Billy Elliot, el Musical, de Elton John

 De la "normalidad".

Cuando algo se convierte en mítico, casi debería ser mejor no meneallo para que no se derrumbe el recuerdo que manteníamos. En el año 2000, ya ha llovido, vi una peli que me dejó raya. Contaba la historia de un chavalín que, en vez de asistir a clases de boxeo, como le había dicho su padre, por azar descubre el balé y pone todo su empeño en intentar entrar en un conservatorio para aprender a bailar en serio. La anécdota era menor, pero el encanto del actorcillo, hoy convertido en actorazo, Jamie Bell, y el entorno de la lucha de los mineros contra las políticas de la que tanto daño hizo, Margaret Thatcher, situaba la historia como algo casi épico. La vi varias veces y se mantenía firme en mi memoria. A pesar de ello, cuando se estrenó su versión en forma de musical en España, las críticas fueron tan elogiosas que me propuse ir a verla. Los Miserables en Londres me conmocionó, como me sucedió con Rent en la calle 42 de Nueva York, pero lo último que vi hace años fue Mamma mia y me desilusionó algo. Tenía miedo a que me sucediera lo mismo. Y sin embargo...



Cuando se estrenó en el Nuevo Teatro Alcalá de Madrid en octubre de 2017, ya se sabía que no rodaría por los teatros españoles debido a la complejidad técnica del montaje y al hecho de un elenco en gran parte infantil, que ha de ser cuidado para que no se salga de su vida habitual, lo que exige pluralidad de actores para un mismo papel y así poder turnarse. El musical es un género que durante muchos años, salvo en Barcelona (Dagoll Dagom era un seguro de taquilla y disfruté con Mar i cel, con El Mikado y sobre todo con Nit de San Joan), no tuvo demasiado éxito en España, a pesar de que sí lo habían tenido géneros cercanos como la zarzuela, el cabaré y la revista. El concepto era otro y provenía de las comedias musicales de Broadway, que suelen reciclar los grandes eventos cinematográficos o que filman lo que triunfó en la escena. Lo de El rey león supuso un cambio en las tendencias juveniles y, a pesar de lo prohibitivo de los precios, los espectáculos se mantienen tiempo en cartel a teatro lleno. Elton John confiesa que se emocionó tanto con la peli que decidió poner música a la historia ayudado del libreto y letras por Lee Hall. Aquí la dirección y la adaptación corrieron a cargo de David Serrano con experiencia en guiones para cine musical, como el que firmó para El otro lado de la cama, o el libreto del taquillazo Hoy no me puedo levantar, que no vi.


La dificultad estaba en el elenco sobre todo. Niños y niñas que debían funcionar como cantantes, bailarines y actores y que se formaron especialmente para poder hacer frente al reto, de la mano de Víctor Ullate. Debían acabar dominando clásico, claqué y acrobacia. A todo ello había que añadir la complejidad de la música en directo (un pelín excesiva la amplificación para mi gusto), la variedad de escenarios, que se resuelve de manera magnífica, viene propuesta por Ricardo Sánchez Cuerda quien, además de escenógrafo, es arquitecto, lo que se nota en las diferentes propuestas de espacios que cambian con rapidez y maestría: el interior de la casa del niño, el centro social, la calle de las manifestaciones, la habitación del amigo del protagonista, al que le encanta vestirse de niña... También ayuda al éxito de la función la presencia de Carlos Hipólito, como padre del muchacho, un senior extraordinario capaz también de cantar y bailar, y de Natalia Millán, a quien localicé en Un paso adelante hace ya años y que sigue estupenda de gesto y voz. En la función que yo vi, Billy era interpretado por Pau Gimeno, un zangolotino a medio hacer, que resultaba muy convincente, aunque quien para mí se llevó la función de calle fue el Michael de Beltrán Remiro. Su vis cómica, su naturalidad para ponerse ropa de niña sin resultar tontamente amanerado, su sentido de la vida en absoluto grandilocuente, pero de una lógica aplastante, conquistó los corazones del teatro. Él sólo quiere ser feliz, sentirse libre para ser tal y como es, con su concepto amplio y generoso de la normalidad. El paso a dos que se marcan los críos es de lo mejor de la función. Sin olvidar el personaje descacharrante de la abuela, Mamen García.


Como fondo de toda esta lucha por llegar a ser, la pelea de los mineros en una huelga interminable que acabará valiendo de poco, a no ser la defensa de la solidaridad, y ya es bastante. Que algo tan vibrante y divertido, a pesar del dramatismo de la carga policial o los enfrentamientos familiares, tan inocente como lo que representan y defienden aquí este grupo de niñas y niños haya sido prohibido en Budapest por el gobierno del aprendiz, o ya maestro de dictador, Orban, es sintomático y preocupante. El argumento, que las ideas que se defienden desde el escenario podrían contagiar de homosexualidad a los espectadores preadolescentes, resultaría cómico si no fuera directamente dramático. Que todo el grupo de personajes acabe bailando con el tutú puesto, es toda una declaración de intenciones. Qué pena que haya que seguir peleando por lo evidente.


Por fortuna para tantos, la noche de junio madrileña estaba plagada de parejas de toda clase que se manifestaban su afecto sin problemas. Algo se ha conseguido cuando padres y madres llevan a sus hijos en plan familiar a ver el espectáculo con toda naturalidad y sin miedo al contagio. El vídeo final da idea aproximada del espectáculo, aunque sea algo largo.

José Manuel Mora.






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