La casa de las flores, de Manolo Caro

 Menudo culebrón...

Nunca fui amante de culebrones, ni siquiera en su época de máximo esplendor. Daba igual que fueran latinoamericanos, o que se produjeran en nuestro país, para esas horas de relax de la siesta. Vagamente recuerdo escuchar, sin entender el terrible drama, el serial radiofónico de los cincuenta, Ama Rosa, que tanto hacía llorar a las radioyentes de entonces. Cuando viajé a Cuba, comprobé que el país se pausaba mientras trasmitían los provenientes de Brasil, Venezuela o Colombia. Y me di cuenta de que se trataba de un fenómeno global. Aquí arrasaba la colombiana Betty, la fea (1999), de la que no vi un solo capítulo, a pesar de que todo el mundo hablaba de ella. Y de repente, y como suele suceder, un compañero jubilata (¡de matemáticas!) me dice que ha descubierto algo en Netflix y que se lo está pasando en grande viendo la serie con su señora. Estas cosas unen mucho. Que me lo digan a mí, con la interminable Vikingos, en la que estamos por la tercera temporada y que nos tiene abducidos. Daré cuenta de ello próximamente. Al tiempo, y desconocedor de su existencia, hoy el periódico hace referencia al éxito que está obteniendo, y no sólo en México.


La casa de las flores (agosto, 2018 ¡una primicia!) está integrada por trece capítulos de media hora, con lo cual es fácilmente digerible en una sentada. Su creador, el joven Manolo Caro, es productor, guionista y director. Aunque tiene en su haber varios largos, no había visto ninguno. Me entero ahora de que dejó los estudios de arquitectura para estudiar cine en S. Antonio de los Baños (Cuba), y actuación en Madrid. Que consiga atraer a su proyecto a una leyenda viva de las telenovelas mexicanas, Verónica Castro, no sé si habrá sido tarea fácil. Está espléndida, al borde siempre de la sobreactuación pero contenida siempre, lo que le da mayor credibilidad. Es evidente que la matriarca de esta familia tan desestructurada, además del pilar de la misma, es también uno de los máximos atractivos de la serie. 


Ésta arranca con el suicidio de una mujer. Su voz en off nos irá poniendo en antecedentes. Nada es lo que parece en esta feliz familia que vive en Las Lomas de Chapultepec, zona privilegiada del D.F. mexicano. La madre es la encargada de regentar una "florería" que va a celebrar su cincuenta aniversario (me encanta la derivación mexicana para la tienda de flores; nosotros somos más barrocos: "floristería"). Con el mismo nombre, "La Casa de las Flores", funciona un cabaré, especializado en números de travestismo, del que se encarga el perfecto pater familias, con una doble vida, como la que llevan casi todos los miembros del clan familiar. Que todos se quieren está claro; que a veces cada uno tira para sus intereses aunque esto pueda fastidiar a los demás, también. Mezclar el tema de la interracialidad en la muy exclusiva sociedad blanquita capitalina puede ser objeto de escándalo. Si a ello se le añade el de la bisexualidad (el matrimonio paritario está reconocido desde 2016 tan sólo, y no en todos los estados del país), y no digamos ya el de la transexualidad (genial la transformación de Paco León convertido en una auténtica señora que además ejerce de competentísimo abogado, rompe con los estereotipos más facilones), el cóctel puede ser explosivo para la pacata sociedad mexicana. Por no hablar del consumo y tráfico de marihuana a pequeña escala.



Los españoles dejamos en toda Latinoamérica una herencia importante: el idioma, cuyo acento es un regalo escuchar a lo largo de los capítulos (a mí me devuelve a mis compañeras Reyna Malvárez y Blanca A. Gómez-Vega, compañeras de lectorado en Burdeos), es el de la clase culta, y aparece rico en términos y matices; y el machismo, que tantos crímenes machistas provoca, además de la influencia de la Iglesia con toda su superestructura de valores anclados en el pasado, que obligan a la gente a vivir de cara a la galería, muchas veces en contradicción con su ser más profundo. Las vecinas, avizorando como cuervos lo que ocurre en el interior de la casa, siguen siendo otra terrible herencia, por no hablar de la importancia del papel couché en determinados ambientes, o la influencia de las redes sociales que pueden destruir al que se descuide. ¿Cómo salir así del armario? ¿Cómo tener amantes? ¿Cómo ocultar que a uno lo lleven preso? Todos estos asuntos tan delicados están tratados con un barniz de humor negro que seguramente habrá contribuido a que se convierta en un auténtico fenómeno social. Y a una puesta en escena de un guión desopilante por lo inesperado de muchas de sus situaciones. Mención aparte merece la elección de las canciones que ilustran la banda sonora, toda una declaración de intenciones: A quién le importa de Alaska y Dinarama, Me colé en una fiesta de Mecano o Yes sir, I Can Boogie de Baccara, entre muchas otras.

 

Cecilia Suárez es una actriz fetiche del director, a quien no he identificado/recordado en su papel de la serie Sense 8. Su papel de hermana mayor, con su peculiar dicción, la ha hecho convertirse en objeto de imitación y de comicidad muy extendido. Ha de competir con la bellísima Aislinn Derbez, quien por momentos me recordaba a P. Cruz, su otra hermana, y que se expresa en perfecto inglés americano cuando habla con su novio estadounidense y negro, lo que debe de ser bastante común para los actores mexicanos, dada la cercanía de la frontera y de la industria de los vecinos. Darío Yazbek Bernal (hermano de Gael), tiene un papel comprometido porque ha de hacer de gay todavía en el armario y que es presentado por el director apartado de cualquier convencionalismo sobre la figura del "marica" tradicional. De él es una de las mejores frases de la serie: "Nunca te sientes tan solo como cuando sales al mundo y dices quién eres". De ahí viene toda su fragilidad, lo que no quita para que su inmadurez lo lleve a cometer tremendos errores. Los padres demuestran que el amor hacia los hijos hace que se superen los obstáculos, aunque siempre al borde de un ataque de nervios por parte de la madre. En ese microcosmos de gente bien todo puede irse al traste en cualquier momento. Los dos pequeños de la casa dialogan así: "[La niña de nueve años]: Parece que me estoy acostumbrando /  [el chico de 16] ¿A qué? / [niña] Al caos / [el muchacho] Al caos uno nunca puede acostumbrarse". Parece que los mexicanos tendrán que irse acostumbrando a lo que se les viene encima de manera incontrovertible.

José Manuel Mora.
 





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