Canadá occidental: vida marina. IV

 Ballenas.


La gracia del día de hoy, según nuestro programa, está en una excursión para ver de cerca la vida marina. El cielo está azul hiriente, aunque con todo, vamos bien pertrechados por si en el mar hace más frío. El lugar del embarque está situado frente al hotel, lo que nos permite ir dando un paseo. En una zódiac, qué emoción, nos llevan hasta el embarcadero del que parten los barquitos cubiertos para realizar el recorrido, que se supone de unas dos o tres horas. En la zódiac hemos coincidido con un matrimonio de Novelda, profesores ya jubilados, que viajan con su hija, cirujana. Él es un maniático de la fotografía y va cargado con un equipo espectacular. El ser de la terreta nos hace conectar con facilidad. Yo voy un poco temeroso por si me mareo como suelo.


 Pero el mar está en calma y el cabeceo de la barca es tolerable. Conforme salimos de la bocana, el aire marino hace que nos envolvamos en gorros, guantes y bufandas porque, a pesar de los pesares, queremos ir en cubierta. Hay perfiles montañosos y azules por todas partes en la lejanía. Hay uno concretamente, hacia el sur, con forma de cono y glaciar en la cumbre, que pertenece a los USA. Paradójicamente el barquito sólo se mueve cuando para motores para no espantar a los cetáceos. El interés por avistar algo hace que no piense en el posible mareo. Cuando hay algo de revuelo es porque alguien ha visto o creído ver algo. No somos los únicos que tratan de localizar a los animales y los capitanes se comunican por radio. Llevamos unas chavalitas que explican en riguroso inglés canadiense con chicle en la boca las características, medidas y costumbres de los animales. No entendemos nada.


A veces llegamos a percibir una aleta cortando el azul bastante lejos. En otras ocasiones vemos que van emaprejadas, ¿madre y cría? Algún gracioso señala que es la misma, contratada para que aprezca en diferentes momentos. Lo que sí es cierto es que cuando las vemos, aunque sea durante unos segundos, la emoción es grande. Nos falta sólo aplaudir. Saberlos libres y salvajes y tan cerca... No llegan a saltar. Y pienso en la suerte que tuvimos en Madagascar, que las pudimos ver desde tierra firme con sus colas enormes golpeando la llanura del mar. 


 Más adelante la barca pone proa hacia un islote que no parece tener mayor interés. Conforme nos acercamos, percibimos que hay infinidad de gaviotas y lobos marinos, focas que sestean al sol o que berrean desperezándose o entonando un canto que no entendemos. De nuevo la vida salvaje. Y nuevamente disparamos fotos como locos a pesar de la distancia. Es cierto que la "cosecha" de ballenas ha sido exigua, pero la jornada ha resultado gloriosa de luz y mar calmo.














Así pues volvemos satisfechos a puerto. Regresamos hacia el hotel dando un paseo tranquilo por el borde de la dársena. Todo en esta ciudad es más razonable en alturas y volúmenes que en Vancouver. El tiempo es el suficiente para comer, descansar un poco, tomar un café y encaminarse hacia el embarcadero de los hidroaviones, que es como regresaremos a nuestro hotel inicial. Nos quedamos con las ganas de visitar la ciudad y el barrio chino, que dicen es enomemente pintoresco. Como se trata de un vuelo, aunque sólo de 35 mi., hay que estar en la terminal de los hidroaviones con tiempo suficiente. Nos distribuyen en dos avionetas y los equipajes de cabina van en los patines de amerizaje; somos catorce y el ruido de los motores no nos permite escucharnos. Así pues nos dedicamos a mirar por las ventanillas cómo el hidroavión se desliza por la dársena y remonta el vuelo de forma limpia y elegante. La altura no es excesiva y permite disfrutar de lo que queda allá abajo.
















Las islas están distribuidas al tresbolillo por tamaño, forma y cobertura vegetal. Hay pequeñas agrupaciones de casas en alguna ensenada, otras construcciones son sólo accesibles desde el mar. Y a algunas se debe de poder llegar por algunas carreteritas que sólo intuimos, ideales para verano, pero no sé yo en invierno y sin luz qué tal se llevará tanta soledad. Al fondo, omnipresente, el volcán cónico nevado y resplandeciente bajo el sol de la tarde, casi totémico. Hay barquitos de un sólo palo que navegan entre ellas y zonas donde se acumulan varados troncos preparados para la industria maderera, aquí tan importante. Cuando avistamos Vancouver nos quedamos mudos, porque desde el aire se percibe la magnitud de la ciudad, ahora sí, imponente. Travesía perfecta.














No sabemos qué hará el resto de nuestros compañeros de excursión. El grupo todavía no está compactado. Nosotros queremos patear mientras quede luz, e incluso cuando haya caído la noche, dado lo iluminados que están estos torreones de acero y cristal, estructuras a veces imposibles, que rivalizan en colores, forma y altura. Esta vez vamos hacia el norte por Burrard st. Con sol es más fácil orientarse en el damero que conforma la ciudad. LLegamos al puerto, donde se levanta un edificio, el Canada Place, coronado por unas formas como de velas, tantas como provincias componen Canadá. Se constrruyó para la Exposición Universal de 2010. Incluso el tráfico parece amable, dado lo bien organizado que está. Hay algunos turistas despistados como nosotros. Pasamos desapercibidos. La sensación de libertad y la conciencia de que solo con el pateo se hace uno con una ciudad nos hace esforzarnos. Es nuestro último día aquí. Y la ciudad merecería más tiempo y más sosiego.


















































Al llegar al hotel, con tan solo un helado a modo de cena, servido por un brasileiro simpático que atendía a una enorme cola, sólo queda tiempo para reorganizar el equipaje y caer en la cama como una piedra en un lago oscuro y sin fondo. Mañana empieza de verdad el "Tour de las Rocosas". À suivre.

José Manuel Mora.


Comentarios