De camino a Calgary. Y X

Último día.

Qúe mal haber dejado de escribir la bitácora. Luego pasan cosas, como que me haya equivocado con lo sucedido en la etapa anterior del viaje. Ahí no hubo vuelo de helicóptero, sino subida a un teleférico para ver el valle de Banff, mientras nosotros comíamos tranquilamente. Subsanado el lapsus (gracias, compas), paso a contar lo visto el penúltimo día de nuestro viaje. Antes de dejar la ciudad, para la excursión matinal, en pleno centro vemos unos alces ramoneando junto a la acera de manera impune. Nos permiten acercarnos y que les hagamos fotos sin inmutarse. 



Se nota que vamos bajando la cota de altura porque, aunque hace frío, la nieve va desapareciendo y va dejando paso a unos colores más otoñales. La primera parada técnica la hacemos junto a una cascada que, comparada con las vistas, parece de juguete, pero que tiene su gracia. Los chinos han sido sustituidos por coreanas educadísimas. 


Vamos tomando perspectiva del valle, completamente cubierto por una pinada espesa, en medio de la cual se alza un imponente hotel, imagino que finisecular, un insulto contra la naturaleza que los turistas seguramente agradecerán. Desde el otero al que nos lleva Graciela volvemos a sentirnos acariciados por la clemencia del tiempo. Hace sol y los árboles se doran a su calor tibio. El río, allá abajo forma meandros que dejan una isla envuelta por la corriente mansa. 





 















Con el día claro se ve la potencia de las montañas que nos rodean, algunas ya cubiertas de nieve temprana, no perpetua como la vista en los laciares. Podríamos estar en nuestro Pirineo. Imponentes, ya digo. Los que tienen más tiempo del que nosotros disponemos, bajan hasta la orilla. Qué bueno hubiera sido poder pasear tranquilos un rato al solillo septembrino.

 
Pero Graciela se las sabe todas y nos tiene reservada una última sorpresa antes de volver a la civilización: no recuerdo el nombre de los sitios, ya digo que no anoté nada más, pero la parada junto a este último lago al sol del mediodía y en medio de un silencio más que aceptable, dado los pocos visitantes que lo contemplan, nos supone un último regalo de la naturaleza. La paleta del pintor aquí se enriquecería con tonalidades antes sólo entrevistas. Algún pescador del grupo piensa en su caña y en la tranquilidad que le depararía el paraje.

































Pero hay que volver para que los intrépidos del grupo  tengan su momento de gloria en el helicóptero, cosa que ya conté erróneamente ayer. Mientras tanto otros, más terrenales, entramos en una cervecería propia de parroquianos de un rodeo. Paredes de madera, cervezas artesanales, y unos mejillones en su salsa, picantica, que quitan el hipo. Todo ayuda a desentumecer la lengua y a perorar sobre lo divino y lo humano. Aún hay otros que se han abalanzado enloquecidos en las tiendas de la localidad a llevarse algún último recuerdo. Comparado con las montañas que lo circundan, Banff parece un pueblo de tarjeta postal. 


Junto al río Bow hay una especie de paseo fluivial de madera, en el que los árboles que otoñean de manera gloriosa y que nos permite deambular de charla amigable, casi como si fuéramos del lugar. No queremos ser conscientes de que, cuando subamos al autobús será para volver a la civilización y abandonar definitivamente estos espacios tan primigenios; perdón por el palabro, pero todo lo que aquí vemos parece recién estrenado, incontaminado, pensado para vivir en paz. No quiero pensar cuando la oscuridad y las ventiscas se abatan sobre el lugar, qué quedará de mi bucolismo de ojos mediterráneos.





 



















La llegada a la civilización se nos antoja un golpe brutal, sin transición, debido a la cabezadita que propicia la voz acariciante de Graciela. Desde el mismo bus, ella nos hace un recorrido panorámico para que nos hagamos idea de cómo está estructurada Calgary, que fue sede de los JJ. OO. de Invierno en 1988 (gracias, Cheri), lo que permitió un desarrollo desaforado de su tejido urbano y un aumento extraordinario de su población, dadas las posibilidades laborales que la ciudad ofrece. Es una de las ciudades más importantes del país. En ella, creo que en junio, tiene lugar una especie de rodeo que atrae a miles de visitantes vestidos todos con ropa vaquera, que incluso llevan para trabajr. debe de ser un buen carnaval, aunque aquí lo vean como muy racial y auténtico. 
















