Las Rocosas: día de lagos. VII

 El Maligne.

Debido a un cambio en el horario previsto, nos toca madrugar más de la cuenta. Lo temprano de la hora hace probablemente que un manto de escarcha cubra matorrales y árboles. La neblina es densa y el frío, intenso. El aspecto del paisaje está entre lo alpino y lo navideño, lo que hace que estemos excitados y contentos. Nos dirigimos al Lago Maligne, donde se supone que realizaremos un crucero de hora y media. Su nombre le viene de lo maligno de las turbulencias del río que nace en él. Para los que no vienen organizados, parece que cuesta en torno a los 50€. Para nosotros está incluido. 


Las lanchas para la travesía son cubiertas, aunque cabe la posibilidad de salir a fuera a fotografiar al tiempo que se queda un helado. Todo tiene un tono perlado, desde unas nubes que se deshacen entre los árboles  de unas laderas que casi no vemos, hasta el color del agua, fiel reflejo de un cielo gris encapotado y los tonos de la tierra, que parecen un virado en casi sepia, en el que se ha prescindido del color. Somos prácticamente los únicos en surcarlo a esta hora temprana. El lago tiene 23 kilómetros de longitud, aunque posee una cintura estrecha, justo donde se encuentra la Isla de los Espíritus, territorio sagrado para los nativos, razón por la cual no se puede patear. Hay que conformarse con una caminadita breve por un sendero acotado. 

 




 



 











El lugar es de tal belleza que no parece importarnos el hecho de que no haya casi luz y que todo permanezca en una tonalidad tenue, con unos contornos apagados. Hasta que llegamos a la isla, único punto con algo de color de otoño. Hay un mirador enfrente, desde donde se puede contemplar a placer. Y efectivamente se tiene la impresión de que el lugar tiene algo de sagrado, con esos abetos erguidos como vigilantes de esa tierra que no se puede hollar y que sirven de señal para el retorno de nuestra lancha. Más allá no se puede pasar con barca de motot. Tal vez con tiempo soleado apeteciera seguir, pero lo nublado del día hace que nos conformemos con tomar unas fotos del sitio y estremecernos ante tanto silencio y tanta belleza, que parece pintada por algún artista chino de la acuarela. No me resisto a poner la foto en grande.


Mientras volvemos, el productor del show parece querer darle un toque de espectaculartidad mayor y la niebla comienza a levantarse. Hay un atisbo de luz, y las montañas que conforman este lago, seguramente glaciar, empiezan a dejarse ver, entre fantasmagóricas e imponentes, nevadas, lo que resalta la negrura de sus laderas y el arbolado que las cubre. Salimos a cubierta para poder fotografiar a gusto, llenos de euforia y frío. Sólo nos falta aplaudir. La velocidad de la barquita hace que pronto estemos de nuevo en el embarcadero. El cafetito que nos sirven allí nos templa y nos sabe a gloria.













 El recorrido continúa hacia el cañón del río Maligne. De repente las laderas muestran cantidad de árboles enfermos, troncos desnudos, meros esquemas de lo que fueron, que se miran con vergüenza en una aguas que parece que han sido diluidas por las manos de un pintor de paleta leve. Otros troncos yacen caídos, talados para su uso, junto a los que han sobrevividos, abrigados por estas primeras nieves. Todo resulta algo triste. 





 














Al cruzar unos puentes aparece una corriente esmeralda sorteando piedras con suavidad, delicadamente, para luego despeñarse con estruendo en una garganta  angosta y profunda cuyo final sólo acertamos a atisbar. El recorrido por un sendero helado, y por lo tanto peligroso, nos hace ver sucesivas perspectivas, cada una más hermosa que la anterior. El dibujo que el agua ha ido dejando en la piedra calcárea es como de alfarero, suave de formas y con algo de coloración. La que tienen, ya más intensa, las piedras del lecho del río, lavadas por los siglos hasta dejarlas pulidas y brillantes. Cae un aguanieve a la que no hacemos ningún caso.






 














 



 













He titulado la entrada "día de lagos", y así es. El siguiente que visitamos es el Primamide. Más sereno, menos teatral, lo podemos percibir mejor porque, aunque el día no ha abierto, sigue nublado, la luz es buena para ver contornos y colores. En su centro hay una islita a la que se llega a través de una pasarela de madera. Con tener su encanto, no llega a la magia que emanaba de la de los Espíritus. Sin embargo el pequeño recorrido que hacemos por sus orillas nos permite descubrir a ardillas depredadoras de piñas, que devoran a velocidad de vértigo, indiferentes a los que las fotografiamos de cerca; esqueletos de árboles desenraizados y muertos, y otros que han decidido suicidarse lanzándose al agua.

















































Desde allí vamos al Lago Patricia, más pequeño, más tranquilo, más abarcable en su totalidad, rodeado de otoño por todas partes. De repente vemos unos coches aparcados en el arcén con sus ocupantes que han bajado de los mismos y andan fotografiando a los wapitis. ¿O son alces? ¿O caribúes? Gritamos para que Graciela se detenga y nos pisoteamos para bajar y capturar a los animalicos con nuestras cámaras. Una voz más fuerte de la guía nos advierte de que el macho anda cerca y de hecho embiste uno de los vehículos estacionados. Pocas tonterías con estos animales que, para no sentirse acosados, necesitan un radio de treinta metros a su alrededor. Ya sólo nos faltan los osos.

 
























De regreso en Jaspers, podemos por fin visitar la ciudad que da nombre al parque. Son cuatro calles con comercios y restaurantes y una estación del ferrocarril de finales del s. XIX. Un sol tímido entrte nubes por fin ilumina un tótem plantado en medio de la acera. En el "Montana", con los malagueños, probamos por fin la hamburguesa de bisonte, las costillas de cordero caramelizadas al grill, la cerveza artesanal y la conversación amigable y desenfadada. Para ser un sitio tan turístico, que salgamos a 18€ cada uno no nos parece nada mal. Pedir un macchiato un poco más allá supone hacer una cola considerable, que todo el mundo soporta estoicamente. Nos lo tomamos andando. El bus y nuestro lodge nos esperan para pasar el resto de la tarde frente al lago. 

 

Una de las actividades que nos proponen es circunvalarlo y caminar los cuatro kms. de perímetro, lo que no es más que un paseo en esta tarde calma que se ha quedado. La placidez fría de sus aguas sólo se rompe de vez en cuando por los graznidos de una bandada de patos que vuelan en cículos altos hasta amerizar con elegancia de cisnes. En el entorno hay un campo de golf por el que se prohíbe pasar, para que no le den a uno un pelotazo. Nosotros lo hacemos de todos modos. Tenemos menos suerte que los valencianos, que se dan el lujo de filmar con la cámara unas nutrias. ¡Lástima!

 
Preparamos maletas para el día siguiente, ordenamos papeles, escribo bitácora y bajamos a "L'Orso", una pizzeria del hotel, dispuestos a una cena ligera: crema de zanahoria, ensalada del César y dos peroni frías estupendas. Una grappa y un oporto para redondear. Como señores. De regreso a nuestra cabaña el aguanieve sigue cayendo silenciosa y mansamente. Bona nit.

José Manuel Mora.  






























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