Ordesa, de Manuel Vilas

 Ubi sunt...

Mis ya no tan improbables visitantes de este blog (415.000 visitas, que no seguidores, ni tampoco lectores, porque no siempre se lee la página que uno buscaba o que encontró, pero que ni termina porque no interesa, aunque quede contabilizada), saben que suelo citar mis fuentes, la manera en que llegó a mis manos, a la hora de iniciar la recensión de un libro. En esta ocasión fue una frase cogida al vuelo de una columna de J. J. Millás, que es alguien a quien tengo en estima por su forma de escribir y de pensar, lejos de toda elocuencia vacía. No parecía una frase publicitaria, sino que se mostraba conmovido por el descubrimiento de este libro. Y le hice caso. Luego empezaron a aparecer comentarios críticos y laudatorios. Yo ya lo había comprado. VILAS, MANUEL. ORDESA. Barcelona: Alfaguara, col. Narrativa Hispánica, 2018,  págs.318. Estamos, pues, ante un libro de rabiosa actualidad, que tendría que situar en la mesa de "Novedades", si este blog tuviera mesa. 


Sé que me tendría que avergonzar, pero paso. Al ponerme a preparar la reseña, descubro con estupor (signifique lo que signifique el palabro, que dice el maestro Millás) que Manuel Vilas, (Barbastro, 1962), además de colega de estudios y profesión: Filología Hispánica y profesor de Secundaria, lleva escribiendo una eternidad, y yo sin saberlo. Poesía desde los primeros ochenta, ensayo desde los noventa y narrativa desde 2008. No cito los títulos porque no los he leído. Ha sido traducido al francés y al turco (?) y ha recibido premios, uno de ellos de la categoría del Premio de las Letras Aragonesas 2015. Como debe de ser un moderno, ha publicado incluso una recopilación de sus estados en Facebook. Lógicamente creo que ha dejado la docencia. Pero Aragón queda demasiado al norte y no recibo prensa de allá. Lo que no sucede en las grandes capitales o en la proximidad más próxima acaba en un agujero negro de desconocimiento. ¿Dónde queda mi curiosidad por lo que se publica y recibe una cierta atención? ¿No leo con suficiente atención? Siempre fui muy disperso, hélàs. Y además quiero estar a demasiadas cosas. Dejo pues estos breves apuntes biográficos por si al curioso lector de estas líneas le sucede lo mismo que a mí. Ya tienen algo de camino hecho.



Cualquier persona que haya perdido a sus padres va a sentirse concernida por lo que el autor expone en este recuento vital que parte de su presente, para ir retrocediendo hacia su niñez, a los nueve años y "un vago recuerdo de algo que ocurrió en un lugar del norte de España llamado Ordesa [...] y tras Ordesa se dibujaba la figura de mi padre en un verano de 1969" (pág. 11); y lo que es más importante, hacia la figura de esos padres ya desaparecidos de la vida, aunque desde luego no de su recuerdo ni de su corazón. Y, aunque a modo de introducción aparecen unos versos de V. Parra y su Gracias a la vida, no parece ese tono vitalista de la poetisa el que decide el escritor adoptar. Desde el principio deja clara su posición: "Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo. Yo nunca lo soportaré" (pág. 9). Y es esa conciencia de finitud, de lo poco que le importamos a la vida y a la realidad que nos rodea, incluso a nuestros próximos, lo que desencadena en él un estado de exasperación, de rabia incontenible, de intento de ajuste de cuentas cuando ya es imposible. "Estoy hablando de los fantasmas, de los muertos, de mis padres muertos, del amor que les tuve, de que no se marcha ese amor" (pág. 12). Probablemete los 52 años a los que escribe es una fecha definitoria en la vida de los humanos. Sus hijos, tras el divorcio, ya no lo necesitan, y sus padres ya no están. Todo parece repetirse sin fin.


Y aunque me parece preponderante la figura del viajante de telas catalanas por los pueblos de Aragón, ("Mi padre era profundamente bueno", pág. 54; frase que hubiera podido suscribir yo del mío), no cabe duda de que la presencia de la madre lo marcó, como creo que nos sucede a todos: "De mi madre heredé el caos narrativo" (pág. 22). Hay en la narración un vaivén constante del presente al pasado y a la inversa, que da idea de lo obsesivo que parece haberse vuelto para él su intento de recuperar algo de las figuras paterno-maternas. "El pasado nunca se marcha, siempre puede retornar. Vuelve, siempre vuelve" (pág. 29). Sus datos biográficos ciertos se incorparan a la materia narrativa: sus oposiciones a profesor de Secundaria a los 29 años, su asistencia en un segundísimo plano a la entrega del Premio Cervantes a Goytisolo con la presencia de los Reyes al fondo ("Esa sonrisa en cuyos bordes anidan millones de serpientes encendidas", pág. 43), su desempeño profesoral... Vuelvo a la madre: "Para mi madre y para mí la vida no tenía o no tiene argumento" (pág. 58). Los amantes de las novelas "tipo rollo chino" (Cortázar dixit) se sentirán pronto defraudados, ya que el libro de Vilas no tiene una trama al uso, no hay avance en el hilo argumental, aunque los que prefieran los libros intensos se sentirán plenamente satisfechos, porque lo que tenemos entre manos es más casi un diario filosófico-poético. Hace un momento decía que podía suscribir una frase dedicada al padre. Ahora es otra dedicada a la madre la que ha hecho que mi madre regrese después de 43 años que lleva muerta: "Quisiera salvar aquellas ternura, la ternura con que mi madre me ayudaba [en mi caso, hacía directamente ella] a hacer la maleta cuando me marchaba de Barbastro a Zaragoza" (pág. 61), A mis dieciocho años no entendía sus lágrimas, me incomodaban, al no entender que para ella se cerraba una etapa que a mí me abría las puertas a un principio de autonomía. Y atrapado en la contradicción, no supe consolarla ni abrazarla.


