La mujer del teniente francés, de J. Fowles

 ¡Oh, la época victoriana!

¡Qué gusto no tener que ser responsable de un programa escolar, ni de los dictados de la moda literaria...! ¡Qué gusto cazar al vuelo una información sobre la reedición de un título tan evocador y correr a comprarlo! Y si en la cubierta aparece una foto de la Streep envuelta en su capoto negro a merced del viento del malecón, la evocación aumenta de grado. Y así es como he llegado a un libro del año 1969 nada menos, del que no tenía noticia alguna, aunque sí de la versión fílmica dirigida por K. Reisz que tan tocado me dejó allá en el lejano 1981. Pero es bien sabido que el cine y la novela, siendo ambos procesos narrativos, tienen leyes diferentes. Y, aunque recordaba vagamente la historia doble de amor de la película, he tenido que ir olvidándola a medida que iba leyendo, ya que la presencia del narrador se me imponía de manera arrolladora. FOWLES, JOHN. La mujer del teniente francés. Barcelona: Anagrama, 2012, trad. A. Mª de la Fuente (que incluye algún catalanismo, "explicara", por contara; "si más no, cuando yo se lo pido", "Desandó el camino" (pag. 144), correcta por lo demás), 446 págs. He aquí un buen ejemplo de por qué tan importante como la historia que se cuenta, resulta ser el modo en que se nos hace llegar. 


He de confesar que el nombre del autor me sonaba vagamente sin precisar título alguno, John Fowles, (Essex, 1926 - Dorset, 2005), aunque he tenido que consultar la wiki para recabar una información más exacta. Que un británico estudie francés y alemán, idiomas del otro lado del Canal, ya dice algo de sus intereses, lo que le permitió aficionarse a Camus y Sartre. Ejerció de profesor, pero su éxito temprano a raíz de la publicación de El coleccionista (1963), lo llevó a dejar la docencia y dedicarse a la literatura por entero. Al leer esta información me doy cuenta de que es el material a partir del cual se filmó una peli tremenda con el mismo título dirigida por W. Wyler en 1965. Parece que, además de novelista, ha ejercido como filósofo en sus ensayos, lo que se hace evidente a través de las reflexiones del libro. He elegido la foto que sigue porque está tomada en Lyme Regis, donde se trasladó a vivir y donde ubica la trama.


 El libro tiene un arranque que nos sitúa en 1867, en plena etapa victoriana ("Era la suya una época en la que se suponía que la mujer debía mostrar modestia, recato y timidez", pág. 15); nos hallamos a lo largo del malecón de Lyme Regis, al S.O. de Inglaterra, por donde pasea una joven pareja de enamorados: Charles y Ernestina. Que se crucen dando un paseo con una mujer sola y llena de misterio, conocida en el pueblo como "Tragedia", además de por el sobrenombre del título, ya nos pone en la pista del tono en el que se va a mover la historia: " Vestía de negro. El viento agitaba sus ropas, pero la figura permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el mar" (pág. 11). Aparentemente estamos ante una narración de corte decimonónico, con un autor omnisciente que nos llevará de la mano, siempre que aceptemos la convención de este tipo de narradores sabelotodo. Sin embargo pronto salta la chispa de una primera persona, inicialmente muy british, muy moderada: "la indolencia era, me temo, el rasgo más notorio del carácter de Charles" (pág. 22), que se va haciendo más rotunda conforme avanza, con juicios que se formulan claramente desde el presente, lo que no deja de resultar llamativo: "La buena señora habría sido feliz en la Gestapo" (pág. 26); o bien, "cargado de una especie de proustiana evocación" (pág. 43), o con "matiz brechtiano" (pág. 61). Se narra, pues desde un presente en el que todas estas referencias se puedan entender, pero conociendo muy a fondo la época retratada. Y esa primera persona acabará pasando al plural para incluir al lector: "Nuestro Sam" (pág. 46); "no podemos esperar que viera lo que nosotros -con muchos mayores conocimientos y con las lecciones de la filosofía existencialista a nuestra disposición- apenas estamos empezando a entrever: que el deseo de poseer  y el de disfrutar se destruyen mutuamente" (pág. 72). La ironía asoma. [La cursiva es mía]. En el capítulo 13 la presencia del escritor se hace incontestable: "No lo sé. La historia que les estoy contando es puramente imaginaria [...] escribo siguiendo una convención universalmente aceptada en la época en la que sitúo la narración: la de que el novelista es casi un dios"(pág. 96). Toda la reflexión que sigue sobre los motivos de la escritura que está llevando a cabo, no tiene desperdicio, sobre todo por lo contradictorio de los puntos de vista y lo novedoso de ese contraste. "Para que yo pueda ser libre, tengo que respetar su libertad" (pág. 98); la de los personajes, claro. Para el viejo profe de Literatura que fui, todo este juego metaliterario me ha hecho disfrutar mucho.



