El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández

En carne viva.

Los amigos siguen siendo necesarios, entre otras cosas, para orientarlo a uno en medio de esa selva oscura de papel y tinta. Josep, conspicuo lector (signifique conspicuo lo que signifique), me encaminó hacia un autor y un título que, una vez más, había pasado por alto. Mis libreras de cabecera, las chicas de 80 Mundos, me dijeron además que el día once estaría el escritor en la librería para charlar con sus lectores. Doble razón para traérmelo para casa. HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL. El dolor de los demás. Barcelona: Anagrama, 2018, págs. 305. Esta vez sí puedo presumir de cierta "novedad".


El autor nació en Murcia en 1977. Parece evidente que me encuentro ante una nueva generación de narradores. Se trata de un joven profesor universitario de Historia del Arte que ya había publicado antes sin que yo me enterara, as usual... Ensayista sobre temas que le son propios, cuentista, ha firmado también un par de novelas que parece fueron bien recibidas por la crítica: Intento de escapada  (2013) y El instante de peligro (2015), finalista del prestigioso Premio Herralde de novela. Y hay una peculiaridad en él que me lo hace próximo. A pesar de estar escrito en un castellano normativo estándar, cuando los personajes de su entorno familiar se expresan, lo hacen con el acento y los términos huertanos que me traen remembranzas de mis veranos yeclanos: "Vamos, hijico" (pág. 26); "la zagala"; "Hostia, el Miguel, cómo ha espumao" (pág. 78). Y he buscado bien hasta dar con una foto del escritor en que aparezca sin su gorra de visera, que parece serle consustancial. Prefiero verlo así, natural, sin sus gafas de pasta ni su frecuente gesto hosco. Tendré mañana la oportunidad de comprobar si todo ello es mera pose o no. (Tras el club de lectura tengo la impresión de que todo es una manera de ocultarse, dado lo tímido que él mismo confesó ser).


Quienes se han criado en un entorno rural, da igual que sea la huerta murciana, como el autor, o en el valle de Guadalest, como Josep, llevan tatuado a fuego todas esas experiencias vividas en entornos cerrados, casi claustrofóbicos, diferentes seguramente de las que se experimentan en la ciudad, más abiertas a variadas influencias. "La huerta es un lugar, pero también es una imagen, un espacio mítico [...] La vida en la huerta  fue el purgatorio  por el que tuve que pasar hasta que llegué a la ciudad" (págs. 42/43). Y en ese lugar paradisíaco donde se desarrolla la infancia, de repente surge la tragedia: el mejor amigo de entonces, Nicolás, mata su hermana en Nochebuena y luego se suicida despeñándose por un barranco. No es un espóiler, así es como comienza el libro que el narrador califica como una non fiction novel. Hay una coincidencia entre el autor, el narrador y el protagonista. Lo que se conoce en la teoría literaria como autoficción, tan en  boga últimamente. Hernández mismo citó en el coloquio a J. Cercas y su Soldados de Salamina



Toda la historia es contada en dos tiempos; el de los hechos, para el que se utiliza el presente y la segunda persona del singular como constante apelación a la propia memoria, y el del momento de la escritura que paradójicamente, siendo el presente del escritor, está narrado en pasado  y en la tercera persona habitual. Esto último se plantea como una novela policíaca en la que el autor/narrador se propone investigar los hechos ocurridos veinte años atrás para intentar entender lo sucedido, para lo que escucha a testigos de entonces, rastrea en los archivos de la televisión murciana para encontrar las noticias que sobre aquello se publicaron y que incluyen una entrevista que le hicieron, persigue el expediente judicial del levantamiento de los cadáveres... Y como en toda inmersión en el pasado, si es seria, uno acaba encontrando lo que no sospechaba, lo que hace que uno salga de la exploración transformado. 


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Hernández contó anoche, citando a J. Marías, que hay escritores de brújula, que saben desde el principio adónde se dirigen, y los de mapa, que planifican previamente para seguir después el recorrido pensado con antelación. Él es de los segundos, aunque de poco le valió puesto que, en un juego metaliterario muy logrado, las reflexiones del escritor expuestas al hilo de su búsqueda, van modificando la misma. Sobre todo la aparición de una vieja foto olvidada, justo la que aparece en la cubierta, y sobre la que parece aplicar la técnica cortazariana del cuento Las babas del diablo, en el que el fotógrafo protagonista, al ir ampliando una instantánea casual en un parque, descubre algo en lo que no se había fijado, aquí esa figura recortada en amarillo, que le hace pensar en el otro vértice de la tragedia, la hermana de su amigo, lo que provoca que todo se ilumine con una nueva luz. Hay sobre todo, a la altura de ese momento narrativo, una pregunta de carácter ético que acaba planteándose: ¿qué pasa con "el dolor de los demás"? ¿No será tan importante o más que el dolor propio? ¿Hasta qué punto se puede entrar en la intimidad ajena y en una herida que la familia no ha cerrado? ¿Se puede seguir queriendo al monstruo que fue tu amigo? ¿No será todo un intento ímprobo de salvar ese periodo mágico de la niñez en que fuimos felices sin saberlo? Libro auténtico de emoción y de verdad narrativa. Habrá que seguir con atención a este escritor huertano.

José Manuel Mora.

P.S. Dejo para la vuelta las citas con que suelo ilustrar mis comentarios, que ahora no tenía a mano.

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