Que fruto de esa ternura ya sin objeto el autor diga "que mis padres fueran tan guapos es lo mejor que me ha pasado en la vida" (pág. 84) podría volver a ser corroborado por cualquiera que haya querido a sus padres y se haya sentido querido por ellos. Aunque tarde aún tuve tiempo de decirles cuánto los quería, de abrazar a mi padre o cuidarlo a punto de morir, o de bailar un vals con mi madre dos semanas antes de que falleciera. Eso me ayuda. El autor parece que no tuvo esa suerte, aunque ahora busque denodadamente la comunicación ya imposible con ellos, su perdón y también su autoexculpación. Literatura pues, confesional, autobiográfica, según reconoce el propio escritor en una entrevista. Un intento de contar sus orígenes para intentar saber cómo ha llegado adonde está, hecho con sinceridad y desgarro. Tan sólo parece haber una elipsis, la que deja en la sombra la figura de su exmujer, su vida con ella, los motivos de su separación. Se dice sin embargo que "la muerte de una relación es en la realidad la muerte de un lenguaje secreto" (pág. 78). El libro incluye unas fotos de su álbum familiar que provocan enorme ternura porque podrían estar en la caja de dulce de membrillo revueltas con las de uno mismo, "teñidas de amarillo [...] Es el color de la locura, del mal fario y la muerte a la que no queremos mirar a la cara". Menos mal que quedan las fotos, aunque no de todos aquellos de los que desearíamos saber.  "Las fotos de mis padres, tercamente, afirman que estuvieron vivos alguna vez" (pág. 149). Se nota que por su formación conoce bien la retórica y es brillante en algunas de sus imágenes: "Las tormentas de verano ensanchaban el cielo, convertían el firmamento en mil pedazos de luz sólida" (pág. 142). O por volver al amarillo obsesivo: "Los muertos son la intemperie del pasado que llega al presente desde un amarillo enamorado" (pág. 125), con esos ecos quevedescos. O para terminar: "Parecía su garganta el nido de millones de pájaros amarillos, quebrantando las paredes del aire" (pág. 145), señala, al hablar de los estertores de su padre. Los ocho poemas que cierran el libro son otra manera de contar la historia.


A la vez que esa búsqueda por recuperar la figura de sus padres, lo que hubiera sido imposible sin la experiencia de paternidad que ha tenido en sus dos hijos, el libro es también una radiografía de la clase media baja de la España de los sesenta y setenta, con todas las dificultades, los intentos de prosperar abocados siempre al fracaso para quienes parten desde abajo. Su definición es terrible: "Los emblemas de la heráldica de la clase trabajdora universal: cenizas y excrementos. Y el olvido" (pág. 189). Si la visión de sus padres, de su clase social  y de él mismo es desesperanzada, más lo es si cabe la del país y sus habitantes. "El español quiere que mueran todos los españoles para quedarse solo en la península Ibérica". Su posición crítica queda clara a lo largo del libro. "En España siempre le ha ido muy bien a la gente que va a misa". Reparte estopa a diestro y siniestro: "Y eso creo que es hereditario. Yo también soy pobre. [...] Ojalá los jóvenes busquen la vida errante , el caos, la inestabilidad laboral y la libertad" (pág. 144). Pelín ácrata, cuando estoy seguro de que si ha dejado la enseñanza para vivir de lo que escribe, cosa que pocos pueden hacer en este país, se debe a que por fin está asentado literaria y económicamente, aunque le haya costado separación, alcholismo, depresión, el llegar por fin. "Mi memoria pone en pie una visión del mundo catastrófica [...] No puedo renunciar a la catástrofe, es el gran orden de la literatura" (pág. 197), como queda claro a lo largo del libro. Y quiero terminar con una afirmación del profesor de literatura que fue, con la que me identifico por completo: "Es lo único que debe hacer un profesor: enseñar a sus alumnos a amar la vida y a entender la vida desde la inteligencia, desde una festiva inteligencia" (pág. 112). Aún habrá por ahí alguno de los que me soportaron en clase que me verá retratado en esa última frase. Libro dolorido, que necesita la empatía del lector para atreverse a mirar a la muerte de cara, al futuro ["Me asustan los viejos. Son lo que seré" (pág. 66)], a lo que queda de vida en soledad .

José Manuel Mora.

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