Las Rocosas: los glaciares. VIII

 Los hielos.

De nuevo toca madrugar y, al abrir la puerta de la cabaña para ir a desayunar, todavía de noche, la sorpresa es mayúscula. La nieve ha llegado, silenciosa como un ladón blanco que quisiera borrar colores y texturas de objetos y paisaje, y ha cubierto tejados, coches, parterres... Todo está inmaculado, ya que nadie lo ha pisado aún. La luz de las farolas confiere al panorama un aire como de cuento. Ya no nieva y el ambiente está más templado de lo que uno podría suponer. En el restaurante del lodge (me encanta el puntazo chic de la palabreja) la calidez del interior contrasta enormemente con la capa que cubre las mesas de la terraza exterior frente al lago. Desayunar así supone un lujo añadido e inesperado.



















Ya en el autobús la niebla densa y baja impide que veamos en plenitud las paredes de roca negra que encajonan la carretera por la que circulamos. Ahora nieva y los contrastes se acentúan, a punto de conseguir la textura de las pelis en B/N de los años sesenta. ¿Cómo será ver todo esto con buena luz y sol brillando? Es verdad que así también tiene una magia escandinava que lo vuelve todo más misterioso. ¿No vivirá por alguna caverna de estas laderas el "rey de la montaña" del Peer Gynt de Ibsen/Grieg? Con un buen equipo de sonido se podría estar escuchando en estéreo La muerte de Aase o mejor aún, por más lírica y emocionante, La canción de Solveig (si quien lea estas líneas no conoce estos dos fragmentos, que corra a goglearlos y los escuche; todavía no sé ponerle banda sonora a este blog; aquí dejo el enlace para la segunda pieza: https://youtu.be/R8AD75_sNJM).
 


 Volvemos a ver coches parados en el arcén y vuelve a haber revuelo entre los pasajeros. Se trata de una hembra de elk (wapiti en lengua nativa) con sus crías y más atrás el macho correspondiente. Gritos, risas, empujones, pisotones con tal de capturar estos nuevos ejemplares, y si  no, de verlos moverse en libertad mientras se adentran en el bosque nevado. No es lo mismo que contemplar animales en un zoológico. La emoción es aquí más intensa. Es tiempo de berrea y, aunque algo alejados, vemos dos machos de alce de enormes cornamentas dispuestos a enzarzarse para ver cuál se queda el harén. Como en un programa de R. de la Fuente, pero en vivo y en directo.









 

















Nos dirigimos a la cascada del Athabasca, cuyo nombre corresponde a un río y al glaciar que lo nutre. Recorremos un sendero entre nevado y con hielo y no estamos preparados para enfrentarnos a lo que la naturaleza nos vuelve a ofrecer: un agua de tono agamarina helada, enmarcada por abetos nevados, que corre sin demasiada premura hasta unas peñas negras entre las que se derrumba, espumosa de alegría y fuerza, limando las paredes de la garganta que acaban ocultándola para dejarse ver más allá completamente serena. 


 


 
















 


















A pesar de toda la belleza helada de la que hemos disfrutado aquí a primera hora, el plato fuerte hoy es el Campo de Hielo Columbia. Se trata de una experiencia que seguramente pocos de nosotros habrán podido vivir con anterioridad. Yo la tuve en Bariloche (Argentina) y en Islandia. Las montañas se van levantando y algunas parecen de cristal, otras, monstruos imponentes que anuncian lo que viene. El tamaño del coche en una de las fotos dice mucho más que mis palabras sobre las proporciones de lo que nos rodea.




 

 




















Es poco frecuente que todo esté tan disponible para el turista como lo está aquí. Nos montan en un autobús que nos traslada hasta el pie mismo del glaciar. Vamos cantando "Cuando voy de excursión / alegre siempre voy...", para regocijo del respetable. Tras cinco minutos nos trasladan a otro artefacto que no había visto nunca, el Ice Explorer (que en inglés suena fantástico, aunque sea un simple "explorador del hielo"). El tamaño de las ruedas es casi superior a mi estatura. El ancho y su huella están especialmente diseñados para poderse agarrarse al firme, al igual que la tracción del motor, que permite no despeñarse al bajar o remontar la pendiente al subir por la morrena. Aunque debe de estar más que comprobado, la experiencia resulta emocionante con el chófer francés que llevamos, tan divertido.

