Village Voice, dándose a conocer como periodista y ensayista de marcado acento feminista en los años 70. Hay por tanto coincidencias entre el personaje de la novela y la vida de la escritora. Estoy convencido sin embargo de que lo que he leído es una reelaboración literaria de la propia experiencia. Trataré de explicarme. Sirve de tarjeta de presentación de la narradora el que desde un principio nos sitúe en "un edificio lleno de mujeres [...] astutas, irascibles, iletradas [...].Y yo -la niña que crecía entre todas ellas, formándose a su imagen y semejanza- me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara" (págs. 15/16). La filiación aparece como seña de identidad de la que desde el inicio parece que será difícil desprenderse. ¿Es necesario hacerlo? Desde mi propia experiencia siempre pensé que parte de mi autonomía como ser humano dependía de poner tierra por medio con respecto a mis padres, a pesar de lo que los quería. Y elegí Salamanca para la especialidad y acepté el lectorado en Burdeos y un trabajo en Valladolid, tan lejos todo de mi hogar.


Hay varones en ese entorno, pero parecen pertenecer al decorado, como si no afectaran a la educación y personalidad de la protagonista. Quien sí muestra desde el arranque el peso que va a tener en la vida del personaje es su madre: "La relación con mi madre no era buena [...] a menudo rabiábamos una con la otra, pero de todas formas paseamos [por N. Y.]"  (pág. 18). Y es esa aparente contradicción la que señala al título del libro. Hay un hermano que no tiene peso en la narración y un padre que fallece pronto. Y aunque en la vida de la narradora se sucedan tres historias amorosas con diferentes hombres, bien distintos entre ellos, las tres resultan al final frustrantes porque la insatisfacción con la propia vida pesa más que lo que vive con ellos: proyecto vital con el que se casa, fruto "de un fantaseo espiritual" (`pág. 131) y del que se acaba divorciando; pasion sexual, con el amante; compromiso político con el tercero, casado. Ninguna de ellas la llevará a lo que parecen destinadas las mujeres de su generación, a casarse y tenr hijos. Sin embargo es la relación con su madre la que constituye el "apego feroz" del título, un apego que desde fuera puede resultar tóxico, pero del que no sabe o no quiere prescindir. Es cierto que el retrato que hace de ella parece definitorio: "Mi madre se distinguía en el edificio por su inglés sin acento [...] también por su fama de mujer felizmente casada" (pág. 33), aunque su marido estuviera chapado a la antigua y le dificultara el que se pusiera a trabajar. Una vez él muere, ella se abisma en un duelo inconsolable: "guardar luto por papá se convirtió en su ocupación [...] Su dolor se convirtió en mi elemento natural, mi patria de residencia" (pág. 80). Los primeros años en aquella casa de vecindad están narrados con expresividad y buen ritmo: la casa, el callejón, el barrio, como retazos vivísimos de una peli en blanco y negro. La contrafigura de la madre es Nettie, una vecina bellísima, pero incapaz de hacerse con su vida ni de cuidar de su hijo. Para lo único que parece servir es para atraer a los hombres gracias a su capacidad de seducción. Son esos los dos polos entre los que se encuentra la protagonista y no parece querer amoldarse a ninguno de los dos; "Estamos tan habituadas a pensar en nosotras como un par de mujeres desdichadas e incompetentes (ella viuda, yo divorciada)" (pág. 54). (La foto infra, de S. Kubrick, me parece que puede ilustrar su peripatetismo).


 La Universidad acaba convirtiendo a la protagonista en alguien distanciado de los suyos: "provocó y alimentó una vida no compartida dentro de mi cabeza [...] Vivía entre los míos, pero había dejado de ser uno de ellos [...] Descubrí que las ideas transforman a las personas" (106). Las lecturas, las vivencias en otros entornos nos proporcionan una autonomía ante la madre "lo que la sacaba de quicio, y nos dividía era que yo pensase por mí misma" (pág. 107). Todo hasta llegar a ser "un retrato de Doris Lessing, [...] una mujer moderna condenada a saber que la experiencia del amor se volverá a reproducir repetidamente a una escala cada vez menor, pero siempre con un complemento íntegro de fiebre, náusea, intensidad y negación" (pág. 121). Es así como va apareciendo un feminismo que no es panfletario ni combativo, que parece abocado a una toma de conciencia sobre la propia identidad, lo que ya es bastante. Ella con quien parece combatir todo el rato es con su madre, y con ella misma. Muchas veces acabamos reproduciendo rasgos que odiamos. Sin embargo ella sabe que "el escritorio [como metáfora del trabajo de escribir] podría ser mi salvavidas" (pág. 181). A pesar de saber eso, la depresión materna acaba contagiándola, lo que requiere de terapia psicoanalítica.


La prosa es precisa y en ocasiones cortante. Tiene buena mano para los diálogos punzantes, para las caracterizaciones de los personajes, para las descripciones, aunque no abusa de elementos retóricos. "Una tarde nublada de abril, gris y templada ,el aire porta el dulzor de la primavera" (pág. 48). O esta otra descripción de la ciudad: "Ha estado lloviendo y ahora, a la una de la tarde, durante un minuto y medio, Nueva York parece recién lavada. Las calles refulgen bajo la pálida luz primaveral. Los coches desprenden una felicidad desenpolvada. Los escaparates centellean distraidamente. Hasta las personas parece que han sido rehechas" (pág. 75). En medio de islas de sosiego los paseos de madre e hija se reanudan con semejantes resultados de enfrentamiento e incomunicación: "Cada vez que me ve, dice: ‘Me odias. Sé que me odias" (pág. 18). Tiene que ser duro convivir con una madre que te tiene en ese concepto.  Y ha sido justamente ese estancamiento en la relación, ese caminar en círculo de los dos personajes, lo que ha hecho que no me metiera de lleno en la narración. Me ha resultado agobiante. Y eso que al final, no desvelo nada esencial, "Entre nosotras se ha establecido una peculiar camaradería" (pág. 190). Es cierto también que el libro que he terminado de leer es la prueba de que la escritora ha sido capaz de superar la angustia, la depresión, la pelea con las palabras. Y ese es su logro.

José Manuel Mora.

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