Canadá occidental: Victoria. III

 La isla.

Salimos de Vancouver en dirección a la población de Tsawawaassen, nombre de una tribu india situada a relativamente pocos kilómetros de la frontera con los USA. Desde allí se toma el ferry para llegar a la isla de Vancouver, donde se encuentra la ciudad de Victoria, capital administrativa de la Columbia Británica. La embarcación es enorme. Hace un día esplendoroso de soles y azules. La travesía es calmada y hay tiempo para charlar con una pareja malagueña: ella, psicopedagoga expresivísima, él, antiguo profesor de química. Ambos están jubilados y él, además de pescar como jobi, se dedica a construir barcos en miniatura de una perfección asombrosa. Son encantadores y establecemos una comunicación fluida. Un señor me pregunta qué idioma hablamos y, al saberlo, lo celebra con una enorme sonrisa y señalándome lo que parece la aleta de una ballena. El barco va navegando durante hora y media entre islas boscosas en medio de cuyas arboledas se divisan casas bajas cercanas al agua, de diseño sencillo y claro. Nada que ver con nuestra costa, alicatada hasta el techo. La placidez es total.


 


 



















El microbús que nos lleva atraviesa un territorio que parece sacado de una peli yanqui: grandes carreteras, gasolineras desmedidas, centros comerciales enormes, espacios vacíos... Nos dirigimos a los Jardines Butchart, que reciben más de dos millones de visitantes al año. Algo tendrán... En el espacio dejado por una explotación minera abandonada, un matrimonio amante de las plantas decidió en 1904 ir colocando tierra fértil y plantones de flores, hasta convertirlo en un frondoso y extenso jardín de diferentes estilos y situados a distintos niveles: un jardín mediterráneo, una rosaleda, un espacio a la italiana y un jardín japonés. El gentío que lo visita a esta hora del mediodía es enorme, a pesar de los cerca de 22€ que cuesta la entrada. Seguro que a primera hora de la mañana estará todo más tranquilo. Comenzamos la visita desde una balconada que permite dominar lo que se conoce como el jardín hundido, el original. Las variedades de plantas y colores, así como los macizos en que se agrupan y los remansos de agua y sus fuentes conforman un todo armónico que cuidan cincuenta jardineros por las noches. A pesar de las cantidades ingentes de personas que recorren sus senderos y se fotografían constantemente, lo que nosotros también hacemos, los volúmenes de flores, las combinaciones de texturas en hojas y parterres, la altura y diversidad de los árboles nos resulta absolutamente sorprendente.




 




















La rosaleda , que incluye una ingente variedad de estas flores, no me llama la atención tanto como el jardín japonés, que combina a la perfección los elementos básicos en su filosofía: agua, piedras, flores y elementos constructivos, como un puentecillo de bambú o una pequela cabaña y linternas de roca. La umbría aquí es casi total y los senderos, estrechos e íntimos. Al llegar a su final nos encontramos con una pequeña dársena en la que amerizan hidroaviones, una forma exótica de llegar hasta aquí. De regreso pasamos por la extensión a la italiana, con grandes espacios de césped y fuentes, aptos para conciertos estivales. El jardín mediterráneo lógicamente nos sorprende menos. El otoño está apenas llegando, pero ya hay algunos árboles que se han teñido de óxido y destacan entre una variedad enorme de matices de verdes, grises, casi negros. A pesar de la exuberancia del lugar, se pueden encontrar momentos para demorarse y disfrutar de cada perspectiva.
























 


























Hay espacios para comer y comprar. Todo está cuidadísimo. Se podrían pasar aquí un par de horas tranquilamente, pero el viaje en grupo y con el tiempo tasado nos obliga a regresar al punto de encuentro, subir al bus y dirigirnos a la ciudad, Victoria, de 350.000 habitantes, protegida por las montañas fronteras estadounidenses, que la resguardan de lluvias y bajas temperaturas, lo que la deja en una amble microclima, bien distinto del de su hermana, la capital que dejamos atrás. Llegamos para que nos repartan las habitaciones y podamos salir a comer algo. El hotel vuelve a ser de la cadena Fairmont, de 1905, con solera externa e interna y está situado enfrente de la bahía, ante el mar del atardecer, como luego veremos. Se nos hacen las 16:30, hora casi de cenar para los de aquí.

 


 


















Nos hablan de un pub, el "Irish Times", en la calle principal. Ofrecen comida y música en directo. La clientela es gente de edad variada, jubilatas y gente joven, con ganas de beber buenas pintas de cerveza y escuchar música o ver partidos de rugby en enormes pantallas. Pedimos la clamchowder, una sopa espesa con mejillones, almejas, verdura y patatas, deliciosa, una pizza a compartir y dos cervezas de 2/3 cada una, todo por el módico precio de 23€ por persona. Las propinas aquí son casi de riguroso cumplimiento, en torno al 10% del coste total. El rato resulta agradabilísimo, además de saciar nuestro apetito. 



El sol va de bajada, según nos informa la fachada frontera al ventanal donde nos hemos situado. Habrá que volver a salir, si es que queremos ver algo más de la ciudad: un museo etnológico, el Royal Museum, que ya está cerrado, pero donde se proyecta 2001, una odisea del espacio y que posee una buena colección de totem originales; casas coloniales eduardianas en calles casi vacías o con gente de regreso al hogar; la sede neorrómanica y equilibrada en su grandilocuencia del Palacio de Gobernación de la Provincia (parece que en su interior hay un restaurante de precios muy asequibles, información que nos llega tarde, claro), que es como llaman aquí a los distintos estados que conforman Canadá, y el sol ahogándose en el mar.

 



















































Mañana nos espera el posible avistamiento de las ballenas y volvemos a tener que madrugar. Se nos está convirtiendo en un hábito. Felizmente ya estamos adaptados al nuevo horario.

José Manuel Mora.

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