El vicio del poder (Vice), de Adam McKay

 Tóxico.

No deja de admirarme la capacidad que tienen los estadounidenses para autocriticarse y a la vez seguir equivocándose con sus gobernantes. Es posible que determinados títulos no lleguen más que a determinadas pantallas en las grandes ciudades y que la América profunda, que dicen ellos, no se entere de estos pullazos. De hecho el final, tras los créditos, me arrancó una carcajada, por la mala baba y el sarcasmo con que el director se autoparodia. Viene todo ello a cuento de  El vicio del poder (Vice, abreviatura de "Vicepresidente", a la par que "vicio"; el título en español se carga la anfibología), peli que debería ser de obligado cumplimiento para recordar a los que tenemos una edad lo que pasó, si es que lo hemos olvidado, yo no, y a los jóvenes lo que puede pasar, ahora con Trump (léase Trum). Adam McKay, director y guionista, arranca con la consabida muletilla "basada en hechos reales". Y a fe que lo fueron. De sus trabajos anteriores sólo me suena La gran apuesta, y no por haberla visto.
 


Dick Cheney era un hombre oscuro, un tarambana inútil empapado en alcohol, expulsado dos veces de Yale y que es puesto en el disparadero de enmendarse por su mujer, Amy Adams (la vi en Her, 2013 y sobre todo impagable en La llegada, 2016); entra como recadero en el Capitolio al servicio de Donald Rumsfeld. Escuchando, siendo fiel, reteniendo nombres y reservándose sus opiniones, va subiendo peldaños en la cucaña del poder en Washington, cerca de R. Nixon y de G. Ford, con quien alcanzó a ser Jefe de Gabinete de la Casa Blanca. Su momento llegó sin embargo cuando  fue elegido congresista durante la presidencia de R. Reagan desde donde apostó por la famosa "guerra de las galaxias", estuvo a favor del apoyo a la contra en Nicaragua y defendió políticas muy conservadoras: segregación de niños blancos y negros, oposición al aborto y defensa de clases de religión en las escuelas. El empujón final llegó con la presidencia del primero de los Bush, quien lo propuso como Secretario de Defensa desde donde lideró la Guerra del Golfo. Pasó al sector privado, en una compañía petrolera, lo que lo convirtió en un hombre riquísimo y con intereses en el sector. Bush hijo le propuso el cargo de vicepresidente y tras el atentado de las Torres Gemelas fue quien coordinó todo el operativo desde un lugar seguro, saltándose la escala de mando, lo que le valió de excusa para la invasión de Irak, aparentemente liderada por el Trío de las Azores con los ifumables Aznar y T. Blair, que en España provocó una de las manifestaciones de protesta más multitudinarias a las que yo haya asistido bajo el lema del "No a la guerra", y además sin la aprobación de la ONU. Se buscaban unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron, claro. Se obtuvieron contratos de explotaciones petrolíferas a cambio de miles de muertos inocentes y se cosechó la aparición de un movimiento terrorista que mantiene en vilo al mundo.



Ocultó los correos electrónicos que se enviaban desde la Casa Blanca, consideró que las decisiones del Presidente no podían ser ilegales, puesto que las tomaba el Presidente, utilizó eufemismos para hacer pasar mejor su desprecio por el calentamiento global. Ni los infartos, tres, ni el lesbianismo de su hija, ni sus excesos con la comida impidieron que llegara a ser el vicepresidente con más poder de la historia de los EE.UU. y todo desde un segundo plano, actuando de forma reservada y paciente. Tal y como lo presenta el filme, no ha habido personaje más tóxico en la historia de la democracia estadounidense, aunque lo que vemos nos plantee si se puede hablar de auténtica democracia con los grupos de presión, petroleras, armamento, campando por sus respetos y la posibilidad, si se es suficientemente hábil, de saltarse los checks and balances que el sistema prevee para que unos poderes puedan controlar a otros, cosa que se encargó de desmontar el protagonista de la historia.


 La cinta me ha hecho pensar en M. Moore y su cine tan político, pero al que se le suele ir la mano en la demagogia y la manipulación de los datos. El torrente de información que Mckay vuelca en la pantalla es de tal envergadura que resulta casi imposible de asimilar, eso unido a que la vi en V.O.S. El montaje casi sincopado de situaciones y personajes es desbordante, frenético. La mordacidad con la que presenta al político no tiene piedad alguna. Cheney compite con Rumsfeld en ver quién gana el campeonato de son of a bitch. No sabría decirlo. Quien sí gana por goleada el de gilipollas manipulable y nefasto para su país es George W. Bush, en la cinta un muy creíble Sam Rockwell, que cree tomar las decisiones que Cheney pone en su mente y en su firma;  el propio Bush lo bautizó como el Darth Vader de la Casa Blanca. No hace falta decir que como suele suceder con el cine de amplio presupuesto, las localizaciones, la ambientación, todo está cuidadísimo. Es verdad que la interpretación del que parece su actor fetiche, Christian Bale, que ya trabajó para él en el título citado al prinicipio y al que sólo he visto en The machinist (2004) y en sus tiempos de preadolescente en El imperio del sol (1987), da un recital de actuación, más allá de la caracterización necesaria para que este actor galés de 44 años pueda encarnar a un hombre de cerca de setenta con enorme sobrepeso. Su tono de voz, su manera de mirar, le proporcionan un dominio absoluto del plano. Ha obtenido el Globo de Oro al mejor actor y va detrás del Oscar.












Quienes estén interesados en el personaje, pueden ampliar información en El mundo según Dick Cheney, un documental de R. J. Cutler que pasó por el Festival de Sundance. Como todavía no ha muerto, ha podido declarar en sucesivas ocasiones que no se arrepiente absolutamente de nada. Rumfeld, Cheney, personajes aferrados al Poder con mayúsculas, dispuestos a todo con tal de no perderlo y ensancharlo, cueste lo que cueste y a quien le cueste; no a ellos, desde luego. De ahí el "vice" de su segunda acepción. Las consecuencias las seguimos pagando todos nosotros.

José Manuel Mora.


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