El hotel, el Westin Calgary, vuelve a estar perfectamente situado. Muy cerca queda el río, pero nada más acabados de situarnos en él se desata una buena tormenta. Hay que esperar a que escampe. Y, en nuestro afán por capturar la ciudad, salimos a patearla sin esperar a nadie. La ribera del río Bow, una vez más, está gloriosa. Todo parece pensado para el paseante. Incluso cuando empezamos a caminar a buen paso por las calles, descubrimos pasos elevados sobre el asfalto, entre los edificios de los dos lados de la calle, pensados para el crudo invierno. Queda algo de la luz del atardecer enredada en las cristaleras de los rascacielos. La gente vuelve a sus casas después del trabajo, pero no hay la aglomeración que vimos en Vancouver. 



























Y, entre las nuevas construcciones, encontramos olvidadas algunos edificios en ladrillo visto y hierro, típicamente finiseculares. Otros son de piedra de cantera bien pulida, con resabios neorrenacentistas. Parece que los preservan y han aprendido a convivir con sus congéneres más altos. Es una buena síntesis que no chirría. Toda la ciudad tiene un aspecto limpiocién barrido, tal vez efecto de la lluvia. Y comenzamos el paseo con ansia por aprovechar la última luz del día.


























En una calle casi peatonal hay unas estructuras curiosas, como parasoles altísimos de acero, que retuercen sus soportes mientras se elevan entre los rascacielos que los rodean. No sé cuál puede ser su función real. Tal vez sólo una cuestión de estética.


























Los nuevos rascacielos compiten en altura, en la pureza de sus líneas, en el brillo acristalado de sus superficies. No parece que la ciudad se haya acabado de construir. Siguen levantando sus formas atrevidas hacia el cielo. Todo lo que vemos tiene el aire de una gran ciudad.



























Vamos buscando una escultura del catalán Jaume Plensa, que vimos al pasar desde el bus y que nos ha parecido, como casi todas las suyas, enormemente sugerente. Para conseguirlo, hemos acabado dándole la vuelta al corazón de la ciudad. Los edificios se reflejan unos en otros, de una forma muy atractiva, como en un caleidoscopio. Todo da la impresión de estar recién lavado, como si le hubieran sacado lustre.




























Pero es hora de regresar al hotel. Cenamos en el mismo restaurante de la planta baja y vamos despidiéndonos de todos nuestros compañeros de viaje. Ha sido una gozada compartir tanta aventura y belleza con todos ellos. A la mañana siguiente volamos y, además salimos muy temprano. El encargado de llevarnos al aeropuerto es un venezolano que se vino para acá con toda la familia, huyendo de las miserias de su país. Él allá era ingeniero. Aquí ejerce como taxista y como electricista de comunidades de vecinos. Está feliz poque ha logrado traerse a los suyos y han conseguido integrarse en el idioma y en el tejido laboral. Recuerda su país con tristeza. Aunque es de noche, el tráfico es abundante, pero él conduce con pericia y llegamos al aeropuerto con tiempo suficiente, aunque la cola para pasar el control es larguísima. Todo transcurre sin incidentes. El vuelo hasta Toronto transcurre sin problemas, pero en un avión pequeño y algo incómodo. Llegamos lloviendo.























El tránsito es largo y nos da tiempo a comer. Para nosotros ahora, de regreso, es territorio conocido y podemos pasear por él. El vuelo transatlántico es más corto que a la ida y sabemos que la nave será más grande, amplia y cómoda. Otros de nuestros compañeros no tienen la misma suerte y pierden la conexión o las maletas. La dura vida del turista, ya se sabe. Ha sido un placer compartir con ellos estos días y vamos a seguir en contacto. A ellos y a Graciela por su preparación, por su profesionalidad, por su alegría y buen humor, gracias. También a los que han seguido este relato hasta aquí. Me despido con una escultura de Richard Serra en medio del aeropuerto torontino. Hasta la próxima.



José MAnuel Mora.

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