La revolución silenciosa, de Lars Kraume

 Solidaridad silenciosa.

 Hay que combatir este calor de alguna manera. Otra vez al cine, en un úico pase a una hora estrambótica: las 21:15. Cuatro personas en la sala, lo que es bastante lógico debido a lo desconocido del producto. Como me suele pasar, la etiqueta "basado en hechos reales" no me suele predisponer favorablemente. El responsable de la cinta, Lars Kraume, no me sonaba de nada, a pesar de haber escrito, producido y dirigido durante años (El caso Fritz Bauer  en 2015), y seguramente se me escapó la crítica en el periódico. Fue mi hermano quien me dijo que merecía la pena y que había sido seleccionada en la semana del cine alemán en Madrid. Así que fui a  ver La revolución silenciosa, aunque el título en alemán es "El aula silenciosa", menos comercial, pero más acorde con el asunto del filme, a partir del relato autobiográfico de Dietrich Garstka .




Cuando se inicia la peli, se nos sitúa en Stalinstadt, cerca del Berlín de 1956, dentro de la RDA, cinco años antes de que se levantara el muro que separaría la ciudad en dos territorios irreconciliables. Todavía se podía viajar en tren a la parte controlada por los países aliados mostrando sólo el pasaporte. Y es en ese año, bajo el gobierno de Imre Nagy, cuando se produce el levantamiento popular ("contrarrevolucionario" según Kuchev) en Hungría contra la presencia de las tropas soviéticas en el país y su posterior aplastamiento por las mismas. De estos hechos se entera un grupo de estudiantes alemanes a través de una radio clandestina y toman la decisión por votación de guardar un minuto de silencio en clase en solidaridad con los reprimidos húngaros. Lo que no pasa de ser inicialmente un acto de protesta de unos jóvenes que fuman, bailan la música de moda en los USA  a pesar de haber sido educados en un estricto socialismo, se convierte pronto en algo que tendrá enormes consecuencias para todos ellos. 


En el gesto de solidaridad  y compañerismo que acaba arrastrándolos a todos a pesar de las reticencias de algunos, hay también una protesta cada vez más consciente contra el totalitarismo que se manifiesta sobre todo en el profesorado, la delegada de educación y el mismo ministro que se presenta a amenazar si no confiesan quién fue el incitador.  Todo ello se complementa con las circunstancias personales y familiares de algunos de ellos, que acaban brindando una buena radiografía de una sociedad que sigue combatiendo sus demonios, todavía muy cercanos en el tiempo. La asunción de la responsabilidad uno a uno ante la autoridad me ha recordado al "Yo soy Espartaco" del filme de Kubrick, o más cerca en el tiempo al "Oh capitán, mi capitán", de El club de los poetas muertos.



La ambientación es extraordinaria y hace que todo resulte muy creíble; tan sólo el personaje de la Delegada de Educación, malísima de la muerte, me parece de un sólo trazo y, aunque las cosas funcionaran así en función de la ortodoxia socialista, ella resulta como de cartón piedra. Los actores están estupendos en sus contradicciones y evitan caer en excesos melodramáticos al final. Casi con los mismos mimbre la historia se repetiría en Checoslovaquia en el 68 y aquello lo recuerdo bien porque ya lo viví conscientemente. Fue el principio del desencanto para muchos.
José Manuel Mora.


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