Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar

 Autoficción.

Es cierto que los últimos títulos del director no han logrado hacer que me acerque a una sala a verlos. La "autoría" tiene sus riesgos y uno no menor es acabar creyéndoselo. Allen ha estado filmando a título por año. En ocasiones ha estado acompañado por la inspiración de los clásicos. En otras, ha caído en el prospecto turístico. No se puede estar constantemente "divino de la muerte". Y algo así le ha sucedido también al director manchego. La última que de verdad me gustó fue Volver (2006). Sin ir más atrás, Los amantes pasajeros (2013) me pareció una patochada. Y como la verdad es que su hermano Agustín, que ejerce de productor, sabe muy bien vender el producto (no había más que ver la cola delante de la taquilla y la sala grande completamente llena, algo inédito en mi experiencia cinéfila de los últimos tiempo incluso en el "día del espectador"),


 la verdad es que las entrevistas y las imágenes promocionales me han hecho renovar las ganas de ver Dolor y gloria, escrita y dirigida, como es habitual en él, por Pedro Almodóvar, a pesar de que las críticas no han sido como para salir corriendo a verla. Quería formarme mi propio criterio y ver si me reconcilio con el que fue uno de los patriarcas de "la Movida" y que tan buenos ratos me hizo pasar sobre todo en sus primeros títulos, los más rompedores. Todos nos hacemos mayores, claro, y hay que ver cómo la vida nos va marcando y cómo somos capaces de asumir los años que vamos cumpliendo..

El propio director ha confesado que la escritura surgió a raíz de  una intervención quirúrgica que lo inmovilizó durante meses y que le hizo padecer bastante. Tuvo tiempo pues para rememorar lo que ha sido su trayectoria vital por personaje interpuesto. Según ha señalado, estaríamos ante lo que en narrativa se ha denominado últimamente "autoficción". Partir de las propias vivencias para construir desde ellas un mundo verosímil, que él perjura que no es autobiográfico ni tiene por qué serlo. Para ello ha contado con la presencia de uno de sus actores fetiche, que lo acompaña desde los tiempos de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Ya ha llovido. Antonio Banderas ha emigrado, ha aprendido, ha vuelto y controla bastante su carrera, así que habrá podido enfrentarse en mejores condiciones a su director. Su cambio de look, antes decíamos apariencia, le ayuda a encarnar al personaje, alter-ego de Almodóvar. No hay más que ver la foto que dejo a continuación.


A partir de la imagen serenamente bella con la que se abre la cinta, Banderas sumergido en una piscina levitando entre dos aguas, un leve barrido nos lleva a otras aguas, las del río de su infancia. Estas transiciones casi imperceptibles son el recurso del que el director se vale para efectuar los saltos atrás. Y así, iremos pasando del piso madrileño en el que todo es maravilloso diseño y en el que cada pieza seguro que ha estado cuidadosamente elegida, los dos Pérez Villalta incluidos, al mundo rural de su niñez en una cueva enjalbegada y digna, con mujeres deslomándose a trabajar (Cruz está tan emocionante como suele, como si se hubiera criado toda la vida en ese ambiente) y gentes analfabetas a las que el niño protagonista, un Asier Flores muy creíble, puede enseñar a leer e incluso las cuatro reglas, las vecinas, la santera, los curas del colegio, el coro... y vuelta a un presente dolorido en el que se hace necesario ajustar cuentas con un pasado profesional que acabó roto con el protagonista de aquella cinta (Etxeandía no se excede ni como divo, ni como pasado de droga, ni como homosexual, y las tres condiciones de su personaje le hubieran permitido el exceso) restaurada por la Filmoteca y que se va a volver a estrenar.  


Las drogas, las legales de farmacia, junto con el caballo fumado, serán necesarias para soportar los padecimientos de alguien que está más allá de la hipocondría, puesto que el cuadro clínico es múltiple. El modo en que el protagonista vive ese periodo entre el dolor y el adormecimiento está servido con precisión por un Banderas conciso en el gesto, sobrio y a la vez tremendamente expresivo, humanísimo en su casi definitiva derrota. Los que hemos padecido lumbalgias sabemos que la manera de salir del taxi no es impostada. El reencuentro con una amor de juventud encarnado por Sbaraglia con ternura y mimo, es más fácil para un actor llorar que contener las lágrimas, se dice en el filme, tiene en el argentino la demostración perfecta. Todo hasta llegar a la catarsis final que permitirá al protagonista volverse a enfrentar no sólo a la tarea de escribir, sino a un proyecto de dirección para el que necesitará desintoxicarse y emplear todas sus energías.


La figura de la madre ha estado presente en la filmografía de Almodóvar incluso con algún cameo. Aquí la sirve la Serrano, una de nuestras grandes junto con la Espert o la Gutiérrez Caba,  con un punto de fragilidad y ternura conmovedor. Cualquiera que haya perdido a la suya puede identificarse con el autorreproche que Salvador Mallo se hace a sí mismo. El refinamiento con el que ha rodado su última película, una especie de legado que espero no sea definitivo, es casi perfecto. La depuración de todos los elementos que integran la cinta es total: los colores saturados, la fotografía brillante, el vestuario, los decorados y mobiliario, la música, todo sirve para retratar el mundo en el que vive esa dolorosa depresión en la que el creador parece sumido, pero que no llega a aislarlo por completo. Vuelvo a Banderas, quien tiene gran parte de la responsabilidad en el éxito de la más depurada de las pelis del manchego.

José Manuel Mora.  



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