He nacido para verte sonreír, de Santiago Loza

 Monólogo dramático

Había dos referencias que me llevaban a una sala que no frecuento con la asiduidad que debería: la Sala Arniches que, tras su remodelación, ha quedado convertida en una auténtica bombonera de madera noble, ideal para obras de pequeño formato y que, por su espacio limitado, acercan a los actores en una proximidad que se agradece. De un lado, La Abadía hace tiempo que se convirtió en una referencia, una marca de calidad en los teatros de gestión privada con ayudas de carácter público. José Luis Gómez, su creador y director de algunos de sus montajes, además de la escuela taller que se organiza en sus espacios, sabe mucho de tablas y lo que propone me suele interesar cuando voy por Madrid. De otro, la dirección de uno de los nombres con más pedigrí en la escena española contemporánea, el argentino Pablo Messiez, también me atraía lo suyo, ya que no llegan aquí sus montajes con regularidad. De su autor, Santiago Loza, cineasta y dramaturgo argentino, no tenía ninguna noticia.


Asistimos a un día que se anuncia largo, el de la despedida en la cocina de una madre a su hijo, que va a ser internado en un sanatorio mental cuando llegue su padre a recogerlo. El largo monólogo de Miriam es una crónica de la cotidianeidad de un ama de casa cualquiera. Bajo los comentarios sobre el mal dormir, las disputas menores con la chica que viene a ayudarla en la casa, los recuerdos de lo que su madre le decía cuando era jovencita, por debajo de todo ello, decía, se va desplegando una sombra inquietante que se mantiene en el ámbito del misterio: la ausencia del padre, no sabemos si de forma más o menos permanente, su relación con ella (se habla de sábanas continuamente desgarradas sin más explicación, "la violencia  ya ha pasado", le dice ella al muchacho para tranquilizarlo), y también con el hijo de ambos. Las insinuaciones sobre las posibles causas del trastorno del chico, la confesión de la imposibilidad de sobrellevar la carga por más tiempo, el dolor desgarrador de una madre ante la  imposibilidad de comunicación con un hijo encerrado en sí mismo en un hermetismo que duele sólo de verlo y que parece responder únicamente a estímulos musicales, el grito de soledad que supone todo el monólogo ("Estoy sola en la realidad, en realidad estoy sola") la confesión de su sentimiento de culpa ante lo que su marido y ella van a hacer, desprenderse del hijo. Todo conduce a que, a pesar de enfrentarse con el misterio que el muchacho encerrado en su silencio supone, ella intente de manera desgarrada comunicarse por encima de cualquier limitación, persiga arrancarle una sonrisa, fin último en su vida y culmen de la función.


Todo transcurre en una cocina cercada por ramas secas, esquematismo de paisaje o cárcel de la naturaleza en derredor. La iluminación transforma todo ello en un momento de ensueño cuando el joven sube a la mesa y toca la lámpara. El bolero que suena intenta crear el ambiente emocional en el que ambos se mueven, de melodrama absoluto. Pero el clímax lírico es para mí el instante en que suena el aria de "El pescador de perlas" en la voz de P. Domingo. El dúo actoral es imponente: Isabel Ordaz, liberada ya de su prototipo de "la Hierbas", frente a Fernando Delgado-Hierro; una con un fluir incontenible de palabras y el otro en un mutismo absoluto. El monólogo imparable de ella, con sus explicaciones que revelan su sentimiento de culpabilidad, me retrotrajo al de Carmen en Cinco horas con Mario. Ni el muerto ni el chico contestan y ella tiene que intentar llenar ese vacío de incomunicación que tanto le pesa. La interpretación de él, exclusivamente gestual, es contenida y variada en sus actitudes. Hay en todo ello un trabajo de dirección muy sutil. Cómo ocupar el espacio de forma no mecánica y adecuada a cada momento. Los minutos finales de aplausos interminables mantenían a la Ordaz todavía presa de una intensa emoción, la misma que experimentábamos los espectadores. Gran trabajo.



José Manuel Mora.







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