La España vacía, de Sergio del Molino

Tengo que comenzar esta reseña con una anécdota personal. Allá por 1973 yo era profesor en el Colegio Rural de Tudela de Duero. A él venía alumnado procedente de un radio de cincuenta km. Los pueblecitos de donde venían tenían nombres desconocidos, pero de resonancias auténticas: Campaspero, Villavaquerín, Pesquera, Corrales... Partíamos de la realidad que conocían para ir ensanchando su visión del mundo. Para conocerlos mejor solía plantaerles una redacción: "La juventud de tu pueblo". Uno de mis alumnos la comenzaba así: "Los dominsgos nos vamos mi amigo y yo al pinar...". Y lo llamé para decirle que no quería una historia de amigos, sino algo más amplio. Y él me contestó: "Es que la juventud de mi pueblo somos mi amigo y yo". Visitar al maestro del lugar, o a las familias de la muchachada nos llevaba a pueblos oscuros, en muchas zonas sin asfaltar, sin gente en las calles... Toda una experiencia para un capitalino como yo. Todo ello me ha venido a la cabeza al empezar a leer el libro del que llevaba tiempo oyendo hablar de forma elogiosa. MOLINO, SERGIO DEL. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue. Madrid: Turner Publicaciones, 2016. No había leído nada de esta editorial y me ha sorprendido gratamente el cuidado de su presentación, con sus páginas de respeto en negro, como una continuación del color predominante de la cubierta, ilustrada con una bella foto de G. Trapiello.


Quienes curiosean estas páginas saben que no leo mucho ensayo. No es éste sin embargo un libro al uso, luego diré por qué, aunque incluya varias páginas de referencias bibliográficas y un extenso índice onomástico. El autor, nacido en Madrid en 1979, aunque ahora viva en Zaragoza, donde ha ejercido de reportero en El Heraldo de Aragón, debutó literariamente en 2009 con relatos y ensayos, además de colaborar activamente en peródicos. Su primera novela es de 2011, La hora violeta, de 2013, la escribió tras el cáncer y la muerte de su hijo, y la que anticipa de algún modo el presente libro, Lo que a nadie le importa es de 2014. Yo sin embargo no lo había oído nombrar hasta que se publicó la reseña del que ahora comento. En septiembre de 2017 publicó La mirada de los peces. Creo que habrá que seguir su trayectoria con atención.


Literariamente ya me había acercado algo al tema del libro hace ya tiempo cuando J. Llamazares  publicó su La lluvia amarilla (1988). Ya ha llovido. Me dejó sin habla. Era aquella una aproximación de gran belleza lírica. Más cercana a la actualidad fue la estremecedora la Intemperie de J. Carrasco (http://mbadalicante.blogspot.com/2013/06/intemperie-de-jesus-carrasco.html). Es cierto que una de las cosas que me han encantado del libro ha sido la amplia bibliografía literaria que trata el tema y que me ha hecho ver esos títulos con otra perspectiva; el autor cita a Delibes y El disputado voto del Sr. Cayo, a Cela y su Viaje a la alcarria y, cómo no, Azorín y Unamuno con sus paseos bajo la impronta de la visión del noventa y ocho. Pero vayamos al inicio, al "Gran Trauma" como lo llama él, al vaciamiento que se produjo con retraso respecto a Inglaterra o Francia, pero que ocurrió en apenas 20 años (entre 1950 y 1970), en que las dos Castillas, Madrid (salvo la capital, que es «un agujero negro»), Extremadura, Aragón, un poquito de Murcia, del norte de Andalucía, de Valencia y del interior de Galicia furon siendo abandonadas por sus habitantes, que pasaron a engrosar las ciudades de la costa o yéndose a Latinoamérica, dejando lo que él llama un "mar de piedra" yermo. El 53% del territorio está ocupado tan sólo por el 15% de la población, ya que el 80% vive en ciudades. Y el escritor va abriendo el foco y empieza a fijarse en otros elementos y no sólo al clásico "menosprecio de corte y alabanza de aldea" que yo había estudiado como tópico literario ya en 1539. De estas dos Españas, una es "urbana y europea [...] y una España interior y despoblada que he llamado España vacía" (pág. 16). Y ya desde el principio habla de su propósito: "Como habitante de la España urbana [...] mi propósito  [...] es contemplar sus ruinas sin asombro" (pág. 17).


