Cafarnaúm, de Nadine Labaki

Felpudos.

En mi casa, cuando mi madre decía "esto es un Cafarnaúm", quería señalar que todo se estaba desmadrando, que sus hijos convertían la casa en un verdadero caos. No sé qué relación tenía para ella el desorden con la población de Galilea. A tenor de la película que voy a comentar, parece que se podría volver a aplicar con el sentido materno, aumentado y corregido. Se ha estrenado en Alicante en tan sólo un cine y en un par de sesiones, con lo que no la verá mucha gente. Exclusivamente doblada, me quedo con las ganas de verla en V.O.S. Seguro de que la voz del niño me sonará falseada. Cafarnaúm es la segunda película de la actriz y directora libanesa Nadine Labaki. No vi sus anteriores títulos, ¿Y ahora adónde vamos? (2011), ni tampoco Caramel (2007), porque las referencias sobre esta última hablaban de edulcoración. Ésta sin embargo viene premiada en Cannes por el Gran Premio del Jurado y a tenor de mis informes parece que tiene un tono completamente opuesto al anterior.


El arranque es brutal. Un niño de aproximadamente doce años (no se sabe a ciencia cierta porque sus padres ni siquiera lo inscribieron en el registro Civil) se planta ante un tribunal de justicia libanés, conducido esposado por soldados de tres cuerpos, para denunciar a sus padres por haberlo traído al mundo. La ciudad, ¿Beirut?, que tal vez un dron sobrevuela, tiene la estructura típica de Amán, que visité hace tantos años. Desde lo alto es un damero. A nivel de los ojos, una frontera, un muro inexpugnable que encierra a sus habitantes entre sus callejones sin dejarles salida alguna. A ras de suelo un estercolero en el que conviven personas aparentemente normales, tráfico abundante, y los típicos zocos donde todo se compra y se vende. TODO, incluidas las personas. Hay casas de aparente clase media y chabolas de maderas y chapa. 




En una de esas casas vive una familia numerosa, la de  Zain, quien le dice al juez en su alegato inicial que él no pidió nacer. Estamos en una cultura en la que todo se pone en las manos de Dios, también el "descontrol de natalidad". Los padres no tienen trabajo y malviven de las ayudas sociales y terminan teniendo que vender a su hija de once años, que acaba de menstruar por primera vez, lo que la hace apta para casarse, en contra del parecer de su hermano, que sabe que será maltratada. Los niños no están escolarizados y tienen que salir a la calle a vender cualquier cosa. Los padres los explotan. Viven en condiciones infrahumanas. Se sienten condenados a llevar una vida arrastrada, sin asumir que son ellos, los padres, en parte los causantes. No hay amor en los ojos de esos padres. Y los del niño muestran un total desamparo.


Si esta situación no fuera de por sí angustiosa, el crío se ha de hacer cargo de una criatura de un añito, Yonas, hijo de una etíope que está en el país de forma ilegal. Uno podría pensar, al ver tal cúmulo de desgracias, que a la directora se le ha ido la mano en las tintas melodramáticas. Sin embargo todo lo que el espectador presencia tiene visos de veracidad, un aire documental al que ayudan los barridos de cámara a ras de suelo, o la manera en que se instala en interiores cochambrosos. Terrible la escena en la que los dos pequeños están en la acera, abandonados, a la intemperie, y la gente pasa sin que haya nadie que vuelva la vista. En medio de semejante desastre lo único que parece salvar a ese niño es su solidaridad con el bebé, con el que ha encontrado lo más parecido al calor familiar que nunca tuvo. Seguramente todo hubiera sido más increíble de no estar servido por un actor precocísimo, Zain Al Rafeea, a quien la directora localizó en las calles beirutíes, como al resto del elenco infantil. Hay todo el dolor del mundo en los ojos de ese niño y una esperanza y un afán por sobrevivir, incluso desde la cárcel de inframundo en la que acaba recluido. Y un espíritu de solidaridad, de fraternidad natural, no aprendida. A veces me ha traído a la mente al pobre Lázaro de Tormes, quien también tuvo que luchar por su supervivencia, aunque en Zain no hay visos de picardía. Yordanos Shiferaw es la mamá del bebé y enternece ver cómo lo intenta todo, no sólo por su criatura, sino por la madre que quedó en Etiopía, a la espera de las remesas que no acaban de llegar. Como el propio Zain afirma, "somos los felpudos de esta sociedad". Y al final las autoridades sólo están ahí para reprimir, pero no para hacerse cargo de la infancia abandonada. Alguna crítica afirma que se regodea en los efectos sin preguntarse por las causas de todo ese "cafarnaún". Yo creo que el espectador avisado sabe dónde está la raíz de tantos problemas, empezando por un colonialismo explotador que dejó su rastro indeleble, y siguiendo por esa aceptación de las ideas recibidas que hace que todo siga igual, por una falta de escolarización obligatoria, por tantas y tantas cosas. Yo sí creo que hay una denuncia necesaria en las vidas desasosegantes de todas esas personas. A la salida del cine, que cada quien responda como pueda.

José Manuel Mora.






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