Pequeño país, de Gaël Faye

 Horror e infancia.

Como tantos otros, éste me hubiera pasado desapercibido en esa selva de papel que son las mesas de novedades de la librerías. Esta vez fue mi sobrino Julio, que además de médico es gran lector, quien me puso en la pista del título y el autor. Cuando vi en el fajín que había ganado el Goncourt des Lycéens de 2016, ello me supuso un aliciente añadido. Vuelvo pues a la litertura francesa. FAYE, GAËL, PEQUEÑO PAÍS. Barcelona: Editorial Salamandra, 2018; trad. J. M. Fajardo; 219 págs.


¿Quién es este jovenzuelo de tez acaramelada (en sus palabras), del que por supuesto no había oído hablar? Nació en Burundi en 1982, hijo de madre ruandesa y padre francés. Pertenece a la etnia tutsi y en 1995 salió de su país huyendo de la guerra civil que se desató allí tras el genocidio ruandés. A pesar de formarse en finanzas, abandonó pronto ese mundo y comenzó a dedicarse a la escritura y a la música. De estilo rapero, componía y cantaba en un grupo hasta que publicó su primer álbum en solitario con gran éxito. Ésta de la que voy a hablar es su primera novela, se han vendido de ella 700.000 ejemplares y los derechos de traducción a veintinueve idiomas. Estamos pues ante un nuevo ejemplo de literatura postcolonial.


Cuando no se han visitado determinados países, lo que en ellos sucede queda como noticias de fondo, de los que no se acaba de entender nada. De ese corazón de África sólo conozco Madagascar, país fascinante, pero no pequeño, como el Burundi del escritor. Recuerdo que, cuando se produjo el cataclismo ruandés en 1994 decidí, conmocionado por las noticias que llegaban, que todos los documentos que usaría para preparar la diversidad textual con la mirada puesta en la Selectividad, tendrían como tema único el genocidio que los hutus causaron entre la minoría tutsi. Lo más aterrador del caso es que entre ambos no existen diferencias raciales, ni religiosas ni lingüísticas que puedan explicar el enfrentamiento, aunque sí había una cuestión de minorías (tutsis) y mayorías (hutus) y sin embargo aquello fue un horror.  El libro me ha removido aquellos recuerdos. La foto que dejo de G. Sánchez es bastante explícita.




Alguien dijo que el país al que pertenecemos es el de nuestra infancia. El protagonista, ya instalado en París, comienza a rememorar su niñez en Buyumbura, en 1992. Pertenece a una familia bien situada, va a un colegio privado y tiene una panda de amigos en el callejón donde vive que se dedica a bañarse en el río, a robar mangos para revenderlos luego, a fumar en un viejo coche abandonado.. "Teníamos las manos pegajosas, las uñas negras, la risa fácil, el corazón alegre" (pág. 75); ese periodo tan feliz, una vez que la violencia lo destroza, "me ha dejado marcas con las que no sé qué hacer" (pág. 13). La narración va transitando por la quiebra del matrimonio de los padres, por los primeros muertos familiares en la distancia del país vecino, hasta los primeros signos de inquietud al instalarse la desconfianza y el miedo entre los propios miembros del grupo de amigos. "No me acuerdo de en qué momento empezamos a pensar de manera diferente [...] dejamos de confiar y empezamos a ver al otro como peligro [...] mis amigos y yo empezamos a tener miedo" (pág. 78). Y ya no son posibles los juegos. La inocencia se ha evaporado como el sudor en la piel tras un golpe de calor.



"Aquella tarde, por primera vez en mi vida, entré en la realidad profunda del país. Descubrí el antagonismo entre hutus y tutsis [...]. Uno cargaba con ese bando desde que nacía, igual que se recibe un nombre, y eso lo perseguía siempre [...]. Sin que se le pida, la guerra se encarga de procurarnos un enemigo. Yo, que quería permanecer neutral, no pude serlo" (pág. 133). Y así descubre el horror en su familia, en su barrio, en su ciudad. Y de ese terror vivido en primera persona no se sale inmune. "El genocidio es una marea negra: quienes no se ahogan van cubiertos de petróleo durante toda la vida" (pág. 184). El final, que no desvelaré, resulta tan tremendo como algunos de  los acontecimientos vividos por el muchacho. A pesar de lo terrible que es lo narrado, el autor tiene el temple suficiente para no embellecer los recuerdos, pero sí para tratarlos como algo propio, que duele por perdido. Su expresión está llena de lirismo muchas veces, pero no de almíbar. Las imágenes son certeras: "Los sollozos habían transformado la voz de mamá en un torrente de lodo y piedras" (pág. 32). O bien, "Buyumbura era ahora una plantación de luces, un campo de luciérnagas" (pág. 156). Ese paraíso perdido que es la infancia está aquí doblemente extraviado, no sólo porque todos nos hacemos adultos, sino porque al protagonista la guerra lo obligó a exiliarse forzosamente de él. En medio de tanta catástrofe, el chico encuentra un refugio en los libros de una vecina de origen griego. "Gracias a la lectura derribé los límites del callejón" (pág. 169). Entiendo que el libro haya tenido tanto éxito entre los estudiantes de Francia, no sólo por el exotismo de los ambientes que refleja, sino porque la del rapero es una voz auténtica. Buen libro para comentar con adolescentes, para reflexionar con ellos sobre racismo, nacionalismos varios, violencia desatada. 

José Manuel Mora.  




 

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