Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria, de Juan Eduardo Zúñiga

 Fresco de la Guerra Civil.

Aunque ya no estoy en la enseñanza y no tengo la obligación profesional de "estar al día" para informar al alumnado, aún mantengo la sensación a veces de que hay asignaturas pendientes que he de cursar de manera obligatoria. Más si el escritor tiene casi cien años y le queda poco para el obituario. Además ha sido galardonado con el prestigioso Premio Nacional de las Letras. ¿Cómo resistirse, pues, a la lectura de una cuidadísima edición recopilatoria de sus cuentos? Heme aquí con la obra cuentística de ZÚÑIGA, JUAN EDUARDO.  Largo noviembre de Madrid; La tierra será un paraíso; Capital de la gloria. Madrid: Cátedra, 2007 en 1ª ed.; manejo la tercera de 2016, a cargo de Israel Prados; 487 págs. Hacía mucho tiempo que no tenía entre manos una edición, no sé si crítica, pero con una introducción minuciosa de noventa páginas que sitúan al autor y la obra y con toda una serie de notas explicativas al pie para su mejor entendimiento. Me ha recordado otras obras de Cátedra de mis tiempos universitarios.


Cuando la vida concede prórrogas con lucidez, hay que aprovecharlas. Pienso en Saramago o en J. L. Sampedro por ejemplo. Zúñiga (Madrid, 1919) ha dedicado su larga vida a formarse como eslavista y lusista, pocos hay de esta especialidad en nuestro país, además de a traducir y escribir una larga obra que comenzó en 1951 con su novella, basada en su propia experiencia, Inútiles totales. Siguieron novelas de carácter simbólico, El coral y las aguas (1962) y otras de tipo histórico, Flores de plomo (1999). En la Facultad no nos hablaron de él, aunque sí de otros autores de su época, los conocidos como de la escuela de realismo social de los años cincuenta y sesenta. Pero Zúñiga se salía de las coordenadas por  las que caminaban Ferres, Aldecoa, Ferlosio,García Hortelano, Buero y tutti quanti, que sí eran seguidos desde las escalinatas del Palacio de Anaya salmantino con la admiración que despertaban en los jóvenes estudiantes que éramos, llenos de inquietudes sociales, quienes tenían una mirada crítica sobre la España de posguerra. Así que he llegado a conocerlo muy tarde. El fresco de la Guerra Civil que se presenta en este volumen conforma un todo unitario, aunque los títulos que lo integran aparecieron en un lapso temporal prolongado: Largo noviembre de Madrid (1980), La tierra será un paraíso (1989) y Capital de la gloria (2003), este último logró el Premio Nacional de la Crítica. Así pues, con la extensa introducción que he ido compaginando con la lectura de los cuentos, me he adentrado en ese periodo terrible de nuestra historia centrado en la capital de la España fiel a la República.


Esta colección de relatos se abre con una cita que es toda una declaración de intenciones y que se repetirá al final del libro metamorfoseado: "Nada se olvida. Todo queda y pervive" (pág. 113); y sin embargo "pasarán años y olvidaremos todo" (pág. 452), dice casi en un cuento de los últimos. Y ese parece ser uno de los propósitos del escritor, dejar constancia de los años de guerra y posguerra centrados en su ciudad, que él dice que fue "defendida palmo a palmo, guarnecida de desesperación, arrojo, escasas esperanzas" (pág. 117). Pero más que mostrarnos combates en la sierra o en la Universitaria, de momento el escritor se centra en la cotidianeidad ciudadana: en una disputa entre hermanos por una casa, en la obsesión de un comerciante francés de armas por una joven enfermera, en un encuentro amoroso y  nocturno en el Cuartel del Conde Duque, o bajo un bombardeo... Todo parece llevar a una conclusión: "La guerra, que a todos cegaba y arrastraba a la ruina" (pág. 123), no sólo la física de los que aún no habían perdido, sino a la moral, más honda y perdurable: cobardías, avaricias, enfermedad, codicia, inseguridad, egoísmo, delación, asesinato, junto al idealismo, la esperanza, el amor y la pasión. Su visión no deja de ser crítica, aunque no sea esa la nota predominante: "El fundamental motivo de las guerras es la codicia de algunos" (pág. 141).  El autor hace acopio de memoria, e imaginación, mezcla misterio y realidad. Estamos lejos de los presupuestos del realismo social citado más arriba. A veces todo se cubre de un simbolismo nada explícito, oculto bajo una pátina de realismo: el maleficio de una copa rota, el caserón vacío lleno de ratas, la oficina abandonada... No hay mucho sitio para los gestos heroicos de personas sitiadas ya que "quien ha sufrido no puede ser fraterno" (pág. 221): intentos de "pasarse" al bando rebelde, envenenamiento entre gente supuestamente de bien, las casas a medio derruir por las bombas caídas, el hambre, siempre presente... 



Hay poco sitio en el estilo de Zúñiga para el adorno estilístico. Y sin embargo algunas de las imágenes poseen enorme fuerza: "La calle aullaba, recorrida por la helada estridencia de la sirena" (pág. 160). Hablaba antes del olvido como arma de supervivencia, al que se le añade un ejercicio de conciencia de lo sucedido (el segundo volumen se sitúa en los años cuarenta) para poder asumir el presente sin perder ni la lucidez ni la dignidad. Presenciamos el deterioro físico y moral de algunos, el enriquecimiento de los aprovechados, la solidaridad de otros con sólo distribuir propaganda subversiva, la lucha por la supervivencia en un entorno de peligro siempre latente por las delaciones o las detenciones inesperadas. Todo dentro de una extraordinaria contención expresiva con destellos poéticos: "apoyar la cabeza en una almohada de frío" (pág. 283), o "una brisa que refrescara el ropaje de plomo que les echaba encima el seco verano" (pág. 334). Hay una evaporación de la anécdota cuentística y una congelación temporal, con lo que uno no puede esperar una tensión dramática explosiva, sino más bien contenida siempre, hay una ralentización de las acciones, lo que puede llevar a desesperar a algún lector. Aparecen algunos personajes históricos, como el brigadista Dimov o más adelante la fotógrafa Gerda Taro. La memoria surge de nuevo en el segundo volumen como "la que modela nuestra vida" (pág. 334) y a la vez el autor es consciente de que "no recordamos lo que pasó, sino distintas invenciones que acaban siendo engaños" (pág. 340).




Capital de la gloria, título del tercer volumen, es claramente irónico. Volvemos a la guerra, a su periodo final. Madrid sigue siendo el espacio común de las historias, de dimensión simbólica, lejos del costumbrismo de un Galdós. Un pintor de cartelería, una madre con ensueños parisinos, la devolución del reloj de un brigadista muerto, la degradación de esa muchacha llamada "Rosa de Madrid", el robo de una pulsera en una "patrulla del amanecer", los chalés abandonados por la huida... Ya al final de libro el autor vuelve al tema de la memoria: "Pasarán unos años y olvidaremos  la maldita guerra [...], buscaremos ser felices" (pág. 405). No parece ser el olvido la actitud de Zúñiga. No hubiera dedicado parte de su vida a la elaboración de todas estas historias. Este extenso fresco bélico acaba siendo asfixiante, no hay demasiados huecos por donde sacar la cabeza. En este nonagenario los recuerdos de su veinte años siguen vivos, como necesitados de mantenerse presentes para que no se olvide tanto horror.

José Manuel Mora.

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