El ala izquierda, Cegador, I. De Mircea Cărtărescu


 Construcción verbal.

Las motivaciones en mi deriva lectora actual son cada vez más aleatorias. Primera razón para la opción que me ha tenido entretenido casi un mes: no haber leído nada de ningún escritor rumano; también el que mis libreras de cabecera de 80 Mundos me la recomendaran; y el hecho de la fastuosa promoción que la editorial ha decidido realizar con la publicación del volumen y el resto de la obra de Cărtărescu, Mircea. El ala izquierda, Cegador, I. Madrid: Editorial Impedimenta, 2018, trad. Marian Ochoa, 422 págs. Una auténtica novedad aparecida el mes de septiembre. También la imagen de la sobrecubierta ha tenido algo que ver con la atracción que el libro ha ejercido en mí y que corresponde a Brigid Edwards. En su interior, la cubierta propiamente dicha resulta todavía más bellamente inquietante. No suelo citar a los traductores, lo cual es injusto porque sin su tarea no llegaríamos a tantos autores. Sin embargo aquí el trabajo realizado me parece desmedido y cuidadísimo. Ochoa es la encargada de la traducción de la obra completa del rumano, así como Impedimenta es la que lo ha estado publicando desde hace años.


Cărtărescu nació en Bucarest en 1956 y es doctor en Literatura Rumana. Comenzó como poeta (El Levante, 1990) y pasó a la narrativa con una serie de cuentos titulada Nostalgia, (1993), seguida de Lulu (1994), una novela sobre el tema del doble. La que me ha ocupado estos días, Cegador, forma parte de una trilogía que se ha extendido a lo largo del tiempo (1996-2007), una obra de largo aliento. La última que ha publicado, Solenoide, se incluye en la lista de los mejores de 2017, según los suplementos culturales de la prensa española. Ha recibido este año el renacido Premio Formentor de las Letras, de gran prestigio. Con todo este recuento, y a pesar de él, yo no lo había oído mencionar. Embarcarse en una autor desconocido, coger el ritmo de su prosa, más si es desbordante como ésta, resulta siempre una tarea ardua.


El libro se inicia como un buceo en la familia del narrador, consciente éste de "cuánta necrofilia hay en el recuerdo" (pág. 19), a pesar de lo cual no puede dejar de hacerlo ya que "el pasado lo es todo" (pág. 71), y por la misma condición humana, "somos animales nostálgicos" (pág. 75); sin embargo el narrador confiesa que el recuerdo es una forma de inventar lo vivido. Una familia extraña en cualquier caso: "como tres insectos [...] que se rozaban a veces las antenas y seguían su camino" (pág. 21). Ese rastrear los orígenes del hogar se abre y extiende hacia la ciudad que lo acoge, "Bucarest, como una maqueta de cristal llena de sangre" (pág. 30) y que al mismo tiempo es "mi alter ego" (pág. 117). El narrador se sitúa, como él mismo confiesa, como " voyeur de mi propia vida" (pág. 117). Todo ese recordar inventando está teñido de un onirismo que se irá acentuando conforme avanza el libro hasta extremos difíciles de seguir.


En la segunda parte se pasa a la narración en tercera persona para seguir los pasos de su madre, María, en los tiempos de su juventud durante la ocupación nazi, y los bombardeos que sufrió la capital, los derrumbes de edificios enteros, las masacres de cuerpos sin nombre, irreconocibles. El juego metafórico es continuo, las sinestesias brillantes. "Había montañas de estremecimientos y ciudades de espanto y árboles de sudor helado" (pág. 188). Y sin solución de continuidad, los párrafos son extensos, separados por un espacio en blanco como única pausa, saltamos a Nueva Orleans para seguir la historia de Cedric, un negro que baila y toca en un antro bucarestino y que vivió en aquella ciudad alucinada del sur de los USA, siguiendo a un albino iluminado, especie de sacerdote de una extraña secta. Conforme avanza la narración se tiene la sensación de ir adentrándose en una selva tropical que se va adensando y donde va siendo cada vez más difícil respirar: "el olor penetrante de las estrellas se mezclaba de forma curiosa, nostálgica, con el de los ladridos lejanos" (pág. 250). 


Y así se llega a la tercera y última parte, en primera persona y ambientada en 1986. Para que se puedan hacer una idea quienes se aproximen al  libro desde esta reseña, el propio narrador/escritor confiesa "Mi manuscrito sin sentido y sin final, en este libro ilegible" (pág. 279). Y no son ganas de desanimar a nadie. Es cierto que he tenido que echarle redaños para concluirlo, sobre todo por el deseo de saber adónde iba a llegar. Y, al ser una trilogía, me he quedado con las ganas, "cegado" por el bosque de palabras, de una riqueza deslumbrante, pertenecientes a todos los campos semánticos que uno pueda imaginar, con una precisión terminológica apabullante, que hubiera exigido estar constantemente con el diccionario en la mano, de ahí mi admiración por la traductora. "Tal vez en el corazón del corazón de este libro no haya sino un grito amarillo, cegador, apocalíptico" (pág. 309). Y algo de apocalipsis hay en todas esas visiones de catacumbas inmensas bajo los bustos de los próceres en los jardines de su ciudad, o la llegada de una turba de muertos vivientes, o un circo en el que se adentra un inspector de la securitate, que deja tamañito al de La parada de los mosntruos. Todo se encamina hacia un crescendo en torno a un disco dorado, "cegador", donde aletea una inmensa mariposa de élitros imposibles. "No existe salida alguna y, ciertamente, esta no existe hasta que no la buscas [...] en la propia búsqueda está la salida" (pág. 395). Reconozco que la he buscado hasta el final. Sin éxito.  

José Manuel Mora.

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