Pero volvamos a la narración: frente a ese personaje enigmático que aparece desde las primeras páginas "[Sarah] en la esencia de su ser se combinaban dos fuerzas estraordinarias: comprensión y sensibilidad" (pág. 61), Charles viene presentado, además de como indolente, como alguien a quien "su propia época le producía una ligera náusea a causa de aquella axfisiante obsesión por las buenas formas [manners before moral]" (pág. 147), a lo que se añaden unas ideas darwinianas, casi diabólicas por entonces. Con ello es fácil entender el sentimiento de Sarah ante lo que le ha sucedido y que hace que sea señalada por todos: "Soy una mujer  deshonrada. Por las circunstancias y porque acepté libremente [...] no podía casarme con él, así que me casé con la vergüenza" (pág. 173). El encuentro de ambos despertará una pasión imposible de resistir: "Cuando uno mismo es el combustible, la lucha contra el incendio es tarea inútil" (pág. 243). Y en un pueblecito pequeño como Lyme, donde hay pocas distracciones y nunca pasa nada, esa relación no puede sino escandalizar.


El autor alterna magistralmente  la narración propiamente dicha con auténticos estudios sociológicos de la sociedad vistoriana, que coincide con la visión del mundo de la pujante burguesía. "¿Con qué nos encontramos en el siglo XIX? Con una época en que la mujer era sagrada pero en la que cualquiera podía comprar una niña de trece años por unas cuantas libras... o por unos chelines si la quería sólo para un par de horas"(pág. 259). Convivían iglesias y burdeles, matrimonio y escándalos sexuales, progreso y tiranía laboral y personal .  Es magnífico cómo queda retratada la propietaria de un hospedaje: "La sra. Endicott [...] repasando su Biblia, es decir, su libro de caja" (pág. 268). Y para terminar: "Se vivía de la ironía y el sentimentalismo [el Romanticismo seguía muy presente en el imaginario colectivo y un resultado de él fueron los pintores prerrafaelitas; se cita a D. G. Rossetti], y se guardaban las consecuencias" (pág. 326). 


 El amor imposible que aquí se presenta, dado el corsé de moralidad de la sociedad en torno, viene servido por unos personajes que poseen una enorme hondura psicológica, son de gran complejidad, y la ambigüedad con que algunos aparecen los hace más interesantes todavía. Da igual que se trate de los protagonistas, como de los que podrían considerarse secundarios. Tan sólo la Sra. Poulteney es retratada de una pieza para que arda en el infierno al que ella desearía condenar a quienes disienten de su visión del mundo. El juego del autor de dejarlos a su libre albedrío, y no al capricho del factotum que es el escritor, mantiene el interés al máximo hasta que, en una nueva vuelta de tuerca, Fowles plantea dos finales a la historia, lo que no obsta para la sorpresa final. Es evidente el momento en que el libro fue escrito. Pienso que mucho de la psicología de Sarah, de su magnetismo, de su negativa a dejarse poseer, de su necesidad de controlar su propia vida, tiene que ver con los ideales de finales de los sesenta, aunque ya había mujeres que hacía mucho tiempo se habían puesto a reflexionar y empezaban a reclamar sus derechos (Mary Wollstonecraft, autora de The Vindication of the Rights of Woman de 1792, p. e.). En definitiva, junto a la historia de amor desdichado, apasionado y apasionante, que tan bien puso en imágenes Reisz, lo que me ha conquistado de este libro ha sido la maestría con la que el escritor es capaz de poner en solfa el papel del narrador, con el consiguiente efecto distanciador, lo que no impedirá que Sarah y Charles queden grabados en nuestra memoria de forma imperecedera. "Novela, pastiche, ensayo, parodia, ejercicio autorreflexivo", dice J. Mª Aguirre en uno de los paratextos finales. Alta literatura, digo yo. Festín bien servido. Difrute asegurado.

José Manuel Mora.  

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