Embarcadero, de Álex Pina y Esther Martínez-Lobato

¿Menosprecio de corte y alabanza de aldea? ¿Poliamor?
Esta vez sí se trata de una novedad. Se estrenó en enero de este año. Sobre la pista me pusieron varios elementos. Mi compa y tocayo José Antonio, buen degustador; el hecho de que fuera un producto de los creadores de La casa de papel, que tanto había disfrutado, también jugaba a su favor.  Álex Pina y Esther Martínez-Lobato volvían a las andadas, pero muy lejos de los planteamientos de su trabajo anterior. Y, last, but not least, que decimos los ingleses, que estuviera ambientada en la Albufera de Valencia me retrotraía a mis años de enseñanza en el "Joan Fuster" de Sueca, a mi descubrimiento de ese laberinto de agua plana y cañizos verticales, aves de vuelo soprendente y calma total, que me descubrió mi amiga Isabel. Trabajar en medio de arrozales inmensos provocaba un calor húmedo agobiante al llegar la primavera, pero uno lo perdonaba cuando el aroma de azahar entraba por las ventanas a media tarde y lo invadía todo hasta la borrachera de alumnado y profesorado, que no sé cómo lográbamos salir indemnes. El embarcadero es el nuevo título de Movistar. Sus ocho capítulos de 45 mi. cada uno me animaron por parecerme asequibles. De hecho la he visto en tres días sin antracón. Sin embargo la sorpresa ha llegado al final, puesto que la trama no se resuelve. Habrá que esperar a una segunda temporada.


Ya he dicho en más de una ocasión que los guionistas de las series televisivas, españolas y foráneas, están escribiendo hoy día literatura, y de la buena. Sus autores dicen que se trata de un "thriller emocional". Veamos. La aparición de una persona muerta en el interior de su coche al borde del lago hace pensar en un suicidio. Los guionistas pronto derivan nuestro interés hacia el modo en que las dos mujeres que estaban enamoradas de este hombre viven el duelo. La una, Alejandra, arquitecta de prestigio en la Valencia calatraveña (demasiados exteriores en la Ciudad de las Artes y las Ciencias; es emblemática, pero Valencia tiene más sitios hermosos); la otra, Verónica, vive libremente en la Albufera, en contacto con la luz, los campos de arroz y las aguas llenas de anguilas y aves. La sencillez tardohippie frente a la borrachera del dieño y el lujo. Como decía en el título, "menosprecio de corte y alabanza de aldea". Esa será una de las razones que harán que Óscar sea incapaz de abandonar el marjal, aunque siga aferrado también al amor de su mujer. La otra es, calro está, Verónica. ¿Se puede amar a dos personas a la vez, y no estar loco? ¿Es posible hacerlo sin mentir al menos a una de ellas? ¿Es viable ofrecer una relación en libertad, consciente como es Verónica de que a las personas no se las posee? Estas y otras preguntas en torno a una relación abierta pero asimétrica se van planteando conforme la trama se va desplegando ante nosotros. Ya lo habíamos visto antes muy en serio en Truffaut y su Jules et Jim.  Aquí los guionistas son sabios y consiguen no resultar empalagosos en los diálogos que tratan los sentimientos. 


En ese triángulo bermudiano las mujeres se llevan la historia de calle. Son personajes fuertes, que intentan vivir cada una según sus ideales, profesionales o vitales. Son autónomas, o pretenden serlo, luchadoras por conseguir lo que quieren, por descubrir los secretos que van apareciendo ante sus ojos. Capaces de plantearse su sexualidad, cada una la suya y muy diferente, fuera de los estándares de otras series patrias, tipo El tiempo entre costuras, Los secretos de puente viejo o Amar en tiempos revueltos que están ambientadas en otros momentos históricos. Verónica Sánchez, a quien había visto en Gordos y mucho antes en Los dos lados de la cama, no se me había quedado en la retina, ni su rostro ni su nombre. Está espléndida en la vivencia de su engaño dolorido, titubeante y valiente, arrasada y creativa, buceadora sin aire en el pasado de su marido. El otro, para mí, gran descubrimiento es el de Irene Arcos, libérrima en su vida en contacto con la naturaleza y generosa en los afectos, satisfecha con ver feliz a quien ama. Se ha dicho siempre que la gente de la Ribera Baixa no solía extrañarse de comportamiento alguno. El contacto físico es para ella natural y necesario. No da explicaciones a nadie y vive como quiere. También tendrá que hacer su duelo. Están acompañadas por una potentísima Marta Milans, cómplice laboral y sentimental de Alejandra, y la madre en la ficción, la recuperada para bien Cecilia Roth con sus contradicciones a cuestas, sostenidas siempre por un vaso de vino blanco bien frío: cínica, egoísta y generosa también. Los personajes femeninos son tan enérgicos que los de los varones de la ficción quedan un poco desvaídos. Álvaro Morte, en un registro distinto al que le vi en La casa de papel, vive aquí la permanente tensión entre las dos mujeres y es el hilo que conduce a la trama de thriller de la que hablaba más arriba. Nada en él acaba siendo lo que parece. Y es capaz de aparecer tierno, apasionado, inseguro, oscuro. Roberto Enríquez es el guardia civil del pueblo, muy creíble, quien carga también con su propia herida. 


El guión nos lleva con mano nada forzada desde el presente hasta el pasado de los personajes para intentar explicar sus comportamientos y bordea por momentos el melodrama, pero siempre logra salir airoso con un toque de humor o de cotidianeidad. El entorno en que se ha filmado está maravillosamente fotografiado. Me ha traído a la cabeza las panorámicas memorables de La isla mínima y mis paseos invernales en barca silenciosa entre los cañaverales. Un pequeño detalle: a veces las canciones que acompañan a la acción me parecen traídas a rastras hasta ahí. En otras ocasiones completan adecuadamente lo que sucede. Me quedo con las ganas de la continuación, que sé que ya está rodada, pero no cuándo se podrá ver. Se anuncia que habrá más de thriller que de poliamor, que diría mi exalumna María José.

José Manuel Mora.


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