Los habitantes de la España vacía "se sienten abandonados a su suerte" (pág. 36). Y eso no sólo se hace patente en la literatura, sino que el autor recurre al cine y habla de Surcos (1951), de A. Nieves Conde, como reflejo casi neorrealista de lo que sucedía en esos momentos, aunque aún va más atrás para analizar Las Hurdes (1932), de L. Buñuel y desmontar un montón de tópicos al respecto sobre la veracidad o no de las imágenes que el aragonés filmó allí. Es inmisericorde en su juicio de la actitud del Régimen con respecto a ese territorio: "Ningún dictador ha maltratado tanto ni tan persistentemente la España rural como Franco" (pág. 59), a pesar de los pueblos llamados "de colonización" o por efecto de la construcción de tanto embalse como sumergió a aldeas enteras obligando a sus habitantes a emigrar. Y en ese desmontaje de lo establecido, sitúa en su justo lugar la labor de las Misiones Pedagógicas (1931 y ss.) que, inspiradas en la Institución Libre de Enseñanza, salen al campo a "descubrir España". Aparte de su abrupto final por culpa del levantamiento militar, queda claro que sólo llegaron a unos cuantos pueblos cerca de Madrid y por poco tiempo. Es evidente que los románticos, con Bécquer a la cabeza, también tuvieron que ver con "la cartografía romántica de la España vacía" (156). Otra mistificación que se venía gestando desde el extranjero con Mérimée et la compagnie. Eran los de fuera los que venían a hablar de ella porque "la España vacía nunca se ha narrado a sí misma" (pág. 99). Muchas veces son los periodistas quienes llegan y "cuando las aldeas de la España vacía salen en los periódicos nacionales siempre es en la sección de sucesos" (pág. 95), como sucedió con Puerto Hurraco y tantos otros. "La España vacía asumió que no le quedaba más que pasado" (161) y algunos "intelectuales" comenzaron a intentar ubicar los lugares imaginados por Cervantes para su Quijote en el territorio real, lo que les ha proporcionado a algunos pueblos un atractivo turístico, a la par que controversias ridículas.


Probablemente uno de los aspectos que más me han sorprendido en esta mirada tan caleidoscópica y rica ha sido la lectura que hace del fenómeno del carlismo como "la venganza de de una España que empezaba a vaciarse [rural y tradicionalista] contra la España que empezaba a llenarse [urbana y liberal]" (pág. 201). Y así analiza la figura de Calomarde como la de alguién que huyó del terruño y quiso ser aceptado en la Corte sin demasiado éxito, lo que provocó su toma de partido por el carlismo. Y asociado a ello el autor constata que "parte de la retórica del nacionalismo catalán y vasco es heredada directamente del carlismo [...] parte de la prensa carlista estaba escrita [en catlán y vasco] porque iba dirigida a campesinos que apenas dominaban el castellano" (pág. 209). El nacionalismo sigue siendo más rural que urbano. Y termina pasando a la primera persona e incuyéndose en ese grupo que llama "viejóvenes que tienen su mente en el ayer agrario y primordial [...] proceden de allí, de un lugar que no existe o que está a punto de de dejar de existir" (pág. 238). Y ante la actitud de la gente de asfalto frente a sus conciudadanos del terruño ya había advertido al inicio que "todo se reduce a una cuestión de heterofobia [...] de miedo al otro" (pág. 15). Ante ello Del Molino reconoce que "hay algo en mi generación que llama a los oígenes" (pág. 244), para poder narrar desde dentro las vivencias que las familias emigradas siguen guardando en la memoria. Concluye con una frase que me ha gustado mucho y que es una declaración de intenciones: "Mi literatura quiere escuchar el silencio" (pág. 255).

José Manuel Mora.

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