Las Rocosas: Lago Louise. IX

 El sol, por fin.

Va quedando poco. Hoy es domingo, pero ya no distinguimos los días festivos de los que no lo son. Vivimos en una burbuja de gozo continuado. Sin darnos cuenta estamos llegando al final del viaje. También al final de mis propias fuerzas. Al ir a consultar mi cuaderno de bitácora, veo con estupor que sólo me quedan un par de páginas escritas. Al salir de Banff tenemos que esperar en el paso a nivel. Nos dedicamos a contar vagones, frente a la mole que nos vigila desde el horizonte. El campo se va desperezando entre hilachas de nieblas bajas y colores otoñales que disfrutamos en ráfagas desde la ventanilla. Y la primera parada técnica es junto a un río de aguas mansas, que corre en paralelo a la vía del tren, como una metáfora de la vida misma. La vida como un perpetuo viaje: "que van a dar a la mar / que es el morir". Y no me quiero poner estupendo al final. Es J. Manrique.





















 


















La cita hoy es con el Lago Louise, el más fotografiado de Alberta y tal vez de todo Canadá. Tenemos sol y chinos. Que nadie me piense racista. No lo soy en absoluto, pero la muchedumbre de ojos rasgados es innúmera y nos sentimos un poco coaccionados por la presión que ejercen en todos los lugares donde desembarcan. Llegamos de nuevo a un lago glaciar, hasta su misma orilla. La mirada se pierde en su fondo, allá donde la lengua helada casi acaricia el agua dormida. Ya no encuentro calificativos para intentar definir la tonalidad de la superficie. El momento vuelve a tener un toque de cuento de hadas. 


Y en semejante lugar, en medio de ninguna parte que no sea naturaleza, el Parque Nacional de Banff, se alza un hotelazo del que ni quiero preguntar las tarifas, The Fairmont Chateau Lake Louise. Concebido, of course, por la Canadian Pacific Railway. Había que rentabilizar el tendido de vías mediante la captación de turistas con alto poder adquisitivo. Ha estado ampliándose desde 1913 hasta 2004. Dormir en una de sus habitaciones, despertarse y mirar por la ventana, desayunar frente al lago, deben de ser placeres de alta concupiscencia. Y ahí lo dejo.


Graciela nos propone que demos un pequeño paseo bordeándolo, a pesar de que aquello parece un auténtico jubileo. Sin embargo los únicos ruidos son las risas y el galimatías de Babel, el de las gentes provenientes de todas partes dispuestas a extasiarse ante semejante espectáculo y a hacerse muchos selfis, por descontado.  El sol se asoma de vez en cuando. Y uno se pregunta cómo estará todo esto en pleno invierno, completamente nevado y con el lago seguramente helado. ¿Qué se sentirá paleando en medio de ese espacio aparentemente intocado? La placidez se adivina total. Antes de seguir viaje, entramos en el hotelito: comedores, escalinatas, lámparas con figuras como mascarones de proa... Todo un lujo a su alcance, aunque nosotros tengamos que salir corriendo para no hacer esperar. El respeto a los demás y la puntualidad han sido dos de los factores que han contribuido al éxito de nuestra aventura.


De nuevo en el bus, conscientes de que el viaje se acaba, todo el mundo anda desojándose, sin hache, para lograr ver un oso en libertad en medio del boscaje. Se suceden las falsas alarmas, hasta que Antoine y Matías gritan como posesos ya que, según perjuran, han visto uno adentrándose entre los árboles. Están excitadísimos, los pobres, y los demás, muertos de envidia por habérnoslo perdido. Nos quedará siempre la duda: ¿de verdad lo vieron, o alucinaron? Es una maldad por mi parte, porque las caras que se les han quedado lo confirman. Al llegar al Lago Moraine, el sol nos anima a iniciar la ascensión hacia un mirador, desde el que Graciela asegura que disfrutaremos de una panorámica impagable. Los diez picachos nevados, en rigurosa formación, nos anuncian que en su momento probablemente el lugar fuera un circo glaciar. Ahora simplemente montan guardia para que nadie perturbe la paz del sitio, lo que con tanta gente resulta algo difícil. En el punto donde por fin coincidimos todos los miembros del grupo, hace falta sacar número para poderse fotografiar. Un desatino total. Dejo aquí la foto a modo de fe de vida. ¡Nosotros estuvimos ahí! Así de felices.
















  









Creo que al final hemos sido un ejemplo vivo de buena conllevanza: diferentes edades, orígenes, idiomas, profesiones, gustos, intereses, incluso de hinchadas futboleras distintas... No ha habido el más pequeño roce a lo largo de tantos días, con lo difícil que es que en una convivencia apretada no surja algo. Creo que nos merecíamos esa foto, aunque casi tapáramos el hermoso paraje.



Los despejes de nubes en el camino de regreso hacia Banff nos permiten hacernos una ligera idea de lo que nos ocultaban y que ahora vemos desde otro lugar. Quienes van a poderlo apreciar en todo su esplendor son los aguerridos aventureros que se han decidido a motar en helicóptero para verlo desde arriba durante media hora. Los demás nos quedamos con las ganas y comiendo en un autoservicio donde lo que hay no está del todo mal. Cuando bajan, vuelven traspuestos. Seguro que les resultará una experiencia inolvidable.










 Así, con sus fotos, nos hacemos la ilusión de que también subimos. Y una más a ras de tierra, con luz de atardecer hasta llegar a Banff, de cuya estación me quedo prendado. Han respetado bastante su estructura original y en su interior hay una exposición de fotos de época que ayudan a imaginar cómo era la cosa hace ya más de un siglo.


Ya no hay prisa. Nos han dado tiempo libre para pasear por la ciudad. Al estar integrada en el Parque Nacional, la construcción está controlada y apenas cuenta con 7000 habitantes, con lo que el paseo, sin más brújula que el sol del atardecer (miento; llevo plano), promete ser tranquilo. El hotel en el que nos vamos a alojar, Rimrock Ressort Hotel, está situado en lo alto de la montaña. A pesar de lo mastodóntico de la construcción, la verdad es que parece escondido y asomarse a los balcones de la recepción es todo un espectáculo.Hay un autobús urbano gratis para los clientes, lo que nos permite bajar tranquilamente a conocer el pueblo, que tiene un aire casi alpino.



Al regreso apenas quedan fuerzas para cenar algo y subir a la habitación a preparar el penúltimo equipaje. Esto se acaba y no hay quién lo pare.

José Manuel Mora.

Comentarios