La buena esposa (The Wife), de Björn Runge

 El Nobel y su trastienda.

Siempre me causó cierto resquemor saber que el prestigioso Premio Nobel se concedía gracias a la filantropía del inventor de la dinamita y a las ingentes cantidades de dinero que logró con la patente de su maléfico descubrimiento, tal vez para serenar su mala conciencia ante el horror potencial de su invento, convertido en realidad en las guerras sucesivas. No es la única contradicción en torno a los premios Nobel. El de literatura se otorga a través de la votación de los miembros de la Academia Sueca. Siempre se ha dicho que dicha votación ha venido estando condiconada por el origen de los premiados, por su idioma, por las circunstancias políticas del país de origen o por su sexo. En el año en curso no se ha concedido debido al escándalo provocado por la actuación impropia de uno de sus miembros. Valga toda esta introducción para presentar la película La buena esposa (The Wife), dirigida por Björn Runge, prolífico director sueco para mí desconocido, sobre un guión escrito por Jane Anderson, a partir de la novela de Meg Wolitzer. Dos mujeres en la trastienda del filme, y no por casualidad, como veremos después.


Se ha dicho con frecuencia que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer. Me viene a la cabeza la figura de Camille Claudel escondida tras los cinceles de Auguste Rodin. Y uno piensa en tantas esposas de grandes escritores que han mantenido al ilustre a base de sacrificio y de casi desaparecer tras su figura. Cenobia Camprubí, fue la que sostuvo en todo momento al egocéntrico y endiosado y también premiado con el Nobel de marras J. R. Jiménez. Su traducción de R. Tagore debió de  influir en el maestro. Pues algo de eso hay en la película que comento. Un ganador del premio, alegre como un niño ante la llamada de Estocolmo, y su mujer, que ejerce de esposa, enfermera, y conforme avanza la cinta, gracias a los flash back, de correctora de los textos del marido, inspiradora, hasta llegar a convertirse en su "negro" oculto, incluso para el resto de la familia. La relación entre ambos es por momentos muy bergmaniana, dado el talante despótico del marido y padre de un hijo escritor en ciernes a quien menosprecia. La presencia de ella es oscura, siempre en un segundo plano, dispuesta a mantener el aura del escritor y la felicidad conyugal durante cuarenta años, aunque en el interior de la habitación irá descubriéndose poco a poco hasta el estallido final. 

 
El periodista que quiere escribir una biografía del premiado con tintes morbosos, los irá persiguiendo para lograr su propósito, aunque sin mucho éxito. Estupenda la escena en la cafetería mano a mano con la fiel esposa. A Jonathan Pryce no lo tenía en mi memoria, a pesar de haberlo visto en Glengarry Glen Ross (1992) y más recientemente en Game of Thrones siempre en papeles redondos, como aquí. Christian Slater está impecable en su trabajo como reportero, casi irreconocible desde el personaje que le dio fama en  El nombre de la rosa (1986). Pero quien sostiene toda la película es ese monstruo llamado Glenn Close. La manera en que desnuda su alma y sus sentimientos más profundos a través de primerísimos primeros planos es espeluznante. ¡Qué aguante!
 
 
El último me ha traído a la cabeza a la marquesa de Merteuil de Las amistades peligrosas (1988), desmaquillándose mientras se come las lágrimas a manotazos. La ternura, la ilusión casi infantil, la rabia y el despecho de la esposa engañada por tantas mentiras reiteradas y siempre perdonadas... Todo es capaz de trasmitirlo esta admirable mujer, plena de elegancia, belleza serena y poderío actoral. Creo que, aunque no fuera más que por ver su interpretación, merece la pena verse el filme, que por otra parte no deja de ser previsible, aunque se vea con agrado, sobre todo por esa rebelión final, poco esperable en la época en la que se ambienta, cuando no existían teléfonos móviles, se podía fumar en interiores y se volaba en Concorde. 
 
José Manuel Mora. 

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