 

 





















Nos acaban depositando en plena lengua del glaciar. Pensar en los millones de años que esta nieve hecha hielo sólido lleva depositándose aquí encoge el corazón, aunque tal vez más lo hace el saber, que con el calentamiento global, su extensión se va reduciendo cada verano. Hay fotos que muestran el preocupante retranqueo de la masa helada. En unas zonas se trata de hielo endurecido, en otras, nieve en polvo donde me hundo hasta la rodilla, con marcas que limitan la zona sin peligro más allá de las cuales no sabe uno dónde pisa ni lo que puede pasar si lo hace. Sin embargo al mirar a los lados vemos cómo hay otras lenguas glaciares, toneladas de hielo que descienden desde los tres mil y pico de metros hacia el lecho principal, arrollándolo todo a su paso con una presencia acongojante. 





En algún momento el hielo se torna azulado. Parece debido a que en su momento atrapó demasiado oxígeneo que, en su refracción, proporciona ahora ese color diamantino que hace creer a uno que está sobre una superficie acuosa o bien en el aire desde un paracaídas. El frío es intenso pero a nadie parece importar y la extensión es tan basta que, a pesar de la cantidad de turistas que suben hasta aquí, queda espacio para distribuirnos todos de manera que parezca que estamos solos en medio de esta inmensidad blanca. Al final el hielo, ya en la morrena, entre piedras enormes y cantos rodados por él mismo, queda convertido en lagunas de agua gris.































Comemos con los valencianos en el centro para el turisteo que hay en el punto de partida de la excursión que acabamos de hacer: rollo de col rellena de carne picada tras una buena sopas para templar el cuerpo. Al salir nos contentamos con un sol tímido e intermitente que alza las nubes como el telón de un teatro, para dejarlo caer antes de que tengamos tiempo de gozarlo de veras. Las Rocosas se resisten a que las podamos contemplar en toda su grandeza. Los chinos aquí parecen invadirlo todo. Hay que pedir pemiso para hacer fotos o comportarse como lo hacen ellos: a empujones.



La tarde será lacustre. El camino de bajada hacia el mirador, desde el que podremos disfrutar del Lago Peyto, nos advierten de que está complicado debido a la helada. Los guiris bajan cogidos de una baranda de madera en el lateral para evitar caídas. Unas chinas han formado un tapón y ralentizan el descenso. Las ganas de llegar son tantas que decido pasar al lado izquierdo, por donde no sube nadie. La pendiente es pronunciada y procuro pisar en zonas sin hielo, pero el movimiento se me va acelerando.  De repente tengo la sensación de disfrutar otra vez de mis quince años y no pienso en que un resbalón podría ser mortal. Salto, me deslizo, resbalo, grito, río a carcajadas y llego abajo ante la mirada atónita de los que ya están allí y son conscientes de la locura que acaban de presenciar. Algunos aplauden divertidos.



La lámina de agua azul turquesa aparece extendida y quieta, casi sólida, inmenso tapiz que refleja una nube despistada. El lugar es de una belleza feérica. Por fin luce el sol. Por la carretera nos acompaña el río Bow, que nace justamente en el lago glaciar que vamos a visitar. La alegría dura poco y las nubes vuelvena envolverlo todo. Hay que abrigarse de nuevo si queremos recorrer el borde del Lago Bow, ahora en un tono de plata vieja que lame en las orillas piedras redondeadas por el agua y el tiempo.



 El lago se alimenta de un glaciar con un nombre sonoro: Pata de Cuervo, que cubre pendientes  y cimas inverosímiles, que sólo alcanzamos a atisbar entre nubes. Todo nevado, aunque seguro que nada que ver con la que caerá en invierno. La sensación de pequeñez vuelve a ser total. Y el autobús pasa luego por Banff sin detenerse. Vamos directos al Rimrock Resort Hotel. Se trata de una curiosa construcción con un montón de plantas frente al circo montañoso en el que está situado. La entrada es algo apabullante, con una chimenea exenta en el centro del salón y cuyo fuego se ve arder por los dos lados. Al rededor, tiendas de artículos de lujo. Una señoa de mirada soñadora toca al piano con mucho swing. Por una vez voy a aprovecharme de las instalaciones. En la planta baja hay una piscina/jacuzzi a la que entro después de una sauna corta. El agua está caliente y los chorros masajean las lumbares. Llegan también los valencianos y nos dedicamos a hablar de política local (la nuestra), rodeados de chinos y canadienses. Aparentemente. Nunca sabe uno. La crema de zanahorias con raviolis y la ensalada del César están exquisitas. Con las pintas de cerveza y los postres, la cosa se sube a 35€ por barba. Como señores. Final redondo para un día intenso.

José Manuel Mora.

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