Las Rocosas: Hell's Gate. V

 Hacia las montañas de Kamloops.

Hoy tenemos por delante una dura jornada de autobús, con unos 450 kms. de recorrido. Creo que en el programa no hay muchas así. Con algo más de relajación hubiéramos podido perdernos por las dos ciudades que hemos visitado o también habríamos podido utilizar algunos de los servicios de los hoteles en los que hemos estado, por ejemplo esta piscina. Para una vez que va uno a un hotelazo... Nos quedamos con las ganas.


La guía que nos recoge, y que permanecerá con nosotros el resto del viaje,  es mexicana, del mero mero D.F. Se llama Graciela y lleva ya doce años en este país, lo que no le ha impedido seguir La casa de las flores, aunque antes fue maestra en su tierra. Conectamos pronto. Además de ser la que nos proporcionará toda la información sobre nuestro recorrido, conducirá el minibús que llevaremos; pluriempleo que le dicen, del que la empresa obtiene ahorro y beneficio. El grupo se ha acabado de conformar. Somos diecisiete y, a los ya citados, hay que añadir una pareja de Barcelona, otra divertidísima de Valencia, una más de Canarias y dos hermanas leonesas, además de una última pareja oscense. Variopinto en edades, intereses, profesiones y gustos. La conformación del grupo, aleatoria, es muy importante a la hora de que un viaje así salga bien. Hace falta ser respetuosos con los horarios, tolerantes y flexibles. Esperemos que acabe siendo así, y acabemos disfrutando todos, que es lo que hemos venido buscando.


La salida de la ciudad se hace larga y tediosa, puesto que la conurbación que la rodea es extensa y sin demasiada personalidad. Por fin la carretera se encaja entre la cadena montañosa de la costa, al oeste, y la que nos cierra el paso brutalmente hacia el sur. Se trata de la Nacional nº 1, que enlaza Vancouver con Terranova (7000kms de nada; medidas continentales, ya digo). Inerminable. Las laderas, cada vez más levantadas, están completamente cubiertas de coníferas; pinos, alerces, abetos, secuoyas... Todos, ejemplares magníficos. El día vuelve a ser espléndido y la primera parada técnica en Hope nos permite descubrir lo buenos que son en el trabajo artesanal de la madera, aunque sus resultados sean toscos e incluso divertidos.



















 
Nos desviamos luego por la nº 5, ya hacia el Norte, bordeando el río Fraser, el más largo de la Columbia Británica, que nos acompañará un buen trecho. A sus orillas se tienden las dos vías del tren de las dos compañías antogónicas; la Canadian Pacific y la Canadian National, competidoras y no sé si complementarias. Las obras de ingeniería que fueron necesarias para tenderlas debieron de ser brutales. Los trenes que circulan pueden llevar hasta cientos de vagones. No es una exageración. Los contamos. No llegamos a ver el famoso Transcanadian, que recorre el país de punta a punta a lo largo de cuatro días pero ahora, sobre el terreno, dudo mucho que permita conocer el territorio como lo vamos a hacer nosotros. La foto, claro, corresponde a otros tiempos.


Lo bueno que tiene no haber leído a fondo el programa del viaje ni haber gogleado para investigar sobre los lugares que visitaremos es que uno está abierto a la sorpresa constantemente. Así sucede al llegar a la Puerta del Infierno (Hell´s Gate). Really? Hay que tomar un teleférico que, por primera vez en mi vida, en vez de subirme a una cumbre, lo que hace es descender hasta la base de un río al fondo de la garganta. Parece que el nombre se debe a las dificultades para seguir remontándolo con los medios que los pioneros lo hacían. Las vías del tren corren en paralelo a la corriente.























   

El trayecto es corto pero intenso, unos 300 metros de desnivel. Las aguas bajan espumeantes y, para que los salmones puedan subir a desovar, la ingeniería ha previsto una suerte de cañones de cemento, los fishways, que permiten a los peces sortear mejor la corriente. No acabo de entender el mecanismo. Hay, cómo no, un puente colgante para atravesar el río y su base es de acero enrejado, lo que permite ver el vacío bajo los pies. Hay algunos que no logran vencer el vértigo. Hace fresquete, pero el sol lo mitiga.Veo aquí por primera vez en el viaje una familia completa de "nativos", ejerciendo de turistas. Allí mismo, en el chiringuito del final de la instalación, comemos algo de lo poco que hay. Pruebo por fin un plato típico canadiense, la poutine, hecho a base de patatas fritas con salsa de carne y queso fundido. Demasiadas calorías y hecho con poca elaboración. En ese lugar no se puede pedir más.

























De regreso al autobusito seguimos acompañados por los bosques de las laderas y el río, hasta que Graciela nos señala que el Fraser confluye con su afluente, el Thomson. Ambos son de aguas diferentes, el primero tiene un tono de tierra greda, el segundo es verde turquesa, no sé si por los sedimentos o por la procedencia o por la temperatura, pero el efecto es sorprendente. Ambas corrientes fluyen un trecho completamente separadas por un línea claramente definida. 



















A media tarde llegamos a nuestro destino, Kamloops. El pueblo no debe de tener mayor atractivo y la agencia ha seleccionado un rancho en medio del campo para pernoctar. El paraje es idílico. Se trata de una construcción baja, de dos plantas tan solo, cerca de un riachuelo y con unos arbustos que parecen querer otoñar ya. Hay una varanda a lo largo de la fachada y uno tiene la impresión de haber llegado a una residencia de reposo. Algunas guedejas de nubes se enredan en las lomas adyacentes y provocan un efecto sedante. El silencio es total y la calma también.















Para ocupar el tiempo hasta la cena, decido bañarme. Resulta que la piscina está al aire libre y le tengo que echar redaños pra lanzarme. El agua está templada (¿termal?), pero el vaso es pequeño y no permite dar demasiadas brazadas. Lo dejo pronto. El resto del grupo se da un paseo de atardecer. Al estar lejos del poblado, la cena está incluida y nos la han preparado en un reservado amplio con mesas circulares y en la que se puede elegir entre carne y un pescado asalmonado a la parrilla que hacen en el momento en la balconada. Todavía el grupo no se ha cohesionado del todo, puesto que parte de nosotros no había empezado el viaje a la vez. La cosa irá llegando. Como colofón, en medio de la negrura de la noche y junto al río, hay encendido una especie de fuego de campamento donde la gente se reúne a contar anécdotas y probar a asar una especie de chuches de plático azucarado. Acabamos cantando sevillanas mientras nos retiramos a nuestros aposentos. 

José Manuel Mora.



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